En mitad del suicidio occidental, estaba claro que no tenían ninguna oportunidad. Sin embargo, siguieron viéndose una o dos veces por semana. Annabelle fue al ginecólogo y volvió a tomar la píldora. Él conseguía penetrarla, pero lo que más le gustaba era dormir a su lado, sentir su carne viva. Una noche soñó con un parque de atracciones en Rouen, en la orilla derecha del Sena. Una gran noria casi vacía giraba en un cielo lívido, dominando las siluetas de cargueros varados, con la estructura metálica roída por el óxido. Él caminaba entre barracones de colores chillones y apagados a la vez; un viento glacial, cargado de lluvia, le azotaba el rostro. En el momento en que llegaba a la salida del parque lo atacaban unos jóvenes con ropa de cuero, armados con navajas de afeitar. Después de encarnizarse con él unos minutos, le dejaban irse. Le sangraban los ojos, sabía que iba a quedarse ciego para siempre, y tenía la mano derecha casi seccionada; sin embargo también sabía, a pesar de la sangre y el dolor, que Annabelle seguiría a su lado y lo rodearía eternamente de su amor.
El fin de semana de Todos los Santos se fueron juntos a Soulac, a la casa de vacaciones del hermano de Annabelle. A la mañana siguiente de su llegada, fueron juntos a la playa. Él estaba cansado, y se sentó en un banco mientras ella continuaba andando. El mar gruñía a lo lejos, se curvaba en un movimiento indistinto, gris, plateado. El romper de las olas sobre los bancos de arena formaba en el horizonte, bajo el sol, una bruma centelleante y maravillosa. La silueta de Annabelle, casi imperceptible en su chaquetón claro, se movía a lo largo de la orilla. Un pastor alemán ya viejo circulaba entre el mobiliario de plástico blanco del Café de la Plage; él también era difícil de ver, medio borroso a través de la bruma de aire, agua y sol.
Para cenar, ella hizo lubina a la plancha; la sociedad en la que vivían les concedía un pequeño extra sobre la estricta satisfacción de sus necesidades alimenticias; podían, por lo tanto, intentar vivir; pero lo cierto es que no les quedaban muchas ganas. Él sentía compasión por ella, por las inmensas reservas de amor que sentía estremecerse en ella, y que la vida había desperdiciado; sentía compasión, y quizá era el único sentimiento humano que todavía podía experimentar. En cuanto al resto, una reserva glacial había invadido su cuerpo; realmente ya no podía amar.
De regreso en París vivieron momentos felices, semejantes a los anuncios de perfume (bajar juntos a la carrera las escaleras de Montmartre; o quedarse quietos y abrazados en el Pont des Arts, súbitamente iluminados por los proyectores de los bateaux-mouches que daban media vuelta). También vivieron esas medio peleas de domingo por la tarde, esos momentos de silencio en los que el cuerpo se encoge entre las sábanas, esas zonas de silencio y aburrimiento en las que se deshace la vida. El estudio de Annabelle era oscuro, había que encender las luces a las cuatro de la tarde. A veces estaban tristes, pero sobre todo estaban serios. Tanto el uno como el otro sabían que estaban viviendo su última relación humana de verdad, y esta sensación hacía que cada uno de sus minutos fuera, en cierto modo, desgarrador. Sentían el uno por el otro un gran respeto y una inmensa piedad. No obstante, algunos días, atrapados por una magia imprevista, tenían momentos de aire fresco, de sol tonificante; pero lo más normal es que sintieran que una sombra gris se extendía en ambos, sobre la tierra que los sostenía, y en todas las cosas veían el final.