VERANO DEL 75
Sus obras no les permiten reunirse con Dios, porque el espíritu de la prostitución está entre ellos, y porque no conocen al Eterno
OSEAS, 5, 4
Al bajar del autobús de Carpentras los recibió un hombre debilitado y enfermo. Hijo de un anarquista italiano emigrado a Estados Unidos en los años veinte, Francesco di Meola había triunfado en la vida; a nivel financiero, se entiende. Al final de la Segunda Guerra Mundial el joven italiano había entendido, como Serge Clément, que se enfrentaban a un mundo radicalmente nuevo, y que actividades consideradas durante mucho tiempo elitistas o marginales iban a tener un peso económico considerable. Mientras el padre de Bruno invertía en la cirugía estética, Di Meola se metió en la producción de discos; es cierto que algunos ganaron mucho más dinero que él, pero aun así consiguió quedarse con un buen pedazo del pastel. Cuando cumplió los cuarenta intuyó, como muchos californianos, una nueva moda, mucho más profunda que un simple movimiento pasajero, destinada a barrer el conjunto de la civilización occidental; así pudo relacionarse en su villa de Big Sur con Allan Watts, Paul Tillich, Carlos Castañeda, Abraham Maslow y Carl Rogers. Un poco más tarde tuvo también el privilegio de conocer a Aldous Huxley, el verdadero padre espiritual del movimiento. Envejecido y casi ciego, Huxley le prestó escasa atención; pero este encuentro causó en Di Meola una impresión decisiva.
Los motivos que le llevaron a marcharse de California en 1970 para comprar una propiedad en Haute-Provence no estaban muy claros, ni siquiera para él. Más tarde, casi al final, empezó a decirse que quería, por alguna oscura razón, morir en Europa; pero en aquel momento sólo tenía conciencia de otros motivos más superficiales. El movimiento de mayo del 68 le había impresionado, y cuando empezó el reflujo de la ola hippie en California, se dijo que quizá habría algo que hacer con la juventud europea. Jane lo animaba a ello. La juventud francesa estaba especialmente acorralada, sofocada por el collar paternalista del gaullismo; pero según ella bastaría con una chispa para que ardiera todo. Lo que más le gustaba a Francesco, desde hacía unos años, era fumar cigarrillos de marihuana con chicas muy jóvenes, atraídas por el aura espiritual del movimiento; y luego tirárselas entre mandalas y aromas de incienso. Por lo general, las chicas que aparecían en Big Sur eran pequeñas imbéciles protestantes; por lo menos la mitad eran vírgenes. A finales de los años sesenta, el flujo empezó a disminuir. Entonces se dijo que quizá ya era hora de regresar a Europa; incluso a él le parecía raro expresarlo así, después de haberse marchado de Italia cuando apenas tenía cinco años. Su padre no sólo había sido un militante revolucionario, sino también un hombre culto, enamorado del lenguaje; un esteta. Probablemente eso le había dejado algunas huellas. En el fondo, había considerado siempre un poco a los norteamericanos como unos cabrones.
Seguía siendo un hombre muy guapo, con un rostro esculpido, mate, y largos cabellos blancos ondulados y espesos; sin embargo, dentro de su cuerpo las células proliferaban como les daba la gana; destruían el código genético de las células vecinas y secretaban toxinas. Los especialistas que había consultado se contradecían en bastantes puntos, salvo en el esencial: iba a morir pronto. El cáncer era inoperable, la metástasis seguiría ocurriendo inexorablemente. La mayor parte de los médicos se inclinaban por una agonía tranquila e incluso, con ayuda de algunos medicamentos, exenta hasta el final de sufrimiento físico; de hecho, hasta ese momento no había sentido más que un gran cansancio general. Sin embargo no lo aceptaba; ni siquiera había conseguido imaginarse aceptándolo. Para el occidental contemporáneo, incluso cuando se encuentra bien, la idea de la muerte constituye una especie de ruido de fondo que invade el cerebro cuando se desdibujan los proyectos y los deseos. Con la edad, la presencia del ruido aumenta; puede compararse a un zumbido sordo, a veces acompañado de un chirrido. En otras épocas el ruido de fondo lo constituía la espera del reino del Señor; hoy lo constituye la espera de la muerte. Así son las cosas.
Nunca podía olvidar que Huxley parecía indiferente ante la perspectiva de su propia muerte; pero quizás estaba atontado, o drogado. Di Meola había leído a Platón, el Bhagavad-Gita y el Tao te-king; ninguno de ellos le había causado el menor alivio. Tenía apenas sesenta años y se estaba muriendo, ahí estaban los síntomas, no podía engañarse. Hasta empezaba a perder interés en el sexo, y tomó nota de la belleza de Annabelle de un modo bastante distraído. En cuanto a los chicos, ni los miró. Llevaba mucho tiempo rodeado de jóvenes, y tal vez fuera la costumbre lo que le hizo mostrar una vaga curiosidad ante la idea de conocer a los hijos de Jane; en el fondo, estaba claro, le daba completamente igual. Los dejó en medio de la finca, diciéndoles que podían montar la tienda donde quisieran; él tenía ganas de acostarse, preferiblemente sin encontrarse con nadie. Por su físico, seguía representando de maravilla al tipo de hombre sagaz y sensual, con la mirada chispeante de ironía y hasta de sabiduría; algunas chicas especialmente idiotas habían llegado a pensar que tenía un rostro luminoso y benévolo. Él no sentía ninguna benevolencia, y además tenía la impresión de ser un actor no demasiado bueno: ¿cómo había conseguido engañar a todo el mundo? Decididamente, se decía a veces con cierta tristeza, estos jóvenes en busca de nuevos valores espirituales son unos completos imbéciles.
Segundos después de bajar del jeep, Bruno comprendió que había cometido un error. La finca descendía en una suave pendiente hacia el sur; el terreno era ligeramente ondulado y había flores y arbustos. Una cascada caía sobre una poza de agua verde y tranquila; justo al lado, tumbada en una piedra plana, una mujer desnuda se secaba al sol, mientras otra se enjabonaba antes de zambullirse. Más cerca de ellos, arrodillado en una estera, un tipo alto y barbudo meditaba o dormía. Él también estaba desnudo, y muy moreno; el largo pelo rubio claro se destacaba violentamente sobre la piel; se parecía vagamente a Kris Kristofferson. Bruno se sentía desanimado; ¿qué esperaba en realidad? Quizá aún podían marcharse, pero tenía que ser de inmediato. Echó una mirada a sus compañeros: Annabelle estaba desplegando la tienda, con una tranquilidad sorprendente; sentado en un tocón, Michel jugueteaba con el cordón de su mochila; tenía un aire completamente ausente.
El agua fluye a lo largo de la línea de menor pendiente. El comportamiento humano, determinado por principio y casi en cada uno de sus actos, sólo admite unas pocas bifurcaciones, e incluso éstas las sigue poca gente. En 1950, Francesco di Meola tuvo un hijo con una actriz italiana, una actriz de segunda que nunca pasó de los papeles de esclava egipcia; la cima de su carrera fue conseguir dos frases en Quo vadis? Llamaron a su hijo David. A los quince años, David soñaba con ser rock star. No era el único. Mucho más ricos que los banqueros o los directores generales, los rock stars tenían, además, una imagen rebelde. Jóvenes, guapos, famosos, deseados por todas las mujeres y envidiados por todos los hombres, las estrellas del rock constituían la cima absoluta de la jerarquía social. No había nada en la historia de la humanidad, desde la divinización de los faraones en el antiguo Egipto, que pudiera compararse al culto de la juventud europea y norteamericana por los rock stars. Físicamente, David lo tenía todo a su favor: era increíblemente guapo, de una belleza a la vez animal y diabólica; una cara viril, pero de rasgos asombrosamente puros; largo pelo negro muy espeso, un poco rizado; grandes ojos de un azul profundo.
Gracias a las relaciones de su padre, David consiguió grabar un sencillo de 45 revoluciones cuando cumplió diecisiete años; fue un fracaso total. Hay que decir que salió el mismo año que Sgt Peppers, Days of Future Passed y otros cuantos así. Jimi Hendrix, los Rolling Stones y los Doors estaban en lo mejor de su carrera; Neil Young empezaba a grabar, y todavía contaban bastante con Brian Wilson. En aquellos años no había sitio para un bajista decente pero poco inventivo. David se empeñó, cambió de grupo cuatro veces, probó distintas fórmulas; tres años después de que su padre se marchara, él también decidió probar suerte en Europa. Encontró trabajo en un club de la Costa Azul; eso no fue un problema. Las chicas le esperaban todas las noches en el camerino; eso tampoco era un problema. Pero ninguna casa de discos prestó la menor atención a sus demos.
Cuando David conoció a Annabelle, ya se había acostado con más de quinientas mujeres; sin embargo, no podía recordar una perfección plástica semejante. Annabelle, por su parte, se sintió atraída hacia él, como todas las demás. Resistió varios días; sólo cedió una semana después de su llegada. Estaban bailando unas treinta personas en la parte trasera de la casa. La noche era estrellada y suave. Annabelle llevaba una falda blanca y una camiseta corta con un sol dibujado. David bailaba muy cerca de ella, y a veces la hacía girar en un pase de rock. Bailaban sin cansarse desde hacía más de una hora sobre un ritmo de tambor ora rápido, ora lento. Bruno estaba inmóvil contra un árbol, con el corazón en un puño, vigilante, en estado de alerta. Michel aparecía al borde del círculo de luz y luego desaparecía en la oscuridad. De repente apareció, apenas a cinco metros. Bruno vio a Annabelle dejar a los que bailaban y acercarse a él; la oyó con toda claridad preguntar: «¿No bailas?»; tenía una cara muy triste en ese momento. Michel declinó la invitación con un gesto de una increíble lentitud, como el de un animal prehistórico reanimado poco antes. Annabelle se quedó inmóvil delante de él entre cinco y diez segundos, luego se volvió y se reunió con el grupo. David la cogió por la cintura y la atrajo firmemente hacia sí. Ella le puso las manos en los hombros. Bruno miró otra vez a Michel; tuvo la impresión de que en su cara flotaba una sonrisa; bajó los ojos. Cuando volvió a mirar, Michel había desaparecido. Annabelle estaba en brazos de David; sus labios estaban muy cerca.
Tumbado en la tienda, Michel esperó la aurora. A eso del final de la noche estalló una tormenta muy violenta; le sorprendió darse cuenta de que estaba un poco asustado. Luego el cielo se calmó, y empezó a caer una lluvia lenta y regular. Las gotas golpeaban la tela con un ruido sordo, a pocos centímetros de su cara; pero él estaba a salvo del contacto. De repente tuvo el presentimiento de que su vida entera iba a parecerse a ese momento. Se movería entre las emociones humanas, y a veces estaría muy cerca de ellas; otros conocerían la felicidad o la desesperación; pero nada de eso tendría que ver jamás con él, ni podría alcanzarle. Durante la velada, Annabelle le había mirado muchas veces mientras bailaba. Él quería moverse, pero no podía; sentía con toda claridad que se estaba hundiendo en un lago helado. Sin embargo, todo era excesivamente tranquilo. Se sentía separado del mundo por unos cuantos centímetros de vacío, que formaban en torno a él un caparazón o una armadura.