Capítulo V

Era domingo. En aquel campo los domingos se denunciaban en el enorme silencio que parecía emerger de la propia tierra, en la ropa planchada de las mujeres y los hombres, en el paso de algún jinete que llevaba sus gallos a lugares cercanos, y más que nada, en el sol. El sol del domingo era allí despacioso, discreto y ardiente. Parecía estar clavado en un cielo chato, pintado expresamente para tal día; parecía estar enardecido… Las nubes se arrinconaban más allá de las lomas, mucho más allá, bien lejos.

Era domingo. Habíamos comido y yo jugaba a la sombra del almacén, en la orilla del camino. Buscaba piedrecillas blancas para lavarlas y entregarlas a mi hermano como monedas, a fin de quitarle alguna tontería, cuando alcé la cabeza y vi aparecer unas figuras entre el verdor de la Encrucijada. Balanceándose al paso de los animales, aparecían un hombre, una mujer con paraguas, dos niños. El hombre y la mujer tenían sendos bultos por delante. A poco vi que sobre las piernas de él se perfilaba una figura humana, bien pequeña, bien corta. Llamé a Pepito. Sujeto a la puerta, sin descender al camino, miró y miró.

—Son viajeros —me dijo.

¿Viajeros? No entendía. Para mí eran, sencillamente, unas personas que montaban caballos y si me atraían se debía, más que nada, al paraguas con que la mujer parecía defenderse del sol.

El grupo se acercaba y crecía. Distinguí la ropa del varón, negra y de paño, y distinguí la de los niños, mayores ambos que yo y que Pepito. Después noté en la cara del hombre una mancha oscura; a poco me di cuenta de que gastaba grueso bigote. Se tocaba con sombrero de fieltro y lo que traía delante era una niña. La nena usaba un sombrero que debía ser del padre, porque padre sin duda era él. Detrás caminaba la mujer, con falda azul y blusa blanca. El paraguas le tapaba el rostro; pero en los brazos sujetaba una cosa que yo no acertaba a definir.

Pepito, visiblemente alegre, dijo:

—Mira, Juan… Son dos muchachitos.

Yo no contesté. Miraba aquella niña que venía a la delantera del señor; me ensimismaba en los cabellos rubios, que refulgían a la luz del sol. Los tenía largos hasta el hombro y en ellos se enmarcaba una carita rosada, saludable, contenta.

El grupo estaba ya cerca, casi a nuestro alcance. El señor hizo adelantar un poco su caballo y lo acercó a la casa; tomó dirección como si caminara sobre mí, detuvo la montura y dijo, con voz bastante cansada y vuelto hacia la mujer:

—Vamos a desmontar un rato aquí.

Yo dejé de buscar piedrecillas. Mamá, que de seguro había visto a la gente por el patio, entraba al almacén, secándose las manos, cuando tropezó con Pepito, que corría hacia ella.

Se asomó a la puerta y recibió el saludo cortés del hombre.

—Quisiéramos descansar un rato aquí, doña —dijo él en tono de súplica.

Madre contestó afablemente:

—Cómo no, cómo no. Váyase apeando en lo que le aviso a mi marido.

Papá llegó todo atareado, a tiempo de recibir a la niña que el señor trataba de poner en tierra; se acercó a la mujer, mientras el desconocido desmontaba, y diciendo algunas palabras de cortesía, sujetó el bulto que ella tenía sobre el pecho. Era un mamoncillo, un pequeñín lindo, blanco y llorón, un niño diminuto, que apenas entreabría los ojos y plañía con apagado sonido.

—Tiene sólo dos meses —explicó ella, como si le hubieran preguntado la edad.

Mi padre se lo entregó a mamá, que lo acunó en los brazos, lo meció, le puso los dedos entre los cortos labios. Yo corrí sobre él, alborotado y sintiendo no sé qué loca alegría: nunca, nunca había visto cosa tan graciosa, personita tan pequeña, figura de gente tan borrosa y tan menuda; jamás había visto un niño de meses, y aquél me atrajo y me colmó de una ternura inexplicable. Me lo figuraba y lo quería igual que a un polluelo recién nacido, o a un gatito o a un potriquillo.

Mamá decía cosas gratas para el niño, y sonreía a la madre, y miraba a la niña, la hembrita que venía en las piernas del padre; y mientras acomodaba al mamoncillo sobre su hombro, se dirigía a la mujer, diciéndole esas cosas tiernas y agradables que las madres saben decirse entre sí.

El señor y papá estaban bregando con los animales, tratando de meterlos por el portón, cambiándose palabras. Pepito se dirigía a los niños mayores, preguntándoles mil cosas, poseído de un aire grave y simpático de afabilidad y cortesía.

Las mujeres entraron a las habitaciones con el pequeñín, los hombres buscaron asiento en unas sillas que padre sacó del comedor, y nosotros, los tres niños visitantes, Pepito y yo, escogimos un rincón para sentarnos en círculo y parlotear.

Explicaba uno de ellos su viaje, se mantenía seriecito el otro, y yo me entretenía oyendo hablar a la niña. Era una mujercita de mi edad, más o menos, trajeada con bata azul, zapatos rojos y medias rosadas que le cubrían las rodillas. Tenía una extraordinaria vivacidad en la carita; se le amontonaban los pómulos cuando reía y hablaba cortando las palabras, sazonándolas con expresiones aturdidas. Conversaba de su casa, y de sus muñecas, y de un libro lleno de figuras que le había regalado el padre. Era incansable. A su lado me mantenía yo mudo, bebiéndomela con la atención. Era un placer doloroso para mí verla tan expresiva, tan sana, tan rosada. Por lo visto la había enrojecido más de la cuenta el solazo del camino. A su lado debía parecer yo un semivivo, pálido, enclenque, silencioso y hasta consumido por la extraña tristeza que la fiebre me dejaba en las entrañas, como un sedimento inexpulsable.

La niña, que parecía estar en todas, se incorporó de súbito y atravesó el almacén, corriendo, llamando a su madre. La había visto cruzar el comedor y se tiró en su regazo, buscando no sé que alivio, como si se hubiera impresionado con mi expresión enfermiza o como si de pronto le hubiera entrado ese sueño profundo que parece atontar a los niños.

Estuve un momento perplejo, medio viendo el comedor, a las mujeres, a la niña, al pequeñuelo. Oía vagamente la voz de mi padre y las respuestas del visitante. El niño seriecito mantenía caída la cabeza y Pepito y el hermano discutían. Les puse atención:

—Papá tiene gallos —decía el uno.

—Y el mío una mula que se llama la Mañosa…

Me incorporé. Detestaba del tema que los dos muchachos habían escogido; hubiera querido conversar con el otro, oírle, saber algo de él; pero su seriedad precoz me distanciaba. Me fui al comedor. Las dos mujeres reían a cada palabra. La visitante mecía sobre el hombro al pequeñín, cuyos ojos aparecían hundidos entre gruesos párpados.

—Ahora —decía mamá— voy a prepararles una comida ligera.

—¡No, no! —protestaba la otra— ¡Si ahorita estamos en el pueblo!

—No me diga que no; es algo rápido.

Mamá tenía el tono y la expresión alegres. La mujer la atajó:

—Entonces, espérese, que me iré con usté a la cocina… No me gusta oír hablar a los hombres… Siempre…

—Sí —cortó mamá—. Sólo saben hablar de negocios.

Ambas salieron. El sol florecía junto a la puerta. Oí el fru-fru de la falda azul y ancha, miré de paso la minúscula cara del niño. Otra vez la tristeza me ahogaba, aquella tristeza demasiado grande para mis pocos años…

Las conversaciones de padre y el visitante rodaban cerca, en la otra habitación. Me acerqué con disimulo.

—No, nada —decía padre.

El otro, caído el bigote sobre una boca fina y dolida, afirmaba:

—Nada, amigo. Ahora se han puesto los tiempos muy duros para los hombres de trabajo.

Papá parecía meditar lo que oía. Puso una mano en la rodilla del visitante.

—Ésta sería una gran tierra si no fuera por esas condenadas revoluciones.

—Así es. Ya usté ve: yo estaba encaminado. Vivíamos con brega y con muchas privaciones; pero vivíamos. En eso, la maldita revolución revienta… No sabe uno dónde estar ni con quién. Cuando Fello Macario se alzó, corrieron a casa, me cogieron zapatos, comida, dinero, telas… Todo eso dizque lo pagaban a los pocos días. Coge el general Fello Macario el pueblo y me quita el resto, con promesas de cubrir el valor seguida. A mí, francamente, no me pesaba darle lo mío al general, porque me gusta y me siento su amigo; pero cuando creíamos que estaba mejor la cosa, lo derrotan y me embromo…

El señor parecía no reparar en mí: parecía no reparar en nada. Su mirada muerta se tendía hacia ninguna parte, y las manos le pendían juntas, como manojos de hojas mareadas.

—El gobierno no quiso pagarme porque yo había aprovisionado al general… Bueno, amigo, la de acabarse… Ya usté ve ahora. Esperando que reviente otra vez la revolución, con la esperanza de cobrar algo para enderezarme, se me muere el muchacho y tengo que dejar el sitio. Ni la mujer ni yo podíamos seguir viviendo ahí… Ella no estaba acostumbrada a tan mala vida y…

—Comprendo —dijo papá apretándose la frente—. Considero que debe ser cosa tremenda perder un hijo.

Miró en redondo, buscándome. Un temor hondo bullía en sus pupilas. Yo mismo sentí como si mi fin hubiera estado cerca y tuve la seguridad de que la muerte nos rondaba. Sentía una suprema lejanía en la carne. Padre seguía mirándome. Se volvió inesperadamente, quizá tratando de ahuyentar el fúnebre pensamiento que le asediaba.

—¿Y se dice algo? —preguntó.

El otro parecía lamentar a solas la pérdida del hijo y contemplaba a los dos muchachos, al seriecito, sobre todo.

—Sí —aseguró—. Es una cosa de momento, que yo no sé cómo ha tardado tanto. Va el general está juntando gente.

Empezaron a hablar de Fello Macario. El hombre dijo que le conocía desde hacía años; contó su historia a retazos, explicando que había sido persona mansa y de trabajo hasta un día en que una tropa le fusiló un hermano. El hermano aparecía como gente distinguida, seria y apreciable; teníanle en gran respeto por su lugar, y apuntaba hacerse de prestigio que a la postre podía resultar peligroso para un gobierno desordenado. Algún enemigo le preparó nasa y cayó en ella. Fello Macario le vio partir, amarrado sobre un caballo, precedido y seguido por soldados sanguinarios. Se abrazaron y el menor juró vengarle, si le sucedía algo. Y le sucedió. Suerte fue que pudiera encontrar su tumba, entre un monte cerrado, medio hoyada ya por los jíbaros y los cerdos cimarrones. Frente a la tierra blanda que cubría la huesa del hermano, Fello Macario lloró en silencio. Después… Después se hizo sentir el hombre. Acechó su oportunidad, y un día, cuando la gente del pueblo murmuraba no sé de qué injusticia, Fello Macario montó, se armó de revólver, visitó bohíos, comprometió gente y bajó de las lomas al frente de un centenar de hombres; sitió el pueblo, puso plazo a las fuerzas para que se rindieran, desafió al comandante de armas a matarse delante de sus tropas respectivas… Cuando pudieron darse cuenta, había florecido un nuevo general sobre el estercolero de una injusticia: el general Fello Macario. Como una llama voraz, su prestigio cundió en todo sitio, llenó el Cibao, colmó los confines del país. Se le reconocían valor, nobleza, entereza, dignidad. Se abrazaba a toda causa que contara con el favor de los humildes, y aunque no sabía realizarlas, las hacía triunfar en el campo de las armas.

Padre oía al hombre hablar y le apuntaba cierta insana satisfacción en los ojos. Él estimaba y admiraba al general Macario; en cambio…

—Lo que no se va en lágrimas se va en suspiros, amigo. Ahí tiene usté a Monsito Peña.

—Sí, Monsito Peña.

El otro movía de arriba abajo la cabeza. «Monsito Peña», habían dicho ambos. Era el reverso.

—La última que hizo, ahora, en estos días, fue cortarles las orejas a cinco soldados.

—¿Cortarles las orejas?

—Sí. Y lo peor fue que se 1as hizo comer cocinadas.

—¿Cómo?

Padre, involuntariamente, se puso de pie. Su ceño cortaba, y cortaban ciertas palabras que yo oía asombrado. Rápidamente paseó de un lado a otro. El hombre le veía sin comentar nada.

—¿Cómo?

Había tornado a su asiento y clavaba la mirada en el visitante.

—Como lo oye —confirmaba él.

—¡Oh! ¡Oh!

Claramente se le notaba el asco a papá. Arrugaba toda la cara y tragaba saliva.

—Pero tampoco es culpa de él, amigo —explicaba el señor—; tampoco es culpa de él, sino de la maldad que hay aquí.

—¿Maldad? ¡No! ¡Qué maldad ni maldad! ¡Eso es el colmo de la crueldad, señor mío!

Bajo el bigote caído le apuntaba una sonrisa amarga al hombre.

—Crueldad… ja, ja. Crueldad. Monsito Peña ha hecho cosas que no pueden decirse, cosas que nadie creería.

—¿Y no ha encontrado quien le cobre alguna?

—Es hombre muy esquivo, amigo; y tiene su gente también, no lo dude.

—Bandoleros, serán.

—Sí, eso, bandoleros. Hasta los criminales tienen sus simpatías.

Papá silenció un rato. De seguro pensaba en la tremenda verdad que acababa de soltar el otro.

—Hasta los criminales… —corroboró al rato.

Ambos callaron, y así estaban, meditando, cuando llegaron las mujeres a llamarles.

Estaban las visitas terminando su refrigerio y yo absorto en la conversación graciosa de la pequeña, cuando llegó a la puerta un muchachón.

—Dice Carmita que si usté puede ir allá, que Momón ta muy malo —dijo dirigiéndose a mamá.

—¿Qué tiene? —inquirió ella sin levantarse.

El muchacho le dio vueltas al sombrero, entrecerró los ojos, y al cabo de rato sopló:

—Dizque ta agonizando…

—¿Agonizando?

Madre se había incorporado de pronto. Sus manos revolotearon, como dos mariposas gigantes, y, pálida, impresionada, se dirigió con los ojos a mi padre, que golpeaba la mesa con los nudillos y contemplaba al muchacho.

—Perdonen —dijo a los extraños.

Sin preguntar otra cosa se dirigió al camino. Yo seguía el vuelo de su falda, el resbalar de sus pies.

—¡Mamá! ¡Mamá! —grité, echándome afuera, súbitamente mordido por un dolor insufrible.

—No, no —respondió—. Irás después, más tarde, con tu papá.

Se iba de prisa, de prisa, gastando velozmente la distancia. Me volví. De pie, estupefacto, mi padre me observaba. Corrí alocado y me tiré sobre él, incapaz de contener aquel llanto crudo que me ahogaba.

*

* *

Los extraños nos acompañaron hasta el bohío donde moría Momón. Íbamos Con ellos papá, Pepito y yo. No sabíamos de dónde salía tanta gente ni cómo la noticia había cubierto tan pronto las distancias que separaban los escasos bohíos del Pino. Frente a la morada del desdichado se detuvieron los visitantes, cabecearon algo; a la mujer le brillaron lágrimas en los ojos. Yo estaba con Pepito casi entre las patas de los animales, deseando ardientemente subir en uno de ellos y mirar lo que los jinetes veían. No me atrevía a entrar, por miedo a papá. El hombre llamó y estuvo un momento hablando con padre. Le encargaron saludos para mamá, nos dijeron adiós y se fueron. Imposibilitado de ver a Momón y lleno de un vago sentimiento de dolor, les vi alejarse. Ellos no se volvieron. El sol del domingo esplendía bajo el cielo chato, tras las figuras de aquellos viajeros tristes.

Pepito me sujetaba una mano. Estaba inquieto, frío, y le abrumaba la gente, que se agrupaba sobre nosotros, se movía, nos empujaba, nos mecía. Nadie lloraba. A veces oíamos algunos quejidos que debían ser de mamá o de Carmita. Pepito hizo esfuerzos y se fue acercando a la puerta siempre con mi mano entre la suya. Por entre una pierna y un pantalón vi el catre, los pies de Momón, amarillos, traslúcidos, y una vela ardiendo. Traté de alzarme. Alguien pasaba una mano sobre la cara del muerto. Me levanté más: los huesos de la quijada de Momón estaban allí, agresivos, filosos. Tenía la barba crecida. No sé por qué me sentía sereno, aunque molesto por el olor de tanta gente y por el murmullo de las conversaciones. Vimos a papá acercarse. Pepito me llevó a la orilla del camino y desde allí observamos cómo padre salía con Dimas, con el viejo Morillo, con Simeón y con otro hombre. Estuvieron comentando algo en una esquina del bohío y después Dimas se fue con Simeón hacia su casa. Algunas mujeres salieron de los callejones vecinos y se encaminaron hacia la casa del difunto. A poco distinguimos el murmullo de los rezos que empezaba a llenar la tarde como el abejoneo de millares de insectos. La tarde empezaba a manifestarse. Sobre los cerros de Cortadera, el cielo se hacía más bajo, más cercano, más sólido, pepito me hablaba del muchacho que charló con él en casa, y yo apenas atendía a lo que decía. Vimos a Dimas y a Simeón aparecer con algunos varejones, en el confín del camino. Venían tratando de algo, al parecer. A poco de entrar ellos empezaron a salir hombres y a formar grupos. En algunos discutían, suavemente, como si hubieran temido despertar a Momón. Decían que si era muy tarde, que si había que hacerlo, que si el difunto no aguantaba… Pepito callaba, con los ojos quietos como manchas azules.

Persistía la tarde en hacerse sentir. Ya aparecía sobre nosotros una inmensa nube parda y el sol descendía de prisa, como deseando echarse a rodar por las faldas de las lomas.

Simeón, fumando su roñoso cachimbo, estaba con el frente hacia el poniente. De pronto sujetó a Dimas por un hombro, le hizo virarse y señaló. El viejo se quedó perplejo y dijo:

—Cualquiera cree que es mi muchacho.

Simeón le miró y pareció sonreír.

—Ése mismo es, compadre.

Dimas tornó a ver. Allá, en el recodo distante, se veía una mancha movida, que caminaba tambaleándose, se detenía, alzaba los brazos y lanzaba gritos que oíamos vagamente.

—No —aseguró Dimas—; ése no es de los míos.

Desinteresado en apariencia del que venía, se volvió a la puerta; pero Simeón le apretó el hombro de nuevo y remachó:

—Po ése es de los suyos, compadre.

Dimas alzó los ojos y contempló al alcalde, después detuvo la vista en la figura que llegaba y se le ensombreció el rostro. A esto algunos hombres miraban también hacia allá, comentando algo.

—¿Ése no es el hijo de Dimas? —preguntó alguien.

La figura se distinguía, aunque no del todo. Era, a claras luces, un borracho que caminaba haciendo festones y vociferando no sé qué cosa. Poco a poco la gente fue deteniendo la atención. Ya el hombre estaba a la distancia de una piedra. Ya…

—¡Es él! —gritó una voz del grupo.

Dimas miró en redondo, como los toros bravos, y pareció desafiar a todos. Avanzó dos pasos, retrocedió, clavó los ojos en el borracho.

—¿Será mi hijo? —preguntó en tono candente— ¿Será mi hijo?

Pacientemente, uno dijo:

—Es él.

Unos cuantos empezaron a caminar sobre el que venía. Dimas casi gritó, volviéndose:

—¿Mi hijo borracho?

Y era su hijo; sí. A unos cuantos pasos se detuvo, hosco y torpe, levantó un brazo y vociferó:

—¡Viva el gobiernooo!

Los hombres se le acercaban. Dimas se abrió paso, y cuando estuvo cerca, como quien se queja contra el mundo, gimió:

—¡Esto es lo que me devuelven, un borracho!

Abatió la cabeza frente al hijo que parecía no reconocerle, y volvió los desolados ojos a todos los conocidos, a todos los amigos, a todos los que le veían.

—¡Un borracho…! —terminó.

Y todavía podía dar gracias, porque el otro quizá no se lo devolverían, como no le habían devuelto los suyos a Carmita, como no le habían devuelto Momón a la madre que esperaba en el distante Bonao, a la madre que creía que el hijo estaba «bueno y sano».

La queja aguda de Carmita, el llanto silencioso de mamá, las lamentaciones de algunos hombres y las lágrimas que me diluían en una ansia incontenible de seguirle, fue lo único que acompañó a Momón. No tardaría en anochecer. Diez o doce campesinos marchaban a su vera, para relevar a los que llevaban las parihuelas. Los vimos subir un ligero desnivel, los vimos irse apagando en el camino. Momón iba en hombros, casi pegado al cielo que empezaba a ennegrecer, al cielo chato y denso del domingo.

Momón iba alto…