Ese mismo verano de 1974, Annabelle dejó que un chico la besara en una discoteca de Saint-Palais. Acababa de leer en Estefanía un reportaje sobre la amistad entre chicos y chicas. Al abordar la cuestión del amigo de infancia, la revista sostenía una tesis especialmente repugnante: era rarísimo que un amigo de infancia se transformara en novio; su destino natural era más bien convertirse en compañero, un compañero fiel; incluso podía servir de confidente y de apoyo durante los problemas emocionales provocados por los primeros flirts.
En los segundos que siguieron a ese primer beso, y a pesar de las afirmaciones de la revista, Annabelle se sintió terriblemente triste. Algo nuevo y doloroso le invadía el pecho muy deprisa. Salió del Katmandú, negándose a que el chico la acompañara. Mientras abría el antirrobo de la mobilette, temblaba un poco. Esa noche se había puesto su mejor vestido. La casa de su hermano sólo estaba a un kilómetro, apenas habían dado las once cuando llegó, todavía había luz en el salón; al ver la luz, se echó a llorar. Fue en estas circunstancias, una noche de julio de 1974, cuando Annabelle accedió a la conciencia dolorosa y definitiva de su existencia individual. La existencia individual, revelada al animal en forma de dolor físico, sólo llega en las sociedades humanas a la plena conciencia de sí misma gracias a la mentira, con la que se la puede confundir en la práctica. Hasta los dieciséis años, Annabelle no había tenido secretos para sus padres; tampoco los había tenido para Michel, y ahora se daba cuenta de lo raro y valioso que eso resultaba. Esa noche, en unas pocas horas, Annabelle se dio cuenta de que la vida de los hombres es una sucesión ininterrumpida de mentiras. A la vez, se dio cuenta de su belleza.
La existencia individual y el sentimiento de libertad que va con ella constituyen el fundamento natural de la democracia. En un régimen democrático, las relaciones entre los individuos están reguladas normalmente por la forma del contrato. Cualquier contrato que exceda los derechos naturales de uno de los contratantes, o que no esté provisto de unas cláusulas de revocación claras, puede considerarse nulo.
Si bien Bruno recordaba de buena gana y en detalle el verano de 1974, era poco locuaz sobre el año escolar que lo siguió; a decir verdad, sólo le había dejado una impresión de malestar creciente. Un intervalo temporal indefinido, pero de tonos un poco glaucos. Seguía viendo con la misma frecuencia a Annabelle y a Michel, y en principio estaban muy unidos; pero ellos iban a terminar el bachillerato y el fin de curso los iba a separar inevitablemente. Michel había cambiado: escuchaba a Jimi Hendrix y se revolcaba por la moqueta, era muy intenso; mucho después que los demás, empezaba a dar evidentes señales de adolescencia. Annabelle y él parecían cortados, se cogían de la mano con menos facilidad. En resumen, como Bruno le dijo una vez al psiquiatra, «todo se iba a la puta mierda».
Después de la historia con Annick, cosa que tenía tendencia a adornar en sus recuerdos (prudentemente, se había prohibido llamarla), Bruno se sentía un poco más seguro de sí mismo. Ninguna otra conquista había tomado el relevo, sin embargo, y cuando intentó besar a Sylvie, una bonita morena monísima que estaba en la clase de Annabelle, ésta lo mandó a freír espárragos. Pero si le había gustado a una chica, podía gustarle a otras; y Michel empezó a inspirarle un vago sentimiento de protección. Al fin y al cabo era su hermano, y Bruno era dos años mayor. «Tienes que hacer algo con Annabelle», repetía. «Ella no quiere otra cosa, está enamorada de ti y es la chica más guapa del liceo». Michel se retorcía en la silla y contestaba: «Sí». Pasaban las semanas. Michel vacilaba de modo evidente al borde de la edad adulta. Besar a Annabelle habría sido, para los dos, el único modo de escapar, pero él no se daba cuenta; se dejaba acunar por un engañoso sentimiento de eternidad. En abril, provocó la indignación de los profesores al negarse a rellenar una hoja de inscripción para las clases preparatorias. Sin embargo estaba claro que tenía más posibilidades que nadie de entrar en una buena facultad. Faltaba mes y medio para el examen de bachillerato, y él parecía flotar cada día más. A través de las ventanas enrejadas de la clase miraba las nubes, los árboles del prado, otros alumnos; parecía que ningún incidente humano podía impresionarle de verdad.
Bruno, por su parte, había decidido inscribirse en la Facultad de Letras: empezaba a estar harto de las series de Taylor-Maclaurin, y además en la Facultad de Letras había chicas, muchas chicas. Su padre no puso la menor objeción. Como todos los viejos libertinos, se estaba volviendo sentimental, y se reprochaba amargamente haber destrozado la vida de su hijo por culpa de su egoísmo, lo cual no era del todo falso. A principios de mayo se separó de Julie, su última amante, a pesar de que era una mujer espléndida; se llamaba Julie Lamour, pero su nombre escénico era Julie Love. Era actriz en las primeras películas porno a la francesa, hoy olvidadas, que rodaron gente como Burd Tranbaree o Francis Leroi. Se parecía un poco a Janine, pero era mucho más idiota. «Estoy condenado…, condenado…», se repetía el padre de Bruno al encontrar una foto de su ex mujer cuando era joven y darse cuenta del parecido. Su amante había conocido a Deleuze en una cena en casa de Bénazéraf, y desde entonces le daba por hilar justificaciones intelectuales del porno; no había quien lo aguantara. Además le salía muy cara; en los rodajes se había acostumbrado a los Rolls alquilados, a los abrigos de pieles, a toda esa chatarra erótica que a él, con la edad, le resultaba cada vez más penosa. A finales del 74 tuvo que vender la casa de Sainte-Maxime. Unos meses después, compró un estudio para su hijo cerca de los jardines del Observatorio: un estudio muy bonito, luminoso, tranquilo, sin casas enfrente. Cuando llevó a Bruno a verlo no tenía la impresión de estar haciéndole un regalo excepcional, sino más bien de intentar, en la medida de lo posible, reparar algo; y de todos modos era, obviamente, una buena inversión. Mirando el espacio, se animó un poco. «¡Podrás invitar chicas!», dijo sin darse cuenta. Al ver la cara de su hijo, se arrepintió en el acto.
Al final, Michel se inscribió en la facultad de Orsay, en la sección de matemáticas y física; lo que más le gustaba era estar cerca de una ciudad universitaria, se decía. A ninguno de los dos les sorprendió aprobar el examen. El día de los resultados los acompañó Annabelle; tenía la expresión grave, había madurado mucho en un año. Desgraciadamente, un poco más delgada y con una sonrisa más interior estaba aún más hermosa. Bruno decidió tomar la iniciativa: ya no había casa de vacaciones en Sainte-Maxime, pero podía ir a la finca de Di Meola, como había sugerido su madre; pidió a Michel y Annabelle que lo acompañaran. Se marcharon un mes después, a finales de julio.