TODO ES CULPA DE CAROLINE YESSAYAN
A partir de ese mismo comienzo de curso de 1970, la situación de Bruno en el internado mejoró ligeramente; entró en cuarto, empezó a formar parte de los mayores. Desde cuarto a terminal los alumnos se acostaban en los dormitorios del ala opuesta, en literas de cuatro camas. Según los chicos más violentos, él ya estaba completamente sometido y humillado; poco a poco, fueron en busca de nuevas víctimas. Este mismo año, Bruno empezó a interesarse por las chicas. Muy de vez en cuando había salidas comunes de los dos internados. Los jueves por la tarde, si hacía buen tiempo, iban a una especie de playa hecha a orillas del Marne, en las afueras de Meaux. Había un café lleno de futbolines y de flippers, aunque la atracción principal era una pitón en una caja de cristal. A los chicos les gustaba provocarla, le daban golpecitos con el dedo en el cuerpo; las vibraciones la volvían loca de rabia, se arrojaba contra las paredes con todas sus fuerzas hasta que se derrumbaba, muerta de cansancio. Una tarde de octubre, Bruno habló con Patricia Hohweiller; ella era huérfana y no salía del internado salvo en vacaciones, que pasaba con un tío en Alsacia. Era rubia y delgada, hablaba muy deprisa, a veces su rostro cambiante se inmovilizaba en una extraña sonrisa. A la semana siguiente sufrió una tremenda impresión al verla sentada a horcajadas en las rodillas de Brasseur; él la sujetaba por la cintura y la besaba en la boca. Sin embargo, Bruno no sacó ninguna conclusión general. Si los brutos que lo habían aterrorizado durante años tenían éxito con las chicas, la única razón es que eran los únicos que se atrevían a ligar. También se dio cuenta de que Pelé, Wilmart y hasta Brasseur dejaban de pegar y humillar a los pequeños en cuanto había una chica a la vista.
A partir de cuarto, los alumnos podían inscribirse en el cineclub. Las sesiones eran los jueves por la tarde, en la sala de fiestas del internado masculino; eran sesiones mixtas. Una tarde de diciembre, Bruno se sentó junto a Caroline Yessayan para ver Nosferatu el vampiro. Cerca del final, después de pensárselo más de una hora, puso suavemente la mano izquierda en el muslo de su vecina. Durante unos segundos maravillosos (¿cinco?, ¿siete?, seguro que no más de diez) no ocurrió nada. Ella no se movía. Bruno sintió un calor inmenso, estaba al borde del desmayo. Luego, sin decir una palabra, sin violencia, ella le apartó la mano. Mucho más tarde, casi siempre que alguna putita se la chupaba, Bruno recordaba aquellos segundos de aterradora felicidad; también recordaba el momento en que Caroline Yessayan le había apartado suavemente la mano. Había en aquel chiquillo algo muy puro y muy dulce, anterior a cualquier sexualidad, a cualquier consumo erótico. El simple deseo de tocar un cuerpo amante, de que lo estrecharan unos brazos amantes. La ternura viene antes que la seducción, y por eso es tan difícil desesperar.
¿Por qué tocó Bruno aquella tarde el muslo de Caroline Yessayan, y no su brazo? Probablemente ella lo habría aceptado y tal vez hubiera sido el principio de una hermosa historia; justo antes, en la cola, ella le había dirigido la palabra para que a él le diese tiempo a sentarse a su lado, y había puesto la mano sobre el brazo de butaca que los separaba; y de hecho hacía tiempo que se había fijado en Bruno, que le gustaba mucho, y deseaba vivamente que aquella tarde él le cogiera la mano. Quizás porque el muslo de Caroline Yessayan estaba desnudo y él no pensó, en su ingenuidad, que pudiera estarlo en vano. A medida que Bruno se hacía mayor y recordaba con disgusto los sentimientos de su infancia, se depuraba el núcleo de su destino; todo se veía a la luz de una irremediable y fría evidencia. No hay duda de que aquella tarde de 1970, Caroline Yessayan habría sido capaz de borrar las humillaciones y la tristeza de su primera infancia; tras este primer fracaso (porque desde el momento en que ella le apartó la mano él no se atrevió a volver a dirigirle la palabra) todo fue mucho más difícil. Sin embargo, no había sido cosa de Caroline Yessayan como persona. Al contrario, Caroline Yessayan, la pequeña armenia de dulce mirada de cordera y de largos cabellos rizados y negros, a la que inextricables complicaciones familiares habían empujado al siniestro edificio del internado femenino del liceo de Meaux, era en sí misma una razón para tener esperanza en la humanidad. Si todo había caído en un vacío desolador, era por culpa de un detalle mínimo y grotesco. Treinta años más tarde, Bruno estaba convencido; dando a los elementos anecdóticos de la situación la importancia que habían tenido en realidad, la situación podía resumirse así: la culpa de todo la había tenido la minifalda de Caroline Yessayan.
Al poner la mano en el muslo de Caroline Yessayan, Bruno casi la estaba pidiendo en matrimonio. Estaba viviendo el principio de su adolescencia en un período de transición. Dejando aparte algunos precursores —de quienes sus padres eran un penoso ejemplo—, la generación anterior había establecido un vínculo excepcionalmente fuerte entre matrimonio, sexualidad y amor. El progresivo aumento de los salarios, el rápido desarrollo económico de los años cincuenta habían llevado —salvo en las clases cada vez más restringidas, para las que la noción de patrimonio tenía una importancia real— al declive del matrimonio de conveniencia. La Iglesia católica, que siempre había mirado con reticencias la sexualidad fuera del matrimonio, acogió con entusiasmo esa evolución hacia el matrimonio por amor, más conforme con sus teorías («Y los creó Hombre y Mujer»), más adecuada para ser el primer paso hacia esa civilización de paz, fidelidad y amor que constituía su objetivo natural. El Partido Comunista, única fuerza espiritual capaz de enfrentarse a la Iglesia católica durante esos años, luchaba por objetivos casi idénticos. Así que los jóvenes de los años cincuenta esperaban enamorarse con una impaciencia unánime, sobre todo teniendo en cuenta que la desertización rural y la subsiguiente desaparición de las comunidades pueblerinas permitían que la elección del futuro cónyuge se llevase a cabo entre posibilidades casi ilimitadas, a la vez que le otorgaban una extrema importancia (en septiembre de 1955 se puso en marcha en Sarcelles la política de los «conjuntos urbanísticos», evidente traducción visual de una socialidad reducida al marco del núcleo familiar). Así que no es arbitrario calificar los años cincuenta y principios de los sesenta como verdadera edad de oro del sentimiento amoroso, que hoy todavía podemos reconstruir gracias a las canciones de Jean Ferrat o de Françoise Hardy.
Sin embargo, al mismo tiempo, el consumo libidinal de masas de origen norteamericano (las canciones de Elvis Presley, las películas de Marilyn Monroe) se extendía en Europa occidental. Con los frigoríficos y las lavadoras, acompañamiento material de la felicidad de la pareja, llegaban la radio y el tocadiscos, que iban a introducir el modelo de conducta propio del flirt adolescente. El conflicto ideológico, latente a todo lo largo de los años sesenta, estalló a comienzos de los setenta con Mademoiselle Age tendre[2] y en 20 Ans, cristalizándose en torno a una pregunta fundamental en aquella época: «¿Hasta dónde se puede llegar antes del matrimonio?». Durante estos mismos años, la opción hedonista-libidinal de origen norteamericano recibió un poderoso apoyo de los órganos de prensa de inspiración libertaria (el primer número de Actuel apareció en octubre de 1970, y el de Charlie Hebdo en noviembre). Si bien estas revistas se situaban, en principio, en una perspectiva política de contestación al capitalismo, estaban esencialmente de acuerdo con la industria del entretenimiento: destrucción de los valores morales judeocristianos, apología de la juventud y de la libertad individual. Atrapados entre presiones contradictorias, las revistas para chicas elaboraron un compromiso de urgencia, que se puede resumir en las siguientes líneas. Durante una primera fase (digamos entre los doce y los quince años), la chica sale con muchos chicos (la ambigüedad semántica del verbo salir reflejaba, por otra parte, una verdadera ambigüedad de comportamiento: ¿qué querría decir, exactamente, salir con un chico? ¿Se trataba de besarlo en la boca, de los placeres más profundos del toqueteo y el manoseo, de relaciones sexuales propiamente dichas? ¿Había que dejar que el chico te tocara los pechos? ¿Había que quitarse las bragas? ¿Y qué pasaba con las partes del chico?). Para Patricia Hohweiller o Caroline Yessayan no era fácil; sus revistas favoritas daban respuestas vagas y contradictorias. Durante la segunda fase (poco después del bachillerato), la misma chica sentía la necesidad de una historia seria (más tarde llamada big love en las revistas alemanas), y la pregunta de entonces era: «¿Debo irme a vivir con Jérémie?»; era una segunda fase, pero en principio definitiva. La extrema fragilidad de este arreglo que las revistas proponían a las chicas —de hecho se trataba de superponer, pegándolos arbitrariamente sobre dos momentos consecutivos de la vida, modelos opuestos de comportamiento— no fue evidente hasta unos años después, cuando la gente se dio cuenta de que el divorcio se había generalizado. Aun así, este esquema irreal constituyó durante algunos años, para unas chicas que de todas formas eran bastante ingenuas y estaban bastante aturdidas por la rapidez de las transformaciones que ocurrían a su alrededor, un modelo de vida creíble al que trataron de amoldarse juiciosamente.
Para Annabelle, las cosas eran muy diferentes. Por las noches, antes de dormirse, pensaba en Michel; se alegraba de volver a pensar en él cuando se despertaba. Cuando en clase le pasaba algo divertido o interesante, enseguida pensaba en contárselo a él. Los días en que, por la razón que fuese, no se habían visto, se sentía inquieta y triste. Durante las vacaciones de verano (sus padres tenían una casa en Gironde) le escribía todos los días. Incluso si no se lo confesaba con franqueza, incluso si sus cartas no eran nada apasionadas y más bien se parecían a las que le habría escrito a un hermano de su edad, incluso si el sentimiento que impregnaba su vida recordaba a un halo de dulzura más que a una pasión devoradora, la realidad que cada día estaba más clara para ella era ésta: de buenas a primeras, sin haberlo buscado, sin ni siquiera haberlo deseado, había encontrado a su gran amor. El primero era el bueno, no habría otro, y no tendría ni que hacerse la pregunta. Según Mademoiselle Age Tendre, el caso era posible; no había que hacerse ilusiones, casi nunca ocurría; pero en algunas ocasiones extremadamente raras, casi milagrosas —aunque más que probadas—, podía ocurrir. Y era lo más maravilloso que te podía suceder en la vida.