—Borracho, ha venido borracho…
Esto era a veces, cuando todos silenciaban; el viejo Dimas no era hombre de vivir lamentándose, pero se quejaba porque ya no resistía. Aguantó callado que le reclutaran los hijos; soportó impasible la noticia de que le habían herido uno; sólo él y Dios sabían cuántas lágrimas tuvo que tragarse cuando se encerraba a solas en el bohío, ignorando la suerte de los muchachos. Todo lo había sufrido con paciencia; pero hubiera preferido ver al hijo muerto y no borracho.
—Eso se le irá quitando, Dimas —decían en casa para consolarle.
—No lo deja; y ahorita le pierde el gusto al trabajo, y el hombre que no trabaja roba, porque si no, ¿cómo vive?
Sus razones tenía. El hijo andaba rondando por las pulperías lejanas, de mañana en Pedregal, de noche en Jumunucú. No le dirigía la palabra al padre y se llevaba bien con ciertos amigazos de fama, cuya vida consistía en esperar, sentados frente al mostrador de una pulpería, el paso de viandantes que entraran a comprar algo y les brindaran un trago.
Al muchacho era milagro verle; pero no conservaba la apariencia limpia y cuidada de antes; ni tenía el aire ingenuo y simpático. Estuvo en casa una o dos veces, contando episodios de su corta vida militar, y el viejo Dimas no escondía el disgusto que le proporcionaba tenerle al lado.
—Ahora veremos cómo sale el otro —decía consolándose.
«El otro», según supimos, se había encariñado con la carabina y con las costumbres del pueblo.
—Le va a ser difícil conseguirlo —comentaba Mero.
—Asigún…
—Ojalá le saliera general, Dimas —chanceaba papá—, a ver si lo saca a usté de apuros.
—¿General? No, don Pepe; yo lo que quiero es que se dé hombre serio, como su taita. En esos trances de tiros lo que puede sacar es lo que el pobre Momón.
Poniendo la cara triste, mamá rogaba:
—Dios lo tenga en la gloria.
En la gloria… Yo pensaba: «En la gloria». Sí, allí debía estar Momón, en aquel paraje alto y lleno de luz que me describía madre, en aquel jardín lejano, donde las plantas florecían en ángeles y donde músicas que yo era incapaz de materializarse resonaban día y noche. Allí debía estar, sólo que se me hacía trabajoso figurarme a Momón entre santos vistosos, él, Momón, con sus pantalones remendados y desteñidos, con su barba crecida, con sus pies descalzos.
*
* *
¡Qué pesadas se hicieron las primas noches que siguieron a la muerte de Momón y a la vuelta del hijo de Dimas! Las conversaciones se estancaban, degeneraban en palabras lastimosas; todo se volvía suspirar y mugir como los becerros abandonados. A mí se me cargaba el corazón con un peso insoportable, me abrumaba el desgaire con que se movían y hablaban los otros.
Las fiebres parecían haberme olvidado, pero todavía me sentía inseguro y propenso al lloro, débil, incapaz hasta para jugar con Pepito. Durante todas las horas del día me mantenía consumiéndome a mí mismo, escogiendo con un placer torturante los pensamientos que más me dolieran. Me esforzaba en buscarle un fin trágico a José Veras, y no apartaba de la mente el último momento en que lo vi, cruzando el pobre caudal del Yaquecillo, anhelante y apurado en poner tierra entre las patas de su caballo y las de los que le perseguían; me detenía horas enteras en el recuerdo de Momón, y de noche despertaba mirando sus pies muertos, sus pies amarillos e inmóviles; o contemplaba la escena aquella en que él iba en hombros de cuatro o cinco campesinos toscos, camino de la fosa, solo, tan solo. La figura del general Fello Macario entraba a veces en aquellos siniestros pensamientos míos, gallarda, marcial y atrayente. Ya le veía cargando con su caballo rosillo sobre la gente del gobierno, ya le veía cayendo lentamente de la montura, roto el pecho de un balazo, laso el brazo, torcida la cabeza; o se me figuraba estar a su vera oyéndole mandar en la fiebre del pleito, remolineando su sable bruñido en la diestra, con la mirada fogosa, con las palabras veloces e hirientes. Inesperadamente me asaltaba la imagen del cuatrero, triste, zonzo y comilón. Le veía perdiéndose en un camino largo y oscuro, montando un asno descarnado.
Mi padre no dejaba de echarme el ojo de tarde en tarde y viéndome con cara tan poco infantil, tan preocupada, se alarmaba y me decía que estaba enfermo; me tomaba el pulso, me hacía sacar la lengua. Después llamaba a mamá:
—Angela, este niño tiene algo; este niño está muy triste.
Mamá me alzaba, me sentaba en sus piernas y me alisaba los cabellos con sus manos afanosas. No hablaba, no comentaba; acaso decía con entonación sufrida:
—Cuándo podremos dejar este lugar, para que mi hijo se sane…
Y se quedaba contemplando el patio, los potreros, que verdeaban allá, en el confín del cielo, parejos y satisfechos.
Escasos días habían transcurrido cuando empezaron los contertulios a mostrarse inquietos y a decir que Fello Macario había levantado cabeza. Se acechaban las recuas para pedir informes.
—La revolución se está armando —decían.
Pasaba algún desconocido que iba en viaje de diligencias al pueblo.
—La revolución se acerca —decía.
Dimas y Simeón, Mero y la vieja Carmita, el hijo de Dimas y el viejo Morillo, que alguna vez se arrimaba por casa, todos traían noticias recogidas al azar, en bocas pasajeras.
Un día, por finja voz del campo, salida de todas partes a un mismo tiempo, rompió en clamores:
—¡La revolución! ¡La revolución!
De los montes cerrados y lejanos acudía gente que repetía la voz:
—¡La revolución! ¡La revolución!
En todos los bohíos las manos callosas recogían ropas y hacían bultos; en las pulperías se agotaban las reservas de sal. El que iba a beber ron y a comprar gas, el que iba a buscar creolina y a vender frijoles, la mujer que pedía jabón, la que llevaba maíz, todos repetían el clamor:
—¡La revolución! ¡La revolución!
Una tarde, ahogándose de miedo, el viejo Morillo llegó a casa, metió los dedos en las orejas de papá, le tentó el pecho, nervioso.
—A Pedregal acaba de llegar una fuerza del pueblo.
—¿Fuerzas? —inquirió padre.
El viejo Morillo no acabó de asegurar sus palabras: veloz como un ventarrón, el alcalde se metió en la casa y dijo:
—Una tropa en Pedregal.
Y después, Dimas; y Mero, que traía la cara azul; y más tarde otro; y otro. Innumerable gente corrió a casa, masticando lamentaciones y lloros. Padre les atendía, les calmaba. Pero después, a la anochecida, empezaron a llegar peores noticias: la revolución venía ya, a toda prisa; iban a chocar en Pedregal, iban a tropezar con aquella tropa ignorada, iban…
Papá escuchó, impávido, y pensó. Después, impaciente e inseguro como la brizna que el viento agita, empezó a recoger opiniones nuevas con todos los que llegaban. Al fin, medio oscuro ya, se fue a un rincón con Mero.
—Hay que ver al general —dijo.
Mero huyó la cara.
—Hay que ver al general —repitió papa.
—¿Y cómo? —preguntó el otro.
—¿Cómo? Yendo adonde él esté.
—Anjá.
Mero se cogió ambas manos tras la espalda. Padre se rascó la cabeza.
—…Si la Mañosa estuviera sana… —lamentó.
Encendió un cigarro y se acercó a otra gente que llegaba, otra gente igual a la anterior, a toda la que había estado entrando en casa aquella tarde, con idéntico miedo, con el mismo ánimo abatido.
Habla y habla, papá se fue comiendo una hora, dos horas. Cerrada la noche, al amparo de la luz que nuestra lámpara regaba en el camino, vimos pasar un hombre que tambaleaba.
—Véalo —despreció Dimas—. Borracho…
Papá tuvo una idea súbita.
—Llame al muchacho, Dimas, llámelo.
El borracho accedió a acercarse. Se le movía la cabeza como un péndulo, babeaba y tenía sucios los ojos. Padre le preguntó de dónde venía. Con una risita imbécil él indicó que de arriba, de Jumunucú.
—Ahora —explicó— voy a juntarme con mi gente.
Era un borracho manso, hasta cortés, si se quiere. Reía y reía; eso era todo. Dimas quería fulminarlo con su rencor.
—¿Con la que está en Pedregal? —preguntó padre.
El beodo afirmó con la cabeza. Casi se caía y persistía en sonreír.
Papá dio unos pasos por el almacén.
—Hay que avisarle; hay que avisarle —decía.
De pronto alzó la cabeza y clavó los ojos en Simeón.
—¿Usté se atreve, compadre?
—Ello… —el alcalde rehuía.
Padre le cogió por los hombros.
—Oiga, Simeón, si se prenden aquí, vamos todos a correr peligro. Yo no quiero aguantar un tiroteo con mi mujer y mis muchachos en este caserón de madera.
Con las inquietas manos indicaba la inseguridad del sitio, señalaba las paredes, el zinc. El alcalde se puso en pie de un salto.
—No hay que decir más, compadre.
Iba a tirarse al camino ya. Papá le llamó y estuvo recomendándole algo en el comedor. Mamá, mientras tanto, trataba de levantar el espíritu de unas mujeres asustadas, a las que Pepito y yo, ignorantes, veíamos con pena y con cierto desdén.
*
* *
A los pequeños nos hicieron dormir, mientras los mayores velaban la vuelta del alcalde. Pepito y yo comenzamos alguna conversación que se fue apagando con el sueño. Oíamos el ruido de pasos en el almacén; oíamos la voz de Dimas. Todo aquello se fue hundiendo, hundiendo…
Nos despertaron el trajín, los golpes de las puertas, las órdenes de papá. Mamá vino a decirnos, quedamente, que nos vistiéramos porque teníamos que irnos. Pepito se tiró del catre, muy asombrado, y vino a decir que estaban empaquetando muchas cosas, y que al parecer íbamos al pueblo. Yo me lancé al suelo; papá me besó. Eran impresionantes su premura, el tono de su voz, lo anudado que parecía por los nervios. Me asusté. Inconscientemente me encontré en el patio, agarrado a una mano de mamá. Lo atravesamos a toda carrera. La noche negra se iba abriendo pesadamente frente a nosotros. Recuerdo a trechos nuestra huida por el potrero, cortándonos con las piedras que se escondían entre la húmeda yerba. Hubimos de pasar por una alambrada, bajo una mata copiosa de caimitos. Ante nuestros ojos apareció la mancha vaga de un camino. Mamá llamó. Un perro empezó a morder la oscuridad. Mamá llamó otra vez. Cerca estaba un bohío. La cabeza de la vieja Carmita se suspendió en el hueco negro de una ventana. La salita del bohío bailaba a la luz espesa de una pobre jumiadora. Palabras pálidas se arrastraban por el camino.
¡La revolución! ¡La revolución! En el vientre inmenso de la noche todo se arrinconaba, todo se guarecía, todo huía del sangriento fantasma que venía tronando desde el remoto Bonao.
*
* *
En la madrugada desperté y todavía creía dormir. ¿Por qué estaba sobre mí aquel techo bajito de yaguas? ¿Y por qué mi madre lloraba sentada en mi catre? ¿Por qué había tantas bocas siseando secretos en la otra habitación? Me sentía afiebrado y de seguro estaba sufriendo otra pesadilla, otro delirio. En las rendijas abundantes azuleaba el amanecer. Mamá levantó la cabeza, pareció escuchar y se acercó a la puerta. Poco a poco la fue abriendo.
—Pepe, Pepe… —llamó en soplos—, Pepe, Pepe… Óyelos.
¿Que oyera qué? Me incorporé. Pepito se estrujaba los ojos y bostezaba. Un rumor crecía Por los lados de la Encrucijada. De pronto Pepito se sentó.
—¡La corneta, la corneta! —gritó.
Me miraba y me clavaba las uñas. Sí, una corneta vibraba lejos; y se oía el lejano trepidar de cascos de caballos. Papá se asomó a la puerta y nos indicó que calláramos; después entró y nos acarició maquinalmente. Mamá guareció su cabeza en el hombro de padre y rompió a sollozar.
—No te pongas nerviosa —dijo él con entonación muy dulce.
Crecía el rumor. Simeón llamó a papá.
—Ya están prendiéndose, don Pepe —dejó oír.
Una descarga nos desplomó el cielo encima. Sonó de manera limpia, llenándonos de pavor. La corneta cantaba. A poco, otra descarga. Debían estar tirando por los lados de casa. Otra, y otra, y otra. Tiros graneados y seguidos comenzaron a estallar. Pepito seguía apretándome el brazo. Yo creía escuchar voces altas. Simeón y Mero comentaban de sorda manera. Mamá, como la gallina sacada, pretendía cubrirnos con sus brazos. Padre salió.
—No tengan miedo, no tengan miedo —rastrillaba madre.
Otra descarga. Sentimos que el rumor engrosaba, que los tiros se iban multiplicando. A la vez parecían correrse hacia el poniente, hacia las lomas, hacia Pedregal. Simeón sacó la cabeza y sonrió a mi madre.
—Se están dando cogío, doña; se están dando…
Tornó a comentar con Mero. A poco volvió padre.
—Están ganando, Angela.
—¿Quiénes? —inquirió mamá, alargando el pescuezo.
—La revolución. Los tiros suenan más lejos.
—Ah…
Pepito se acurrucaba entre las piernas de mi madre y mi espalda. Silencio. O mejor dicho, un ruido vago, distante, cada vez más. Otra descarga, apenas resuelta. Otra, más lejana. Tiros y tiros, que se oían de momento en momento más diminutos, menos completos. Los nervios iban dejando a mamá.
—Parece que van arrasando, Angela —dijo papá.
Inmediatamente salió. Oíamos sus pasos rondando la puerta del camino. Algunos animales cruzaban el camino asustados. El perro empezó a gemir, a gemir.
—Doña, la cosa pasa.
La vieja Carmita nos miraba desde su habitación.
Allá, en el límite de lo posible, resonaban otras y otras descargas. A veces oíamos un cachito de la corneta, cuando el viento se revolvía sobre nosotros. Sentimos que alguien abría la puerta. La aldaba cayó. Madre se levantó y abrió del todo; yo me pegué a su falda. En la puerta del camino estaban Simeón y papá tratando de hurgar con la vista entre los pajonales de la loma. El viento trajo otro tronar. De pronto, otro, otro. Nos pareció distinguir mejor los últimos. Más disparos. Más disparos. Simeón se viró y miró fijamente a papá; papá se viró y miró fijamente a mamá. ¿Sería…? Por los lados de la Encrucijada se acercaba alguna tropa. Alguna, alguna… Pero los tiros parecían retornar, y un ronco estampido retumbó, rompiéndonos de miedo. ¿Sería…? ¡En los potreros de casa se estaba peleando! ¡Sí, se estaba peleando en los potreros! La poca luz nos impedía ver, pero oíamos claramente el tamborilear de la fusilería resonando allí. ¡Y los disparos venían paso a paso, paso a paso!
Simeón cerró la puerta de golpe y nos miró desolado.
—¡Por ahí viene gente juyendo! —gritó.
Estaba acabando de decirlo. Unas manos alocadas empezaron a golpear contra las tablas de la casa.
—¡Abran! ¡Abran! —suplicaba alguien.
Papá se tiró contra la puerta.
—¡Escóndanse! —tronó.
Apenas le pude ver sacar el revólver de la funda. Parecía un relámpago su brazo. Nos atropellamos bajo el catre, Pepito y yo. Mi hermano no podía tenerse, tembloroso. Lloraba. No sé qué cosa dijo papá en la puerta. Después sí le oí:
—¡Entre! ¡Entre!
Era una mujeruca. Se sujetaba el pecho y venía despeinada.
—¡Por ahí viene acabando con todo el general Fello Macario! —sollozó.
Y no encontrando qué hacer, se tiró en los brazos de mamá, que hubo de sacar fuerzas para decirle alguna cosa que la tranquilizara.
Sobre nuestras cabezas, súbitamente, estalló un loco retumbar, una fiera música de tiros, una horrísona tempestad. Esta vez sí pudimos sorprender voces tremendas, elevándose sobre el rugir de las carabinas. Y encima de todas ellas, como flotando, como volando, el canto metálico de la corneta.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntaba Simeón a la mujer, rompiéndole el brazo con los dedos, comiéndosela con los ojos.
Ella se había idiotizado.
—¡La revolución! ¡La revolución! —repetía sin conciencia.
—¡Sí, la revolución! ¿Pero qué pasa?
Las descargas, y las descargas.
—¡Me voy a morir! ¡Me voy a morir, mamá! —gemía Pepito, incapaz ya de soportar más.
Padre corrió hacia él, lo alzó, se lo echó sobre un hombro.
—No, mi hijo, no.
Pero padre también estaba loco. Aunque era indudable que el estruendo tornaba a alejarse… Padre también estaba loco. Mamá corría de un rincón al otro. La vieja Carmita, tranquila, no se movía de una silla. Y el estruendo alejándose a todo correr, hacia Pedregal, hacia el oeste…
*
* *