El 14 de diciembre de 1900, en una lectura ante la Academia de Berlín titulada «Zur Theorie des Geseztes der Energieverteilung in Normalspektrum», Max Plank introdujo por primera vez la noción de quantum de energía, que iba a tener un papel decisivo en la evolución ulterior de la física. Entre 1900 y 1920, impulsados sobre todo por Einstein y Bohr, algunos modelos más o menos ingeniosos intentaron encajar el nuevo concepto en el marco de las teorías anteriores; sólo a partir de principios de los años veinte se vio que ese marco estaba irremediablemente condenado.
Si se considera a Niels Bohr el verdadero fundador de la mecánica cuántica, no sólo es por sus descubrimientos personales, sino sobre todo por el extraordinario ambiente de creatividad, de efervescencia intelectual, de libertad de espíritu y de amistad que supo crear a su alrededor. El Instituto de Física de Copenhague, fundado por Bohr en 1919, acogió a todos los jóvenes investigadores con los que contaba la física europea. Heisenberg, Pauli o Born aprendieron allí. Un poco mayor que ellos, Bohr era capaz de dedicar horas a discutir los detalles de sus hipótesis, con una mezcla única de perspicacia filosófica, benevolencia y rigor. Preciso, incluso maníaco, no toleraba ninguna aproximación en la interpretación de los experimentos; pero tampoco ninguna idea nueva le parecía, a priori, una locura, ni consideraba intangible ningún concepto clásico. Le gustaba invitar a los estudiantes a reunirse con él en su casa de campo de Tisvilde; allí recibía a científicos de otras disciplinas, políticos, artistas; las conversaciones pasaban libremente de la física a la filosofía, de la historia al arte, de la religión a la vida cotidiana. No había ocurrido nada comparable desde los primeros tiempos del pensamiento griego. En este contexto excepcional se elaboraron, entre 1925 y 1927, los términos esenciales de la interpretación de Copenhague, que invalidaban en gran medida las categorías anteriores de espacio, causalidad y tiempo.
Djerzinski no había conseguido, ni mucho menos, recrear un fenómeno semejante a su alrededor. El ambiente en la unidad de investigaciones que dirigía era lisa y llanamente un ambiente de oficina. Lejos de ser los Rimbaud del microscopio que a un público sentimental le gusta imaginarse, los investigadores de biología molecular son, casi siempre, técnicos honrados, carentes de genio, que leen Le Nouvel Observateur y sueñan con ir de vacaciones a Groenlandia. La investigación en biología molecular no necesita ninguna creatividad, ninguna invención; en realidad es una actividad casi totalmente rutinaria, que sólo exige unas razonables aptitudes intelectuales de segunda fila. La gente hace su doctorado y lee la tesis, pero lo cierto es que la enseñanza secundaria sería más que suficiente para manejar los aparatos. «Para entender lo que es el código genético», solía decir Desplechin, el director del departamento de biología del Centro Nacional de Investigaciones Científicas, «para descubrir el principio de la síntesis de proteínas, sí que hace falta mojarse un poco. Ya se habrán dado cuenta de que fue Gamow, un físico, el primero en dar con la pista. Pero la descodificación del ADN, pfff… Uno descodifica y descodifica. Hace una molécula, hace otra. Introduce los datos en el ordenador, el ordenador calcula las subsecuencias. Se manda un fax a Colorado: allí hacen el gen B27 o el C33. Es como cocinar. De vez en cuando hay un insignificante progreso en el emparejamiento; en general, con eso basta para que a uno le den el Nobel. Bricolaje; una broma».
La tarde del 1 de julio hacía un calor aplastante; era una de esas tardes que acaban mal, en las que termina estallando la tormenta y se dispersan los cuerpos desnudos. El despacho de Desplechin daba al puente de Anatole France. Al otro lado del Sena, en el puente de las Tullerías, los homosexuales paseaban al sol, discutían de dos en dos o en grupitos, compartían las toallas. Casi todos llevaban tanga. Los músculos impregnados de aceite brillaban bajo la luz; las nalgas relucían, muy bien torneadas. Algunos, sin dejar de charlar, se frotaban los órganos sexuales a través del nylon del tanga, o metían un dedo dentro revelando el vello púbico, el principio del falo. Desplechin había instalado un catalejo junto a los ventanales. Según el rumor, él también era homosexual; en realidad era sobre todo, desde hacía algunos años, un alcohólico mundano. Durante una tarde parecida, había intentado dos veces masturbarse con el ojo pegado al catalejo, enfocando pacientemente a un adolescente que se había quitado el tanga y cuya polla emprendía una emocionante ascensión en el aire. Su propio sexo se dejó caer, fláccido y arrugado, seco; Desplechin no insistió.
Djerzinski llegó a las cuatro en punto. Desplechin quería verle. Su caso le intrigaba. Desde luego, era corriente que un investigador se tomara un año sabático para trabajar con otro equipo en Noruega, en Japón, en fin, en uno de esos países siniestros donde los cuarentones se suicidan en masa. Había otros —un caso frecuente durante los «años Mitterrand», años en los que la voracidad financiera había alcanzado proporciones inauditas— que empezaban a buscar capital de riesgo y fundaban una sociedad para comercializar tal o cual molécula; de hecho, algunos habían amasado en poco tiempo una fortuna considerable, rentabilizando de la forma más mezquina los conocimientos adquiridos durante sus años de investigación desinteresada. Pero la disponibilidad de Djerzinski, sin proyecto, sin objetivo, sin el menor asomo de justificación, parecía incomprensible. A los cuarenta años era director de investigaciones, quince científicos trabajaban a sus órdenes; él sólo dependía —de un modo absolutamente teórico— de Desplechin. Su equipo obtenía excelentes resultados, estaba considerado uno de los mejores equipos europeos. En resumen, ¿qué era lo que no iba bien? Desplechin forzó el dinamismo de su voz: «¿Tiene algún proyecto?». Hubo un silencio de treinta segundos; después, Djerzinski contestó con sobriedad: «Reflexionar». La cosa empezaba mal. Obligándose a sonar jovial, insistió: «¿A nivel personal?». Al mirar la cara seria que tenía delante, de rasgos afilados y ojos tristes, se sintió de repente abrumado de vergüenza. A nivel personal, ¿qué? Él mismo había ido a buscar a Djerzinski quince años antes a la Universidad de Orsay.
La elección había sido excelente: era un investigador preciso, riguroso, inventivo; los resultados se habían acumulado. Si el Centro Nacional de Investigaciones Científicas había logrado conservar un buen puesto en la investigación europea en biología molecular, se lo debía en gran parte a él. Había cumplido con creces su contrato.
«Por supuesto», terminó Desplechin, «mantendremos sus accesos informáticos. Dejaremos activos sus códigos de acceso a los resultados almacenados en el servidor y a la pasarela Internet del Centro por un tiempo indeterminado. Si necesita cualquier otra cosa, estoy a su disposición».
Cuando el otro se fue, Desplechin volvió a acercarse a los ventanales. Sudaba un poco. En el muelle de enfrente, un joven moreno de tipo norteafricano se estaba quitando el pantalón corto. Aún había verdaderos problemas en biología fundamental. Los biólogos pensaban y actuaban como si las moléculas fuesen elementos materiales separados, vinculados sólo por las atracciones y repulsiones electromagnéticas; ninguno de ellos, estaba seguro, había oído hablar de la paradoja EPR, de los experimentos de Aspect; ninguno se había tomado siquiera la molestia de enterarse de los progresos realizados en física desde principios de siglo; su concepción del átomo seguía siendo, poco más o menos, la de Demócrito. Acumulaban datos pesados y repetitivos con el único objetivo de conseguir aplicaciones industriales inmediatas, sin tomar conciencia nunca de que la base conceptual de su gestión estaba minada. Djerzinski y él mismo, gracias a su formación inicial de físicos, eran probablemente los únicos en el Centro que se daban cuenta de ello: en el momento en que se abordaran realmente las bases atómicas de la vida, los fundamentos de la biología actual volarían en pedazos. Desplechin meditó sobre estos asuntos mientras la tarde caía sobre el Sena. Era incapaz de imaginar las vías que podía seguir la reflexión de Djerzinski; ni siquiera se sentía en condiciones de discutirlas con él. Se acercaba a los sesenta; a nivel intelectual, se sentía completamente quemado. Los homosexuales se habían ido, el muelle estaba vacío. No lograba acordarse de su última erección; esperaba la tormenta.