15

Al día siguiente, la tienda de Michel estaba vacía. Todas sus cosas habían desaparecido, pero había dejado una nota que decía simplemente: «NO OS PREOCUPÉIS».

Bruno se marchó una semana después. Al subir al tren se dio cuenta de que no había intentado ligar, ni siquiera hablar con alguien.

A finales de agosto, Annabelle vio que se le retrasaba la regla. Se dijo que era mejor así. No hubo ningún problema: el padre de David conocía a un médico, un militante de Planificación Familiar, que operaba en Marsella. Era un tipo de unos treinta años, entusiasta, con un bigotito pelirrojo, que se llamaba Laurent. Quiso que ella le llamara por su nombre: Laurent. Le enseñó los diferentes instrumentos, le explicó los mecanismos de la aspiración y del raspado. Le gustaba establecer un diálogo democrático con sus clientes, a las que prefería tratar como compañeras. Apoyaba desde el principio la causa de las mujeres, y según él quedaba mucho por hacer. La operación se fijó para el día siguiente; Planificación Familiar se encargaría de los gastos.

Annabelle volvió al hotel con los nervios de punta. Iba a abortar al día siguiente; dormiría otra noche en el hotel y luego volvería a su casa; así lo había decidido. Durante tres semanas había pasado la noche en la tienda de David. La primera vez le había dolido un poco, pero después había sentido placer, un gran placer; no sospechaba siquiera que el placer sexual pudiera ser tan intenso. Sin embargo, no sentía el menor afecto por aquel tipo; sabía que la sustituiría enseguida, que probablemente ya lo estaba haciendo.

Esa misma noche, durante una cena con unos amigos, Laurent habló con entusiasmo del caso de Annabelle. Dijo que habían luchado por chicas como ella; para evitar que una aventura de vacaciones estropeara la vida de una chica de apenas diecisiete años («y además guapa», estuvo a punto de añadir).

Annabelle tenía mucho miedo de volver a Crécy-en-Brie, pero no pasó nada. Era el 4 de septiembre; sus padres la felicitaron por estar tan morena. Le dijeron que Michel se había ido, que ya estaba en su habitación de la residencia universitaria de Bures-sur-Yvette; era obvio que no sospechaban nada. Annabelle fue a ver a la abuela de Michel. La anciana parecía cansada, pero la recibió bien y no puso pegas para darle la dirección de su nieto. Le había parecido un poco raro que Michel volviese antes que los demás, sí; también le había parecido raro que se fuera un mes antes del comienzo del curso universitario; pero Michel era un chico raro.

En medio de la gran barbarie natural, los seres humanos han conseguido a veces (pocas) crear pequeños lugares cálidos que irradian amor. Pequeños espacios cerrados, reservados, donde reinan el amor y la subjetividad.

Annabelle dedicó las dos semanas siguientes a escribirle a Michel. Fue difícil, tuvo que tachar y volver a empezar varias veces. La carta acabada tenía cuarenta páginas; por primera vez era una verdadera carta de amor. La echó al correo el 17 de septiembre, el día en que empezaban las clases en el liceo; luego esperó.

La Facultad de Orsay, París XI, es la única universidad en la región parisina realmente concebida según el modelo norteamericano del campus. Varias residencias repartidas por un parque albergan a los estudiantes del primero al tercer ciclo. Orsay no sólo es un lugar de enseñanza, sino también un centro de investigación de alto nivel en la física de las partículas elementales.

Michel tenía una habitación que hacía esquina en el cuarto y último piso del edificio 233; enseguida se sintió muy a gusto allí. Había una cama estrecha, una mesa de trabajo, estantes para los libros. La ventana daba a un césped que bajaba hasta el río; asomándose un poco, a la derecha, se veía la masa de hormigón del acelerador de partículas. En aquel momento, un mes antes del comienzo de las clases, la residencia estaba casi vacía; sólo se veían algunos estudiantes africanos, cuyo problema era sobre todo dónde meterse en agosto, cuando todas las residencias cerraban. Michel intercambiaba algunas frases con la vigilante; durante el día paseaba a orillas del río. Todavía no tenía ni idea de que iba a quedarse en aquella residencia más de ocho años.

Una mañana a eso de las once se tumbó en la hierba, rodeado de árboles indiferentes. Le asombraba sufrir tanto. Su visión del mundo, profundamente ajena a las categorías cristianas de redención y gracia, a las nociones de libertad y perdón, se estaba volviendo mecánica y despiadada. Dadas las condiciones iniciales, pensaba, y fijados los parámetros de la red de interacciones iniciales, los acontecimientos suceden en un espacio desencantado y frío; el determinismo es inexorable. Lo que ocurría tenía que ocurrir, no podía ser de otro modo; no se podía hacer responsable a nadie. Por las noches, Michel soñaba con espacios abstractos, cubiertos de nieve; su cuerpo envuelto en vendas se movía a la deriva bajo un cielo bajo, entre fábricas siderúrgicas. De día se cruzaba a veces con uno de los africanos, un chico de Mali bajito y con la piel gris; ambos se saludaban con una inclinación de la cabeza. El restaurante universitario todavía no estaba abierto; Michel compraba latas de atún en el Continent de Courcelles-sur-Yvette y volvía a la residencia. Caía la noche. Caminaba por pasillos vacíos.

Hacia mitad de octubre Annabelle le escribió otra carta, más breve que la anterior. Mientras tanto había telefoneado a Bruno, que tampoco había tenido noticias; sólo sabía que Michel llamaba con regularidad a su abuela, pero que probablemente no iría a verla hasta Navidad.

Una tarde de noviembre, al salir de unas prácticas de análisis, Michel encontró un mensaje en el casillero de la residencia. «Llama a tu tía Marie-Thérèse. URGENTE». Hacía dos años que no veía mucho a su tía Marie-Thérèse y a su prima Brigitte. Llamó enseguida. Su abuela había tenido otro ataque, la habían llevado al hospital de Meaux. Era grave, probablemente muy grave. La aorta estaba débil y podía fallarle el corazón.

Cruzó Meaux a pie, caminó a lo largo del liceo; eran cerca de las diez. En ese momento, en el aula de clase, Annabelle estudiaba un texto de Epicuro; un pensador luminoso, moderno, griego y, para decirlo todo, un poco coñazo. El cielo estaba oscuro, el agua del Marne bajaba tumultuosa y sucia. Michel encontró sin dificultades el complejo clínico Saint-Antoine, un edificio ultramoderno de hierro y acero que habían inaugurado el año anterior. La tía Marie-Thérèse y la prima Brigitte le esperaban en el descansillo del séptimo piso; era obvio que habían llorado. «No sé si deberías verla…», dijo Marie-Thérèse. Él no contestó. Iba a vivir lo que hubiera que vivir.

Era una habitación de vigilancia intensiva, y su abuela estaba sola. La sábana, de un blanco cegador, dejaba destapados los brazos y los hombros; le fue difícil apartar los ojos de aquella carne desnuda, arrugada, blancuzca, terriblemente vieja. Los brazos sondados estaban sujetos al borde de la cama con unas muñequeras. Un tubo acanalado le entraba por la garganta. Los cables pasaban bajo la sábana e iban hasta los aparatos de registro. Le habían quitado el camisón; no le habían dejado recogerse el moño, como todas las mañanas desde hacía años. Con el largo pelo gris suelto, ya no era para nada su abuela; era una pobre criatura de carne, muy joven y muy vieja a la vez, abandonada en manos de la medicina. Michel le cogió la mano; sólo lograba reconocer esa mano. Él le cogía la mano a menudo hasta hacía muy poco, con más de diecisiete años. No abrió los ojos; pero quizá, a pesar de todo, reconoció el contacto. Él no apretó muy fuerte, simplemente le sostuvo la mano, como solía hacer; realmente esperaba que ella reconociera el contacto.

Esta mujer había tenido una infancia terrible, trabajando en una granja desde los siete años entre semibrutos alcohólicos. Su adolescencia fue demasiado breve para que pudiera acordarse. Tras la muerte de su marido trabajó en una fábrica para sacar adelante a sus cuatro hijos; en pleno invierno iba a buscar agua al patio para que toda la familia se lavara. Con más de sesenta años, recién jubilada, accedió a ocuparse otra vez de un niño, el hijo de su hijo. A él tampoco le había faltado de nada, ni ropa, ni buenas comidas los domingos, ni amor. Ella le había dado todo eso. Un examen mínimamente exhaustivo de la humanidad debe tener en cuenta necesariamente este tipo de fenómenos. En la historia siempre han existido seres humanos así. Seres humanos que trabajaron toda su vida, y que trabajaron mucho, sólo por amor y entrega; que dieron literalmente su vida a los demás con un espíritu de amor y de entrega; que sin embargo no lo consideraban un sacrificio; que en realidad no concebían otro modo de vida más que el de dar su vida a los demás con un espíritu de entrega y de amor. En la práctica, estos seres humanos casi siempre han sido mujeres.

Michel se quedó en la sala un cuarto de hora, sin soltar la mano de su abuela; luego apareció un interno para avisarle de que tenía que irse porque allí iba a molestar. Quizá se podía hacer algo; no una operación, eso era imposible; pero quizá algo, alguna cosa, no estaba todo perdido.

Durante el viaje de regreso nadie dijo una palabra; Marie-Thérèse conducía maquinalmente el Renault 16. Comieron sin hablar mucho, recordando de vez en cuando alguna anécdota. Marie-Thérèse servía, necesitaba moverse; de vez en cuando se quedaba parada, lloraba un poco y luego volvía a la cocina.

Annabelle había visto cómo se marchaba la ambulancia, y vio volver el Renault 16. A eso de la una de la madrugada se levantó y se vistió; sus padres ya estaban dormidos. Caminó hasta la verja de la entrada de Michel. Todas las luces estaban encendidas, quizás él estuviera en el salón; pero a través de las cortinas era imposible ver algo. Caía una lluvia fina. Pasaron unos diez minutos. Annabelle sabía que podía llamar a la puerta y ver a Michel; también podía no hacer nada. No sabía exactamente que estaba viviendo la experiencia concreta de la libertad; en cualquier caso era horrible, y tras esos diez minutos nunca volvió a ser del todo la misma. Muchos años más tarde, Michel propuso una breve teoría de la libertad humana basada en una analogía con la conducta del helio superfluido. Los intercambios de electrones entre las neuronas y las sinapsis dentro del cerebro, fenómenos atómicos discretos, están sometidos en principio a la imprevisibilidad cuántica; sin embargo, el gran número de neuronas, por anulación estadística de las diferencias elementales, hace que el comportamiento humano (tanto a grandes rasgos como en detalle) esté tan rigurosamente determinado como cualquier otro sistema natural. No obstante, en ciertas circunstancias extremadamente raras (los cristianos hablan de intervención de la gracia) una nueva onda de coherencia surge y se propaga dentro del cerebro; aparece un comportamiento nuevo, de forma temporal o definitiva, regido por un sistema completamente distinto de osciladores armónicos; entonces podemos observar lo que hemos dado en llamar acto libre.

Aquella noche no ocurrió nada semejante, y Annabelle volvió a casa de sus padres. Se sentía mucho más vieja. Tendrían que pasar veinticinco años antes de que Michel y ella volvieran a verse.

El teléfono sonó cerca de las tres; la enfermera parecía sinceramente entristecida. Se había hecho todo lo posible; pero en el fondo no se podía hacer casi nada. El corazón era demasiado viejo, eso era todo. Por lo menos no había sufrido, eso podía asegurarlo. Pero también había que decir que se había acabado.

Michel se fue a su habitación dando pasitos cortos, de veinte centímetros como máximo. Brigitte intentó levantarse, Marie-Thérèse la detuvo con un gesto. Pasaron unos dos minutos y luego oyeron una especie de maullido o de aullido que venía de la habitación. Esta vez Brigitte salió corriendo. Michel estaba doblado sobre sí mismo a los pies de la cama. Tenía los ojos ligeramente fuera de las órbitas. Su cara no reflejaba nada parecido a la pena ni a ningún otro sentimiento humano. La invadía un terror animal y abyecto.