La carta le llegó a Michel en plena crisis de desaliento teórico. Según la hipótesis de Margenau, la conciencia individual se podía comparar a un campo de probabilidades en un espacio de Fock, definido como suma directa de espacios de Hilbert. En principio, este espacio podía construirse a partir de los acontecimientos electrónicos elementales que tienen lugar en las micrositas sinápticas. Por lo tanto, el comportamiento normal era como una deformación elástica del campo, el acto libre como un desgarramiento: pero ¿en qué topología? No era en absoluto evidente que la topología natural de los espacios hilbertianos permitiera dar cuenta de la aparición del acto libre; ni siquiera estaba seguro de que fuera posible plantear el problema actualmente, salvo en términos exageradamente metafóricos. Sin embargo, Michel estaba convencido de que era indispensable un nuevo marco conceptual. Todas las noches, antes de apagar su ordenador, hacía una búsqueda en Internet para ver los resultados experimentales publicados en la jornada. Los leía a la mañana siguiente, comprobaba que los centros de investigación de todo el mundo parecían avanzar cada vez más a ciegas, con un empirismo carente de sentido. Ningún resultado permitía llegar a la menor conclusión, ni siquiera formular una mínima hipótesis teórica. La conciencia individual aparecía bruscamente, sin motivo aparente, en mitad de las razas animales; no cabía duda de que precedía ampliamente al lenguaje. Con su finalismo inconsciente, los darwinianos hacían hincapié, como de costumbre, en las hipotéticas ventajas selectivas relacionadas con su aparición, y como de costumbre eso no explicaba nada, era sólo una amable reconstrucción mítica; pero el principio antrópico no era más convincente. El mundo se había regalado un ojo capaz de contemplarlo, un cerebro capaz de comprenderlo; sí, ¿y qué? Eso no aportaba nada a la comprensión del fenómeno. En lagartos poco especializados como el Lacerta agilis se había podido detectar una conciencia de sí, ausente en los nematodos; seguramente implicaba la presencia de un sistema nervioso central y algo más. Ese algo seguía siendo absolutamente misterioso; no parecía que la aparición de la conciencia pudiera relacionarse con ningún antecedente anatómico, bioquímico o celular; era desalentador.
¿Qué habría hecho Heisenberg? ¿Qué habría hecho Niels Bohr? Distanciarse, reflexionar; pasear por el campo, escuchar música. Lo nuevo nunca surgía por simple interpolación de lo antiguo; las informaciones se sumaban a las informaciones como puñados de arena, definidas de antemano en su naturaleza por el marco conceptual que delimita el campo experimental; ahora, más que nunca, necesitaban un nuevo punto de vista.
Los días eran cálidos y breves, y pasaban tristemente. La noche del 1 de septiembre, Michel tuvo un sueño inusitadamente agradable. Estaba con una niña que cabalgaba por el bosque, rodeada de flores y mariposas (al despertar se dio cuenta de que esta imagen, que había resurgido al cabo de treinta años, era la de los títulos del Príncipe Zafiro, un culebrón que veía los domingos por la tarde en casa de su abuela, y que llegaba con tanta precisión al corazón). Un momento después caminaba solo en mitad de un valle inmenso, sembrado de altas hierbas. No veía el horizonte, las colinas verdes parecían extenderse hasta el infinito bajo un cielo luminoso, de un hermoso gris claro. Pero seguía andando, sin vacilación ni prisa; sabía que a algunos metros bajo sus pies fluía una corriente subterránea, y que sus pasos le conducirían inevitablemente, por instinto, a lo largo del río. A su alrededor, el viento hacía ondular las hierbas.
Cuando despertó se sentía contento y activo como nunca lo había estado desde que dejó de trabajar, más de dos meses antes. Salió, torció por la avenida Émile Zola, caminó entre los tilos. Estaba solo, pero no sufría por ello. Se detuvo en la esquina de la rue des Entrepreneurs. Estaban abriendo la tienda Zolacolor, las dependientas asiáticas se instalaban en las cajas; iban a dar las nueve. El cielo estaba extrañamente claro entre las torres de Beaugrenelle; nada de todo aquello tenía salida. A lo mejor debía hablar con su vecina de enfrente, la chica de 20 Ans. Al trabajar en una revista de información general y estar al tanto de los hechos de sociedad, lo más probable es que conociera los mecanismos de adhesión al mundo; tampoco le resultarían desconocidos los factores psicológicos; seguramente esa chica tenía mucho que enseñarle. Regresó a grandes zancadas, casi a la carrera, subió de un tirón los pisos hasta el apartamento de su vecina. Dio tres timbrazos muy largos. Nadie contestó. Desamparado, volvió a su propio edificio; delante del ascensor se interrogó sobre sí mismo. ¿Era depresivo, y tenía sentido preguntárselo? Desde hacía unos años el barrio estaba lleno de carteles llamando a la vigilancia y la lucha contra el Frente Nacional. La extrema indiferencia que él manifestaba por este asunto, tanto en uno como en otro sentido, era en sí misma un síntoma inquietante. La tradicional lucidez de los depresivos, descrita a menudo como un desinterés radical por las preocupaciones humanas, se manifiesta ante todo como una falta de implicación en los asuntos que realmente son poco interesantes. De hecho, es posible imaginar a un depresivo enamorado, pero un depresivo patriota resulta inconcebible.
Al entrar en la cocina pensó que la creencia en una determinación libre y racional de las acciones humanas, y especialmente en una determinación libre y racional de las elecciones políticas individuales, fundamento natural de la democracia, era seguramente el resultado de una confusión entre libertad e imprevisibilidad. Las turbulencias de la marea junto al pilar de un puente son estructuralmente imprevisibles; pero a nadie se le ocurriría calificarlas de libres por esa razón. Se sirvió un vaso de vino blanco, corrió las cortinas y se tumbó para reflexionar. Las ecuaciones de la teoría del caos no hacían ninguna referencia al entorno físico en que tenían lugar sus manifestaciones; esta ubicuidad les permitía encontrar aplicaciones tanto en hidrodinámica como en genética de poblaciones, en metereología y en sociología de grupos. El poder de modelización morfológica era bueno, pero la capacidad de predicción era casi nula. Por el contrario, las ecuaciones de la mecánica cuántica permitían prever el comportamiento de los sistemas microfísicos con una precisión maravillosa; incluso total, si uno renunciaba a cualquier esperanza de retorno a una ontología material. Era cuando menos prematuro, y quizá imposible, establecer un puente matemático entre ambas teorías. Sin embargo, Michel estaba convencido de que la formación de atractores en la red evolutiva de las neuronas y las sinapsis era la clave para explicar las opiniones y las acciones humanas.
Mientras buscaba una fotocopia de publicaciones recientes, se dio cuenta de que llevaba más de una semana sin acordarse de abrir el correo. Había más publicidad que otra cosa, claro. La firma TMR quería crear, con la inauguración del Costa Romántica, una nueva norma institucional en el ámbito de los cruceros de lujo. Describían el barco como un auténtico paraíso flotante. Así podían ser —sólo dependía de él— los primeros momentos de su crucero: «Para empezar entrará en el gran vestíbulo inundado de sol, bajo la inmensa cúpula de vidrio. Podrá subir a la cubierta superior en los ascensores panorámicos. Allí, desde la inmensa cristalera de proa, podrá contemplar el mar como en una pantalla gigante.». Apartó la documentación, prometiéndose estudiarla más a fondo. Pasear por la cubierta superior, contemplar el mar a través de una pared transparente, navegar durante semanas bajo un cielo inmutable… ¿Por qué no? Durante ese tiempo, Europa occidental bien podría desaparecer bajo un bombardeo. Él desembarcaría, fresco y moreno, en un nuevo continente.
Mientras tanto había que vivir, y eso podía hacerse de un modo alegre, inteligente y responsable. En su última entrega, el boletín de noticias del Monoprix hacía más hincapié que nunca en la acción ciudadana. Una vez más, el editorialista luchaba con la idea preconcebida de que la gastronomía y la forma física fueran incompatibles. A través de sus líneas de productos, sus marcas, la escrupulosa elección de cada una de sus referencias, todas las iniciativas del Monoprix desde el momento de su creación testimoniaban la convicción exactamente opuesta. «El equilibrio es posible para todos, y enseguida», afirmaba el redactor sin la menor vacilación. Tras esta primera página tan belicosa, incluso comprometida, el resto de la publicación se dedicaba alegremente a los consejos astutos, a los juegos educativos, a los «¿sabía que…?». Gracias a ellos, Michel pudo calcular su consumo diario de calorías. En las últimas semanas no había barrido, ni planchado, ni nadado, ni jugado al tenis, ni hecho el amor; las tres únicas actividades que podía señalar con una cruz eran estar sentado, estar acostado y dormir. Terminados los cálculos, sus necesidades se elevaban a 1.750 kilocalorías/día. Bruno, según su carta, había nadado y hecho el amor muy a menudo. Volvió a hacer el cálculo con esos nuevos datos: las necesidades energéticas aumentaban a 2.700 kilocalorías/día.
Había otra carta que venía de la alcaldía de Crécy-en-Brie. A causa de las obras de ampliación de una estación de autobuses, había que reorganizar el cementerio municipal y trasladar algunas tumbas, entre ellas la de su abuela. Según el reglamento, un miembro de la familia debía asistir al traslado de los restos. Podía pedir cita en el servicio de concesiones funerarias entre las diez y media y las doce de la mañana.