—Ahora viene Monsito Peña —se decía en El Pino con cierto tono de disgusto.
Va no había guerra; pero aquel cabecilla sanguinario la encendía donde estaba; las descargas de sus fusilamientos resonaban peladas, y se erizaba de cruces la tierra que él pisaba.
—Ahora dizque viene Monsito Peña —murmuraban.
Papá no respondía con el más incoloro comentario. Si se trataba de Fello Macario hablaba esperanzado, y decía que tenía que hacerle una visita tan pronto pasaran los primeros días de atareo. Sin duda papá se hubiera entusiasmado con el triunfo del amigo, pero la gravedad de la Mañosa le mantenía preocupado, si bien apenas hablaba de ello. Otra cosa había: el mundo estaba trastornado, se hallaba al revés, y mientras la gente se acostumbrara, no iba él a estar de brazos cruzados, agotando las reservas de que disponía para sacarnos adelante en la brega del vivir. Las mejores horas del día las gastaba en silencio, haciendo cálculos o dando paseos. A menudo llamaba a Mero y se dirigían al potrero. En uno de esos viajes me llevó. Anduvimos sorteando los malos pasos y tuvimos que meternos bien adentro para encontrar la mula. Estaba bajo un memizo y daba pena verla: en relieve el costillar, color de barro reseco el pelo, el pescuezo flaco como una tabla, abultada de huesos; nos sintió llegar y apenas movió trabajosamente la cabeza. Mecía un rabo lento para espantar las moscas y parecía clavada en la tierra.
Con dolida expresión nos miró Mero.
—Ya no dura una semana… —dijo.
La bestia, como si entendiera, volvió a él la pedregosa cabeza y le barrió la figura con unos ojos opacos y fatigados.
*
* *
La gente seguía con su noticia.
—El que viene es Monsito Peña.
Nosotros esperábamos, un poco asustados. Pasados dos días, empezaron a dudar de la veracidad del informe. Papá le fue dando sueltas a la lengua:
—Lo mejor que puede hacer el general Macario es dejar ese hombre en Cotuí…
Mi madre rezaba a escondidas, pidiendo a San Antonio que contuviera al feroz Monsito Peña, que lo dejara en aquellos lugares, acostumbrados a sus correrías, donde la huella de su montura cabía apenas entre los montones de tierra que cubrían a sus víctimas. De paso por su habitación la veíamos hincada, musitando oraciones, fervorosa, cándida.
Una que otra tarde, grupos de tres, de cuatro, de cinco hombres armados pasaban hacia el pueblo. Eran los rezagados, los que se habían quedado requisando en el camino o los que habían guardado puestos avanzados. Algunos iban en son de agregados, sin otro título que el de simpatizadores. Pretendían todos coger su tajada de la res que el general Fello Macario desollaba a su antojo en el pueblo.
Viendo esos grupos, cuando los contertulios de casa los columbraban en la frontera de la Encrucijada, se pensaba que eran los primeros de los que acompañarían a Monsito Peña. Un ligero revuelo de pies y manos llenaba el almacén, algunas cabezas se asomaban vueltas hacia el este…
Pero Monsito Peña no venía. Un día, entre la tarde y la media, Mero llamó con señales e indicó hacia el oriente. Nos apresuramos todos en tirarnos afuera, y vimos: un grupo de hombres que parecían enfilados venían seguidos por dos de a pie y uno de a caballo. Papá tenía las manos embolsilladas y apenas se movió para preguntar:
—¿Será Monsito?
—No, son presos —dijo Mero.
Nos quedamos allí para verlos pasar. Notamos que uno de los jinetes revoleaba un brazo, como enviándonos pruebas de amistad.
—Don Pepe, —habló Mero entre dientes— aquel diache que saluda, ¿no es el negro que estaba en Pedregal?
Padre dijo que no con la cabeza; pero mamá intervino:
—El mismo —afirmó tranquila.
Los que venían delanteros se acusaban ya. Notamos que los traían amarrados en cuerda y que los hacían caminar de prisa. El jinete que saludó espoleó la cabalgadura, echándose la carabina sobre las piernas. Al acercarse le veíamos la gran risa que le alboreaba bajo los ojos.
—¡Don Pepe! ¡Don Pepe! —empezó a gritar cuando estuvo a distancia de dejarse oír.
Papá también levantó una mano y correspondió:
—¿Cómo está? ¿En qué anda?
El negro clavó de nuevo, tiró de la rienda justamente sobre nosotros, se desmontó, siempre sujetando la carabina y sonriendo, echó un brazo sobre el hombro de mi padre y saludó a mamá con el mayor respeto. Entonces se volvió para señalar a la fila:
—Trayendo unos presitos —explicó.
Y a seguidas:
—Traigo mucha sed, doña; consígame un vaso de agua, que se lo voy a agradecer.
Con una mano agarraba el freno, con la otra el arma. No me explico cómo pudo acariciarme al pasar por mi lado.
Desde que entró al almacén empezó a removerse.
—¡Concho, don Pepe! ¡Ésa si ha sido una brega larga! ¡Se me está trozando la cintura!
El mismo tomó una silla, amparado por la cara cordial de papá, se destocó y se echó fresco con el sombrero.
—Bueno, don Pepe… Dimos un pleito por los lados de Barbero que eso dio pena. ¡Concho!
Se puso de pie y sacó la cabeza.
—Traigo cinco presos peligrosos —dijo poniendo ojos de misterio.
Mamá le traía el agua pedida. Corrió a recibirla, y bebiéndola nos miraba a todos. Tragó como una res, glugluteando de manera ruidosa.
—¡Ay doña! Esto se lo pagará Dios en el cielo.
Otra carrera hacia la puerta.
—Son peligrosos, don Pepe.
No daba tiempo a nadie para hacer preguntas ni para moverse; él solo llenaba el almacén de voces y de acciones.
—¿Y qué gente es ésa, amigo? —preguntó papá como sin querer.
—Jum… Unos diaches que andaban preparando un pronunciamiento.
Ya los presos estaban cerca, porque oíamos las recomendaciones de los guardianes.
—¡Párense, párense! —gritó el negro sacando una mano.
Papá se puso de pie y se asomó al camino.
Se volvió al negro y lo cortó con una mirada veloz.
—¡Ahí van dos amigos míos! —clamó señalando a los presos.
—¿Amigos?
El negro parecía muy extrañado. Los ojos de mamá saltaban del uno al otro. Mero abría la boca, pretendiendo hablar.
Papá se echó afuera, súbitamente, y corrió sobre la cuerda. El negro corrió tras él y le sujetó por un hombro. Nosotros nos acercábamos al grupo. Oímos algunas palabras que papá casi le secreteaba al negro.
—¡Cómo no, don Pepe; cómo no! —dijo él.
Inmediatamente se dirigió a los presos, ordenó no sé qué cosa a los guardianes, y él mismo encaminó la cuerda hacia la sombra del alero. Los prisioneros se inmovilizaban de asombro. Papá se tiró en los brazos de dos que iban al centro, medio ahogándose al decir:
—¡Cun! ¡Mente!
Imposibilitados de abrazarle, ellos se contentaron con recibirle en los pechos y gemir:
—¡Pepe! ¡Pepe!
*
* *
Sueltos, libres por un rato, los dos amigos se estrujaban los brazos y se acomodaban en sillas. Papá estaba sentado frente a los dos y en un rincón el negro, mirándoles con creciente interés. Uno de ellos contaba:
—Cuando nos dejaste ahí mismo, en el Jagüey, cogimos el monte y salimos en Almacén. Pasó la revolución, los compañeros hicieron unas compras de cacao y tabaco y volvieron por tren al pueblo.
—¿Por qué se quedaron ustedes?
—Teníamos que hacer negocio, Pepe, —contestó el otro—, algo que nos diera siquiera los gastos del viaje…
Siguieron contando. Pasada la revuelta, en derrota la gente de Fello Macario hacia el Bonao y las huestes de la revolución que asediaban por el lado del oeste, encontraron que podía darles buen resultado comprar armas y municiones de los revolucionarios que huían. Juntaron bastantes.
Papá no podía contener la amargura que le rebosaba la cara.
—¿Y por qué compraron cosas tan peligrosas?
—Para llevarles comida a los hijos —fue la tranquila respuesta de uno.
La conversación degeneró. Apenas ocultaba papá su disgusto. Eran amigos, sus amigos. Ya había tratado de salvarlos, al principio de la revuelta, cuando ellos lo asustaron en el paso del Jagüey. Les brindó entonces su casa y no la aceptaron; les dio un hombre para que los sacara hasta el otro lado de las lomas, y torcieron el rumbo. Ahora iban presos, ¡presos! , sabe Dios hacia qué destino ingrato.
El negro se puso de pie. El día corría más veloz de la cuenta.
—Trátelos con consideración, amigo —recomendó papá.
Ellos protestaron:
—Nos han tratado bien, Pepe, dentro de lo posible.
Inmediatamente empezó el negro a alborotar de nuevo. Corrió a buscar el caballo, que trataba de mordisquear en el camino alguna grama; dio voces, ordenó, gritó. Mente y Cun retornaron a la fila. Se despidieron de mamá con aparente tristeza. Ella ni siquiera pudo hablar.
Amarrados de nuevo, y listos para partir, se le ocurrió a papá llamar al jefe otra vez.
—¿Cree usté que les pasará algo malo? —preguntó.
—¡Jum! Yo no sé, don Pepe, pero…
—¿Qué?
—Son gente peligrosa. Se pueden salvar, si la Virgen hace un milagro.
—¿Cómo?
Papá trataba de esconder su interés.
—Como le digo, don Pepe.
Como si le hubiera desgajado un profundo dolor, padre se fue acercando a mamá lentamente, lentamente, mientras los presos gritaban adioses y el caballo del negro desmenuzaba el polvo del camino.
*
* *
Había la cuerda desaparecido, comida por el recodo glotón. Con la voz estrecha de sufrimientos, papá comentaba:
—Los van a fusilar, Ángela; me lo ha dicho él.
Repetía sin cesar esa frase, que de seguro le obsesionaba, y mi madre le contemplaba destemplada, llorosa.
—Tú eres amigo del general, Pepe; usa de tu amistad; habla con él.
Papá se detuvo en seco. Parecía que acababa de descubrir su razón de vivir.
—¡Eso es! —dijo entusiasmado de repente.
Comenzó a dar carreras.
—¡Mero! ¡Mero! ¡Tráeme cualquier mulo: el mejor, el que esté más cerca!
Mero cortó hacia los potreros, a toda pierna, y papá se metió en el cuarto, seguido por mamá, a vestirse, a alistarse. Hablaban y hablaban. Una esperanza súbita los embargaba a los dos.
Cuando estuvo vestido se encontró con el mulo ensillado. Era un animal de carga que le iba a dar mal viaje; pero él no lo sentiría. Al montar la bestia se encabritó y reculó.
—¡Ah condenado! —gritó— ¡Bien se ve que no eres la Mañosa!
Mero se apresuró para sujetarle el freno. Papá casi voló sobre la silla. Le vimos alzar una mano; vimos el anca redonda del animal, fueteada por el rabo veloz, vimos el camino torcer…
Pasó una hora y pasaron dos. Llegó a casa Carmita y dijo:
—Dizque diban con una cuerda de presos…
Llegó Dimas y dijo:
—Vi pasar una cuerda como de diez presos.
Llegó Simeón y dijo:
—Me cuentan que llevaban como veinte presos.
Se detuvo un rato un hombretón que vivía en Pino Arriba y dijo:
—Por ahí pasaron un montón de presos.
Mamá les fue contando a todos la historia de los prisioneros y explicó que se trataba de gente buena, unos amigos a quienes papá había encontrado a la vuelta del último viaje. Decía después que papá andaba por el pueblo, y que había ido a ver al general para pedirle la libertad de esos amigos.
Se corrió la voz por el campo y empezó a llegar gente que saludaba y hablaba de mil sucesos… Todos buscaban que mamá les confirmara el cuento de que papá iba a pedir que no fusilaran a cincuenta enemigos que se habían pronunciado la noche antes.
Esperando nos sorprendió el atardecer, creció la noche, se cerró, se hizo pesada sobre el mundo. En el comedor de casa, hablando siempre de lo mismo, estaban los visitantes de todos los días. Nos vieron cenar y no se fueron. Sazonaba la noche, asomándose a las ventanas. Si oíamos pasos de monturas, nos acercábamos a la puerta. Mamá lamentaba.
—Pepe ha tardado mucho.
Dimas y el alcalde le decían que esperara, que esperara. Y observando sus consejos nos alborozó la llegada de papá. Nos juntamos todos en la puerta, malgastando gritos. Él se tiró del mulo, lo abandonó, como si no le importara el animal, y sin decir palabra cogió las manos de mi madre, se las sujetó, se las acercó al pecho, las soltó de pronto y se metió en su cuarto, tirándonos encima el tremendo dolor que le había hinchado los ojos.