Naturalmente, allí tampoco, había salida. Los hombres y las mujeres que van a las discotecas para parejas renuncian rápidamente a la búsqueda del placer (que pide delicadeza, sensibilidad, lentitud) en beneficio de una actividad sexual fantasmagórica, bastante poco sincera en el fondo, de hecho directamente calcada de las escenas de gang bang del porno «de moda» que emitía Canal +. En homenaje a Karl Marx, que colocó en el centro de su sistema, cual mortífera entelequia, el enigmático concepto de «baja tendencial del porcentaje de beneficio», sería tentador postular, en el corazón del sistema libertino en el que Bruno y Christiane acababan de entrar, la existencia de un principio de baja tendencial del porcentaje de placer; pero sería somero e incorrecto a la vez. El deseo y el placer, que son fenómenos culturales, antropológicos, secundarios, no explican a fin de cuentas la sexualidad; lejos de ser factores determinantes, están sociológicamente determinados. En un sistema monógamo, romántico y amoroso, sólo pueden alcanzarse a través del ser amado, que en principio es único. En la sociedad liberal en la que vivían Bruno y Christiane, el modelo sexual propuesto por la cultura oficial (publicidad, revistas, organismos sociales y de salud pública) era el de la aventura. Dentro de un sistema así, el deseo y el placer aparecen como desenlace de un proceso de seducción, haciendo hincapié en la novedad, la pasión y la creatividad individual (cualidades por otra parte requeridas a los empleados en el marco de la vida profesional). La desaparición de los criterios de seducción intelectuales y morales en provecho de unos criterios puramente físicos empujaba poco a poco a los aficionados a las discotecas para parejas a un sistema ligeramente distinto, que se podía considerar el fantasma de la cultura oficial: el sistema sadiano. Dentro de este sistema todas las pollas están tiesas y son desmesuradas, los senos son de silicona, los coños siempre van depilados y rezumantes. Las clientes habituales de las discotecas por parejas, a menudo lectoras de Connexion o Hot Video, tenían un objetivo muy simple cada noche: que las empalaran muchas pollas enormes. Lo normal era que su siguiente etapa fuesen los clubs sadomasoquistas. El placer es cosa de costumbre, como seguramente habría dicho Pascal si le hubieran interesado este tipo de asuntos.
En el fondo, con su polla de trece centímetros y sus espaciadas erecciones (nunca había tenido erecciones muy largas, salvo en la más temprana adolescencia, y el tiempo de latencia entre dos eyaculaciones había aumentado sobremanera desde entonces: cierto que ya no era tan joven), Bruno estaba fuera de lugar en ese tipo de sitios. Sin embargo, estaba muy contento de tener a su disposición más coños y bocas de los que había soñado en toda su vida; eso se lo debía a Christiane. Los momentos más dulces seguían siendo aquellos en que ella acariciaba a otras mujeres; sus compañeras siempre se quedaban encantadas con la agilidad de su lengua, la habilidad de sus dedos para descubrir y excitar el clítoris; por desgracia, cuando querían devolverles el favor, solía llegar la decepción. Desmesuradamente dilatadas por las penetraciones en cadena y el uso brutal de los dedos en la vagina (a menudo muchos dedos, a veces la mano entera), tenían el coño casi tan sensible como un bloque de manteca de cerdo. Obsesionadas por el ritmo frenético de las actrices del porno institucional, le masturbaban con brutalidad, como si su polla fuera un insensible pedazo de carne, con un ridículo movimiento de pistón (la omnipresencia de la música tecno, en detrimento de ritmos de una sensualidad más sutil, también desempeñaba un papel en el carácter excesivamente mecánico de sus servicios). Bruno eyaculaba deprisa y sin placer real; para él, entonces, la noche se había acabado. Todavía se quedaban allí media hora o una hora; Christiane se dejaba follar en cadena intentando, por lo general en vano, reanimar su virilidad. Al despertarse, volvían a hacer el amor; las imágenes de la noche volvían, suavizadas, a la mente medio dormida de Bruno; entonces vivían momentos de una ternura extraordinaria.
Lo ideal habría sido en el fondo invitar a algunas parejas escogidas, pasar la velada en casa, charlar amistosamente e intercambiar caricias mientras tanto. Bruno tenía la íntima certeza de que terminarían por ese camino; tenía que volver a hacer los ejercicios de tonificación muscular recomendados por esa sexóloga norteamericana; su relación con Christiane, que le había dado más alegría que cualquier otro acontecimiento de su vida, era una relación importante y seria. Al menos era lo que pensaba a veces, cuando la miraba vestirse o ajetrearse en la cocina. Pero la mayor parte del tiempo, mientras estaba lejos de él durante la semana, sentía que estaba metido en una farsa barata, que la vida le estaba gastando una última y sórdida broma. La desgracia sólo alcanza su punto más alto cuando hemos visto, lo bastante cerca, la posibilidad práctica de la felicidad.
El accidente ocurrió una noche de febrero, mientras estaban en Chris y Manu. Bruno estaba tendido en un colchón en la sala central, con unos cojines bajo la cabeza, mientras Christiane se la chupaba; él le había cogido la mano. Ella estaba arrodillada encima de él, con las piernas muy abiertas, ofreciendo la grupa a los hombres que se colocaban detrás de ella, se ponían un preservativo y la penetraban por turno. Ya se habían sucedido cinco hombres sin que ella les dedicase una mirada; con los ojos entrecerrados, como en un sueño, pasaba la lengua por el sexo de Bruno, exploraba centímetro tras centímetro. De repente lanzó un breve y único grito. El tipo que tenía detrás, un cachas de pelo rizado, siguió penetrándola concienzudamente, con fuertes caderazos; tenía la mirada vacía y un poco distraída. «¡Pare! ¡Pare!», gritó Bruno; o creyó que había gritado, porque la voz no le salía y sólo había emitido un débil chillido. Se levantó y empujó con brusquedad al tipo, que se quedó pasmado, con el sexo erecto y los brazos colgando. Christiane se había caído de lado, y tenía la cara retorcida de dolor. «¿Puedes moverte?», le preguntó él. Ella negó con la cabeza; él se precipitó al bar, pidió el teléfono. La ambulancia llegó diez minutos después. Todos los participantes se habían vestido; en un silencio total, observaron a los enfermeros levantar a Christiane y depositarla en una camilla. Bruno subió a la ambulancia y se sentó a su lado; estaban muy cerca del Hotel-Dieu. Esperó varias horas en el pasillo con suelo de linóleo, luego llegó el enfermero de guardia: Christiane dormía, su vida no corría peligro.
El domingo le tomaron una muestra de médula ósea; Bruno regresó a las seis. Ya era de noche, una lluvia fina y fría caía sobre el Sena.
Christiane estaba sentada en la cama, con la espalda apoyada en un montón de almohadas. Sonrió al verle. El diagnóstico era simple: la necrosis de sus vértebras coccígeas había alcanzado un punto irremediable. Ella lo esperaba desde hacía varios meses, podía ocurrir de un momento a otro; los medicamentos habían frenado la evolución, sin detenerla. La situación ya no iba a cambiar, no había que temer ninguna complicación; pero sus piernas se quedarían definitivamente paralizadas.
Salió del hospital diez días después; Bruno estaba allí. Ahora la situación era diferente; la vida se caracteriza por grandes zonas de confuso aburrimiento, la mayor parte del tiempo es especialmente triste; y de pronto aparece una bifurcación, y resulta que es definitiva. En adelante, Christiane recibiría una pensión de invalidez, no tendría que volver a trabajar; incluso tenía derecho a disponer de servicio doméstico gratuito. Ella hizo rodar su silla hacia Bruno; todavía era torpe, había que hacer fuerza al arrancar, y ella no tenía fuerza en los antebrazos. Él la besó en las mejillas, y luego en los labios. «Ahora», dijo él, «puedes venirte a vivir a mi casa. A París». Ella alzó la cara hacia él, le miró a los ojos; él no consiguió sostenerle la mirada. «¿Estás seguro?», preguntó con dulzura. «¿Estás seguro de que es eso lo que quieres?». Él no contestó; al menos, tardó en contestar. Después de treinta segundos de silencio, ella añadió: «No te sientas obligado. Te queda un poco de tiempo para vivir; no estás obligado a pasártelo cuidando a una inválida». Los elementos de la conciencia contemporánea ya no están adaptados a nuestra condición mortal. Nunca, en ninguna época y en ninguna otra civilización, se ha pensado tanto y tan constantemente en la edad; la gente tiene en la cabeza una idea muy simple del futuro: llegará un momento en que la suma de los placeres físicos que uno puede esperar de la vida sea inferior a la suma de los dolores (uno siente, en el fondo de sí mismo, el giro del contador; y el contador siempre gira en el mismo sentido). Este examen racional de placeres y dolores, que cada cual se ve empujado a hacer tarde o temprano, conduce inexorablemente a partir de cierta edad al suicidio. Es divertido observar que Deleuze y Debord, dos respetados intelectuales de fin de siglo, se suicidaron sin motivos concretos, sólo porque no soportaban la perspectiva de su propia decadencia física. Estos suicidios no despertaron ningún asombro, no provocaron ningún comentario; en general, los suicidios de la gente mayor, que son los más frecuentes, nos parecen hoy en día perfectamente lógicos. Como rasgo sintomático, también podemos señalar la reacción del público frente a la perspectiva de un atentado terrorista: en la casi totalidad de los casos la gente preferiría morir en el acto antes que verse mutilada, o incluso desfigurada. En parte, claro, porque todos están un poco hartos de la vida; pero sobre todo porque nada, ni siquiera la muerte, les parece tan terrible como vivir en un cuerpo menoscabado.
Se desvió a la altura de La Chapelle-en-Serval. Lo más fácil habría sido estamparse contra un árbol al atravesar el bosque de Compiègne. Había dudado unos segundos de más; pobre Christiane. También había dudado unos días de más antes de llamarla; sabía que estaba sola en el apartamento con su hijo; la imaginaba en la silla de ruedas, cerca del teléfono. Nada le obligaba a cuidar a una inválida, eso había dicho ella, y él sabía que había muerto sin odio. Habían encontrado la silla de ruedas, desarticulada, junto a los buzones, al final del último tramo de escaleras. Christiane tenía la cara tumefacta y el cuello roto. Bruno era la persona a la que había que «avisar en caso de accidente»; había muerto mientras la trasladaban al hospital.
El complejo funerario estaba en las afueras de Noyon, en la carretera de Chauny; había que girar justo después de Baboeuf. Dos empleados en mono de trabajo le esperaban en una construcción prefabricada de color blanco, demasiado caliente, con muchos radiadores, un poco parecida al aula de un liceo técnico. Las ventanas daban a los edificios bajos y modernos de una zona semirresidencial. El féretro, todavía abierto, estaba sobre una mesa de caballete. Bruno se acercó, vio el cuerpo de Christiane y sintió que se desplomaba; su cabeza golpeó con violencia el suelo. Los empleados le ayudaron a levantarse con cuidado. «¡Llore! ¡Hay que llorar!…», le conminó el mayor con voz urgente. Él sacudió la cabeza; sabía que no lo lograría. El cuerpo de Christiane ya no podría amar, ya no había ningún destino posible para ese cuerpo y toda la culpa era suya. Esta vez todas las cartas estaban sobre la mesa, ya no había otro reparto, y la mano acababa en un fracaso definitivo. No había sido más capaz de amar que sus padres antes que él. En un estado de extraño desapego sensorial, como si flotara a varios centímetros sobre el suelo, vio a los empleados asegurar la tapa del féretro con ayuda de una taladradora atornilladora. Los siguió hasta el «muro de silencio», una pared de cemento gris, de tres metros de altura, donde se superponían los nichos funerarios; más o menos la mitad estaban vacíos. El empleado de más edad consultó su hoja de instrucciones, se dirigió al nicho 632; su colega empujaba el féretro sobre una carretilla. El aire era húmedo y frío, incluso había empezado a llover. El nicho 632 estaba a media altura, aproximadamente a un metro y medio del suelo. Con un movimiento fácil y eficaz que sólo duró unos segundos, los empleados levantaron el féretro y lo deslizaron en el nicho. Con una pistola neumática infiltraron un poco de cemento de secado ultrarrápido en el intersticio; luego el empleado de más edad le pidió a Bruno que firmara el registro. Al irse le dijo que podía quedarse allí un rato, si lo deseaba.
Bruno regresó por la autopista A1 y llegó al periférico a las once. Había pedido un día libre, no sospechaba que la ceremonia pudiera ser tan breve. Salió por la Porte de Châtillon y encontró aparcamiento en la rue Albert Sorel, justo delante del apartamento de su ex mujer. No tuvo que esperar mucho tiempo; diez minutos después apareció su hijo desde la avenida Ernest Reyer con una cartera a la espalda. Parecía preocupado, y hablaba solo mientras andaba. ¿En qué estaría pensando? Anne le había dicho que era un chico bastante solitario; en lugar de comer en el colegio con los demás, prefería volver a casa, calentar el plato que ella le dejaba al irse por la mañana. ¿Habría sufrido por su ausencia? Probablemente, pero no había dicho nada. Los niños soportan el mundo que los adultos han construido para ellos, intentan adaptarse a él lo mejor que pueden; lo más normal es que al final lo reproduzcan. Victor llegó a la puerta, marcó el código; estaba a unos metros del coche, pero no lo veía. Bruno puso la mano en la manilla de la portezuela, se enderezó. La puerta del edificio se cerró tras el niño; Bruno se quedó quieto unos segundos, y luego se hundió pesadamente en el asiento. ¿Qué podía decirle a su hijo?, ¿qué mensaje podía transmitirle? Nada. No había nada. Sabía que su vida había acabado, pero no entendía el final. Todo era sombrío, doloroso y confuso.
Arrancó y se metió en la autopista del Sur. Tras la salida de Antony, se desvió hacia Vauhallan. La clínica psiquiátrica del Ministerio de Educación estaba un poco más allá de Verrières-le-Buisson, justo al lado del bosque de Verrières; se acordaba muy bien del parque. Aparcó en la rue Victor Considérant, recorrió a pie los pocos metros que le separaban de la verja. Reconoció al enfermero de guardia. Dijo: «He vuelto».