Capítulo VII

Al tiempo de la vuelta, desde el mismo bohío fuimos cayendo entre grupos alborotados. El día era ya cosa decidida. Cierto olor acre parecía flotar sobre la tierra. Los hombres de las cercanías caminaban de prisa y desde lejos voceaban palabras contentas y a veces bastante puercas. Íbamos recogiendo explicaciones a retazos:

—Na más fue que Fello Macario dentrara…

—Por entre esos pajonales andan como guineas…

Una brusca alegría estallaba en todos los rostros. Papá iba de unos a otros preguntando; volvía a nosotros, aclaraba algo…

—El primer pleito, el de la madrugada, no lo dio el general; él llegó después.

Mamá no acertaba a interesarse ni a comprender. Un tinte cenizo le sacaba la carne de la cara. Pepito se prendía de mí y repetía cuanto oía.

—¡Ey, amigo!

Papá voceaba a todos los que veía pasar. Muy callada, Carmita dejaba acercarse a la gente para preguntar:

—¿Y no sabe si diba alguno de mis muchachos…?

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* *

Retornamos atravesando el potrero, que la noche anterior cruzamos casi en vuelo. A lo lejos divisábamos el camino, y en él hombres que correteaban, gritaban y agitaban armas.

—Parece que se peleó allí —decía papá indicando las cercanías de nuestra casa.

Los dos pequeños pretendíamos alzarnos en unos pies inútiles. Mi madre se sujetaba la quijada, y bien veíamos que sus ojos no tenían acierto y que aquel ancho campo no le cabía en ellos.

—Vamos…

Papá guiaba. La casa dorada parecía caída y malherida. Habíamos pasado ya la alambrada que cerraba el primer vaso y estábamos acercándonos al patio. Seguían pasando hombres, aunque menos numerosos. Hacia allá veíamos todos, hacia el camino. De improviso padre se detuvo, abrió ambos brazos, moviendo las manos. De espaldas, como estaba, le notamos la intensa impresión. Mamá se asustó y corrió sobre él; acercó la cabeza por encima de su hombro, movió los brazos buscando algún amparo, se sujetó las sienes y volvió el rostro desencajado, murmurando algunas cosas.

—¡Pepe! ¡Pepe! —gritó angustiada.

Los niños corrimos a su lado. Padre dio media vuelta, la sujetó, la apretó: pero no apartaba la cara del patio ni variaba la dolorosa expresión que le desarmaba el rostro.

Lleno de un pavor horrible, empecé a temblar y a llorar. No sabía qué sucedía; no comprendía. Alzaba los ojos y veía a mamá sollozando. Traté de ver… Allí, en nuestro propio patio, igual que un muñeco destrozado por las manos torpes de un niño, había un hombre tendido boca arriba, con los labios blancos y entreabiertos, los dientes crecidos bajo ellos en siniestra sonrisa, la carne sin color, un boquetón en la frente y el boquetón cubierto de moscas ávidas.

Le habían roto los bolsillos, le habían arrancado la carabina y la cartuchera, y por los desgarrones de la ropa se le veía la piel mulata templada de hinchazón, fría, muerta.

Mamá se prendía a la camisa de mi padre. Un llanto amargo le aventaba el pecho. Papá le calentaba las sienes con las manos y la dejaba llorar, porque ella lo hacía por todas las madres que habían perdido sus hijos en la trágica fiesta de los tiros.

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Pese a que durante todo el día anduvieron en casa atareados, recomponiendo la casa, sacando todo lo que habían enseronado —desde almohadas y sábanas hasta cubiertos—, no pudimos arrancar de la mente la figura de aquel hombre derribado por una bala. Con mucho trabajo, según contaron después, pudieron sacarlo del patio entre Mero, Dimas y unos cuantos hombres que el alcalde recogió en los alrededores. Llevaron el cadáver, a través de los potreros, hasta el mismo Pedregal. A la vuelta contaron que la tierra había quedado sembrada de muertos en aquel sitio, y que entre ellos había pasado arrolladora la revolución, camino del pueblo.

¡Qué hormigueo el que padeció el camino aquel día! ¡Qué de gente estrafalaria, mal vestida y peor armada la que pasó a la zaga de los revolucionarios! Los veíamos cruzar en bandadas, apresurados, vociferantes. Al paso veloz sostenían conversaciones sembradas de risas, y al vernos gritaban, ebrios de un alcohol terrible:

—¡Viva el general Fello Macario! ¡Viva el general Fello Macario!

Todavía no era redondo el triunfo de la revolución y ya innumerables hombres empezaban a dar hurras al nuevo vencedor.

Por todos los rincones del campo cundió aquella borrachera funesta; en bohío alguno se atendió a otra cosa que a recoger noticias, a aumentarlas, a pasarlas adulteradas al vecino.

—¡Derrotó el general a otra fuerza en Pontón!

—¡La gente del gobierno está dejando el pueblo a la carrera!

Mi padre oía a todos, pero sólo atendía a su propio pensamiento, a la tortura que le había impuesto aquel infeliz tirado en el patio de la casa, pasto de moscas, víctima inútil.

De codos en la mesa, cerrado el rostro, calló y vio comer a los demás. Se incorporaba, paseaba, saludaba a éste o al otro vecino que lamentaba, hipócritamente:

—¡Vea qué matanza!

Abroquelado en un silencio hostil, veía pasar los últimos restos de la gentada que iba hacia el asalto del pueblo.

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Y triunfó la revolución. Había cobrado fuerzas increíbles, como si las piedras y las semillas hubieran parido hombres para sumarlos a sus filas. En casa lo dijeron, acaso una hora después de haber sucedido. Se peleó corto. El general Fello Macario metió su tropa en la fortaleza, copó las bocacalles, ocupó los pasos de los ríos y se nombró a sí mismo gobernador. Apenas sabía firmar; pero rubricaba como ninguno con su sable páginas horrendas escritas en las sabanas o en los callejones.

Papá estaba por el potrero con Mero, en busca de la Mañosa. Sólo movió la cabeza cuando supo la nueva.

—¿Y no se pone contento, don Pepe? ¡El general es gobernador!

Simeón, que le había hablado, le oyó el único comentario que hizo desde que topó el muerto.

—El general será gobernador; pero mi mula está casi agonizando.

E inmediatamente le dio la espalda, se pasó los dedos gruesos por entre el cabello y caminó hacia el patio, donde el sol derrengaba la cocina y los naranjos.