La tormenta estalló a eso de las nueve de la noche. Djerzinski escuchó la lluvia bebiendo a pequeños tragos un armagnac no muy caro.
Acababa de cumplir cuarenta años: ¿estaba siendo víctima de la crisis de los cuarenta? Teniendo en cuenta la mejora de las condiciones de vida, hoy en día la gente de cuarenta años está en plena forma, su condición física es excelente; los primeros signos que indican —tanto por el aspecto físico como por la reacción de los órganos al esfuerzo— que uno acaba de llegar a cierto nivel, que se inicia el largo descenso hacia la muerte, no suelen producirse hasta los cuarenta y cinco o incluso los cincuenta años. Además, la famosa «crisis de los cuarenta» se asocia a menudo a fenómenos sexuales, a la búsqueda súbita y frenética del cuerpo de chicas muy jóvenes. En el caso de Djerzinski, estas consideraciones estaban fuera de lugar: la polla le servía para mear, y eso era todo.
Al día siguiente se levantó a eso de las siete, sacó de su librería La parte y el todo, la autobiografía científica de Werner Heisenberg, y se dirigió a pie hacia el Champ de Mars. La aurora era límpida y fresca.
Tenía ese libro desde los diecisiete años. Sentado bajo un plátano en la avenida Victor-Cousin, releyó el pasaje del primer capítulo donde Heisenberg, recordando el contexto de sus años de formación, relata las circunstancias de su primer encuentro con la teoría atómica:
«Creo que debió de ocurrir en la primavera de 1920. El final de la Primera Guerra Mundial había sembrado el malestar y la confusión entre los jóvenes de nuestro país. La vieja generación, profundamente decepcionada por la derrota, había perdido el control; los jóvenes se reunían en grupos, en pequeñas o grandes comunidades, para buscar una nueva vía, o al menos para buscar una nueva brújula que les permitiera orientarse, ya que la antigua se había roto. Una hermosa mañana de primavera emprendí una caminata con un grupo de entre diez y veinte compañeros. Si mal no recuerdo, el paseo nos llevaba a través de las colinas que bordean la orilla oeste del lago Starnberg; cada vez que había un claro entre las filas de hayas de un verde luminoso, el lago aparecía a la izquierda, debajo de nosotros, y parecía extenderse casi hasta las montañas que componían el fondo del paisaje. Curiosamente, durante este paseo tuvo lugar mi primera discusión sobre el mundo de la física atómica, una discusión que iba a ser muy significativa para mí en el curso posterior de mi carrera».
Cerca de las once volvió a aumentar el calor. De regreso en casa, Michel se desnudó del todo antes de tumbarse. Durante las siguientes tres semanas, sus movimientos fueron muy restringidos. Podríamos imaginar que el pez, sacando de vez en cuando la cabeza del agua para boquear al aire, percibiera durante unos segundos un mundo aéreo, completamente distinto…, paradisíaco. Por supuesto, tendría que regresar enseguida a su universo de algas, donde los peces se devoran. Pero durante unos segundos habría intuido un mundo diferente, un mundo perfecto: el nuestro.
La noche del 15 de julio llamó a Bruno por teléfono. Sobre un fondo de jazz cool, la voz de su hermanastro emitía un mensaje que sonaba sutilmente a segundas intenciones. Desde luego, Bruno sí que era víctima de la crisis de los cuarenta. Llevaba impermeables de cuero, se dejaba crecer la barba. Para demostrar que conocía la vida, se expresaba como un personaje de serie policíaca de segunda fila; fumaba cigarrillos, desarrollaba los pectorales. Pero por lo que a él le concernía, Michel no creía en absoluto en esa explicación de la «crisis de los cuarenta». Un hombre víctima de la crisis de los cuarenta sólo quiere vivir, vivir un poco más; pide solamente una pequeña ampliación del plazo. La verdad, en su caso, es que estaba completamente harto; sencillamente, no veía el menor motivo para continuar.
Esa misma noche encontró una foto tomada en su escuela primaria de Charny; y se echó a llorar. El niño, sentado ante el pupitre, tenía un libro de clase abierto en las manos. Miraba al espectador sonriendo, lleno de alegría y valor; y este niño, por incomprensible que pareciese, era él. El niño hacía los deberes, se aprendía las lecciones con una confiada seriedad. Entraba en el mundo, descubría el mundo, y el mundo no le daba miedo, estaba dispuesto a ocupar su lugar en la sociedad de los hombres. Todo esto se podía leer en la mirada del niño. Llevaba una bata con un cuellecito.
Michel tuvo la foto durante varios días al alcance de la mano, apoyada en su lamparilla de noche. El tiempo es un misterio banal y todo estaba en orden, intentaba decirse; la mirada se apaga, la alegría y la confianza desaparecen. Tumbado sobre el colchón Bultex, se entrenaba sin éxito en la no permanencia. Una pequeña depresión redonda marcaba la frente del niño, una cicatriz de varicela; esta cicatriz había sobrevivido a los años. ¿Dónde estaba la verdad? El calor de mediodía invadía la habitación.