Bruno y Christiane también habían vuelto a París; lo contrario habría sido inconcebible. La mañana que volvió al trabajo, Bruno pensó en el médico desconocido que les había hecho ese regalo inaudito: dos semanas de baja injustificada; luego se encaminó a la rue de Grenelle. Al llegar se dio cuenta de que estaba moreno, en plena forma, y que la situación era ridícula; también se dio cuenta de que le daba exactamente igual. Sus colegas, sus seminarios de reflexión, la formación humana de los adolescentes, la apertura a otras culturas…, para él todo eso ya no tenía la menor importancia. Christiane le chupaba la polla y le cuidaba cuando estaba enfermo; Christiane era importante. En ese mismo momento supo que nunca volvería a ver a su hijo.
Patrice, el hijo de Christiane, había dejado el apartamento hecho una verdadera mierda; estaba sembrado de trozos de pizza aplastados, latas de Coca-Cola, colillas que habían quemado el suelo. Ella dudó un momento, estuvo a punto de irse a un hotel; luego decidió ponerse manos a la obra y limpiar. Noyon era una ciudad sucia, poco interesante y peligrosa; Christiane se acostumbró a ir a París todos los fines de semana. Casi cada sábado iban a una discoteca para parejas: el 2+2, Chandelles. La primera noche en Chris y Manu le dejó a Bruno un recuerdo tremendamente vivo. Junto a la pista de baile había varias salas, bañadas en una extraña luz malva, con camas colocadas una al lado de otra. Por todas partes a su alrededor había parejas follando, acariciándose o lamiéndose. La mayoría de las mujeres estaban desnudas; algunas no se habían quitado la blusa o la camiseta, o sólo se habían subido el vestido. En la sala más grande había unas veinte parejas. Casi nadie hablaba; sólo se oía el zumbido del aire acondicionado y el jadeo de las mujeres que se acercaban al orgasmo. Bruno se sentó en una cama justo al lado de una morena alta de pechos grandes; un tipo de unos cincuenta años, que no se había quitado ni la camisa ni la corbata, la estaba lamiendo. Christiane le desabrochó el pantalón y empezó a hacerle una paja, mirando a su alrededor. Un hombre se acercó y le metió la mano bajo la falda. Ella la desabotonó y la falda resbaló hasta la moqueta; no llevaba nada debajo. El hombre se arrodilló y empezó a acariciarla mientras ella masturbaba a Bruno. Cerca de él, en la cama, la morena gemía cada vez más fuerte; él le cogió los pechos. Tenía una erección de caballo. Christiane acercó la boca, empezó a cosquillearle el surco y el frenillo del glande con la punta de la lengua. Otra pareja se sentó a su lado; la mujer, una pequeña pelirroja de unos veinte años, llevaba una minifalda de plástico negro. Miró a Christiane, que le seguía lamiendo; ella le sonrió, se levantó la camiseta para enseñarle los pechos. La otra se subió la falda revelando un coño muy poblado, también pelirrojo. Christiane le cogió la mano y la guió hasta el sexo de Bruno. La mujer empezó a masturbarle mientras Christiane acercaba otra vez la lengua. En unos pocos segundos, sorprendido por un espasmo de placer incontrolable, Bruno eyaculó en su cara. Se enderezó de inmediato, la cogió en sus brazos. «Lo siento», dijo. «Muchísimo». Ella le besó, se apretó contra él; él sintió su esperma en las mejillas. «No pasa nada», dijo con dulzura, «nada en absoluto». «¿Quieres que nos vayamos?», propuso ella un poco más tarde. Él asintió con tristeza; su excitación había desaparecido por completo. Se vistieron deprisa y se marcharon enseguida.
Durante las semanas siguientes consiguió controlarse un poco mejor y ése fue el comienzo de una buena época, una época feliz. Ahora su vida tenía un sentido, limitado a los fines de semana con Christiane. Descubrió un libro en la sección de salud de la FNAC escrito por una sexóloga norteamericana, que intentaba enseñar a los hombres a controlar la eyaculación con una serie de ejercicios progresivos. Se trataba, en esencia, de tonificar un pequeño músculo en forma de arco situado justo encima de los testículos, el músculo pubococcígeo. En principio, con una contracción violenta de ese músculo justo antes del orgasmo, acompañada de una inspiración profunda, se podía evitar la eyaculación. Bruno empezó a hacer los ejercicios; era una meta que merecía un poco de paciencia. Cada vez que salían se quedaba estupefacto al ver hombres, a veces mayores que él, que penetraban a varias mujeres por turno, que se dejaban masturbar y mamar durante horas sin perder la erección. También le intimidaba comprobar que la mayoría tenía el rabo mucho más grande que él. Christiane le repetía que daba igual, que a ella no le importaba en absoluto. Él la creía, ella estaba obviamente enamorada; pero también le parecía que la mayor parte de las mujeres que encontraba en las discotecas se quedaban un poco decepcionadas cuando sacaba el pene. Nunca le dijeron nada, la cortesía de todo el mundo era ejemplar, el ambiente amistoso y educado; pero había miradas que no engañaban, y poco a poco se daba cuenta de que tampoco estaba del todo a la altura en el aspecto sexual. Sin embargo, tenía momentos de placer inauditos, fulgurantes, al borde del desvanecimiento, que le arrancaban verdaderos alaridos; pero eso no tenía nada que ver con la potencia viril, estaba relacionado más bien con la delicadeza, la sensibilidad de los órganos. Por otra parte, acariciaba muy bien; Christiane se lo decía y él sabía que era verdad; era raro que no consiguiera llevar a una mujer al orgasmo. A mediados de diciembre se dio cuenta de que Christiane había adelgazado un poco, que la cara se le había cubierto de manchas rojas. Ella le dijo que la enfermedad de su espalda no mejoraba, que se había visto obligada a aumentar la dosis de medicamentos; la delgadez y las manchas eran sólo los efectos secundarios de la medicación. Cambió de tema muy deprisa; él vio que se sentía incómoda y se quedó con una sensación de malestar. Desde luego, ella era capaz de mentir para no preocuparle; era demasiado dulce, demasiado cariñosa. Por lo general, el sábado por la noche cocinaba ella, y cenaban muy bien; después iban a una discoteca. Ella llevaba faldas abiertas, blusitas transparentes, ligueros, a veces un body abierto en la entrepierna. Tenía el coño suave, excitante, y se humedecía enseguida. Pasaban noches maravillosas, como él nunca había soñado vivir. A veces, cuando la penetraban en cadena, el corazón de Christiane se volvía loco, latía demasiado deprisa; de golpe empezaba a sudar muchísimo, y Bruno se asustaba. Entonces lo dejaban; ella se acurrucaba en sus brazos, le besaba, le acariciaba el pelo y el cuello.