—¡Lo peché! ¡Lo peché! Ahora yo me voy, don Pepe; tengo que andar apurando el paso porque no quiero que me alcancen esos condenados. La Mañosa viene por ahí. Usté no la va a conocer, don Pepe.
José Veras montaba un caballo «melao» que espumeaba por la boca y chorreaba sudor. Era justamente el medio día. Arremolinados a su vera, nosotros hacíamos coro a su prisa con gestos e interjecciones. Papá, más que con la palabra, preguntaba con los ojos.
José venía de allá, del Bonao. Había estado buscando aquel hombre con una constancia feroz; lo había encontrado, y el cuchillo se le fue entero en la carne del otro, por la tetilla. Ahora tenía que huir, que tirarse hacia remotos parajes, hasta que perdieran el odio los hermanos del difunto. Pero aquéllos serían también como él, vengativos y crueles, porque nadie, absolutamente nadie les sembró en el pecho, cuando eran niños, la semilla de la generosidad.
De pequeños los harían rezar, y alguna vez los llevarían al pueblo para que confesaran. Y es seguro que el cura les hablaría del poder de Dios, de la venganza divina, del castigo de los cielos; pero ellos nunca habían visto descender un rayo sobre la cabeza de un malvado, ni en el momento de cometer un crimen ni después; nadie les dijo que los otros hombres veían, como ellos, y que no debía destruirse tan precioso don; nunca les enseñaron… Ellos procedían devolviendo con mal el bien que no les habían hecho.
José Veras jamás había temido; tenía una conciencia sorda, en la que acumulaba odio tras odio. Esa vez huía porque le perseguían y la persecución era justicia, personal o no, pero era justicia. No temía a los hombres, sino a la justicia que ellos querían hacer en él.
No quiso dejarnos hablar. Alzó una rama fuerte que tenía en la mano, arreó la montura y se alejó. Cruzó el Yaquecillo al trote, chispeando de agua las piedras y las orillas.
De pie junto a la puerta, le vimos perderse en el recodo. Padre volvió la vista, cargada de pesimismo, y tropezó con la de mi madre, húmeda, desolada. Entramos.
*
* *
Esperamos una hora, dos, tres… La Mañosa no venía. Caminando del patio al comedor, del comedor al portón, las personas que frecuentaban la casa discutían y comentaban la actitud de José Veras. No había habido lugar a explicaciones y nadie sabía a qué atribuir aquello de que la mula venía atrás y de que no la conoceríamos.
La tarde se iba consumiendo entre conversaciones pesadas y lamentaciones cuando Pepito, que jugaba en el camino, entró dando voces y diciendo que traían la mula. Se olvidaron de mí y se lanzaron todos al portón; yo logré abrirme paso por entre las piernas de papá. Estacionados todos allí, discutían que si era ella, que si no era ella. Una mula venía, cierto; pero se trataba de un animal esmirriado, flaco como un machete, de pelambre descolorida y escasa. Traía paso lento, haragán, y la montaba un hombre canijo, a quien se le veía el aburrimiento de lejos. Cuando mula y jinete se fueron acercando, aquélla fue alzando las orejas con trabajo y aparentaba estar cobrando aspecto más vivo, más alegre. Papá dijo:
—No es ella, pero…
Simeón, quitándose el cachimbo de la boca, sujetó a padre por un brazo y aseguró:
—¡Ésa es la Mañosa, compadre!
—¡No! —roncó papá.
El mismo trataba de engañarse; porque aquello que le traían era un despojo y su Mañosa no podía ser tal cosa; él no se resignaba a la idea de que le hubieran convertido el animal en tan lamentable esqueleto.
Sin embargo, era ella, la Mañosa, la misma. La reconocimos cabalmente a diez pasos, más que por otra cosa, por la expresión regocijada que le reanimó la cara al oler sus potreros y al vernos de nuevo. Pero no podía tenerse. Los huesos de la cara cortaban; sobre los ojos tenía dos huecos profundos; traía las orejas caídas; las costillas de relieve, las ancas afiladas. Le habían cambiado el color, por el lodo, por lo reseco del pelo y sobre todo… sobre todo por aquella terrible culebrilla que no pudimos notar sino estando pegados a ella; por aquella culebrilla que le había vuelto llaga toda la pata.
—Pero… ¿Cómo es esto, cómo es esto? —sollozaba casi mi padre, sujetando a la Mañosa por la jáquima y al hombre por una pierna.
—¿Qué le ha pasado a mi mula, qué le ha sucedido? —preguntaba con una voz dolida, amarga.
El hombre nos miraba desde su aparejo, un aparejo desflecado que traía por apero. Su expresión era estúpida, infeliz.
—Me entregaron esta mula para que la trajera —dijo.
—Apéese, amigo; apéese —recomendó Simeón, tratando de evitar que explotara el enojo de mi padre.
Él se dejó caer, se sacudió los fondillos y saludó quitándose el sombrero. Todo lo hizo con un aire de perfecta idiotez.
Padre contemplaba a su mula y se le aguaban los ojos.
*
* *
En la sombra húmeda del naranjal, la mano puesta sobre el anca de la Mañosa, Mero monologaba. Desde el corazón le subían, en una creciente incontenible, todas las palabras tiernas que tenía sepultas, las que no les decía a los sobrinos ni a la hermana, las que él hubiera deseado secretear al oído de la novia. Aquel extraño sentimiento que le torturaba le hacía suponer en la Mañosa capacidad humana, sensibilidad humana.
Pepito y yo silenciábamos, respetuosos; Mero espantaba con el sombrero las moscas que ronroneaban sobre la llaga. El animal, poseído de una lentitud religiosa, movía el rabo y la cabeza, trataba de acariciarse la carne enferma, miraba con los ojos fúnebres…
—Consígame un poco de cal, Pepito —dijo Mero.
Ido mi hermano, siguió a solas:
—Estás muy mala, Mañosa. Esos condenados te han dejado en el hueso y de ñapa con una culebrilla que te está matando…
Hablando sin mirarme, siempre la mano en el anca, compungido y respetuoso:
—Yo voy a procurar curarte; pero si la Virgen no me ayuda…
Incapaz de comprender bien a Mero, yo le oía sin ponerle atención. Me llegaban voces de la cocina y me daba cuenta de que allá trataban de hacer hablar al hombre.
Pepito vino corriendo, mancha blanca sobre el fondo descolorido de la casa y el patio. Traía cal y creolina. Mero tomó la primera en las dos manos, las puso altas, sobre la carne viva del animal, y apretando el blanco polvo entre las palmas, lo fue estrujando lentamente. La cal caía pintando la costra hedionda de la culebrilla. La bestia movió una pata, le tembló toda la piel, alzó la cabeza…
—Malo —dijo Mero.
Y se quedó mirando lejos, lejos. Se recostó en un tronco de naranjo. Nosotros le hacíamos coro a su ausencia.
Papá se acercó, preguntando de lejos.
—No se salva, don Pepe —le contestó Mero.
*
* *
Sospechaban en casa que aquel hombre callaba mucho porque sabía demasiado. Aparentaba ser distraído; pero a la hora de cena puso toda su atención en lo que servían. No quiso sentarse a la mesa, sino que ocupó una silla pegada a la pared, encaramó los pies en el travesaño, tomó el plato con una mano y se lo llevó a la altura de los ojos. Se metía cucharas repletas en la boca golosa y contestaba con gruñidos a las preguntas que padre le dirigía.
Era él delgado y amarillo como la naranja seca; la nariz fina le limaba todo el aire de imbecilidad que le daban los ojos, apagados, pequeños y sosos. Tenía los pelos de la barba y el bigote escasos y crecidos, así como los de la cabeza, brillantes, grasosos, que le cubrían el pescuezo y le caían en mechones sobre las orejas.
Chocaba verle sin armas, cosa inusitada aún en los más pacíficos hombres; vestía sucia camisa amarilla, pantalón azul, duro, corto y estrecho, y un sombrero de cana. Cerca de él se respiraba un olor desagradable, que tenía mucho de animal y mucho de basura podrida.
A la hora de dormir se arregló él mismo un nido en el almacén, siempre silencioso, y se retiró hasta que se asomó la madrugada por encima de la Encrucijada. Por la mañana tenía cara más dispuesta, saludó con cierta confianza y se fue a la cocina a pedir su café como si tal cosa. Ya en la tarde empezó a echar los primeros párrafos con Simeón.
Hablando se le fue quitando el miedo o la timidez, y hablando fue soltando cabos, que padre y madre, Dimas y Mero anudaban. Hubo un momento en que el alcalde hizo una pregunta, a simple vista, curiosa:
—¿Cuándo sigue para el pueblo? —dijo.
El hombre movió la cabeza y le sacudió algo el cuerpo. Miró por entre el entrecejo y se pellizcó la palma de una mano. Estuvo buscándose espinas por la muñeca, disimulando. Al fin dijo:
—Yo no voy al pueblo.
—Anjá… Yo taba creyendo que sí —comentó Simeón.
Padre se encerró en algún pensamiento oscuro.
—Entonces ¿para dónde va usted? —preguntó de repente.
—Bueno… —el hombre rompió a reírse— Bueno… Yo me vuelvo pa casa.
Señalaba la dirección que le había traído, el camino que había dejado atrás. Padre aumentó su confusión cuando insistió:
—¿A usté lo mandó el general, el general Macario?
—¿A mí?
El hombre se señalaba el pecho y miraba extrañado. Mamá cruzó por delante del fogón, puso los brazos en jarras, se quedó viendo al hombre y le interrogó, con suave voz:
—¿Por qué trajo esa mula aquí? ¿Quién se la entregó?
—¡Ah! Asunte ahora… ¿Y el diache de José Veras no se lo explicó a ustedes?
—No —dijo papá, interesándose más.
—Y así son las cosas, don. Yo toy aquí, como quien dice viviendo, y ustedes no saben quién soy ni pa qué sirvo. Yo creía que ese diablo de hombre…
—José Veras no dijo nada —repitió padre.
—Bueno, entonces…
—Cuente, amigo.
*
* *
Era aquella una historia que comenzaba atrás y en Licey. No estaba claro por qué quisieron matar a un hombre en un baile; pero sí estaba claro que José Veras le defendió, machete en mano. Al otro día, en un callejón cualquiera, uno de los agresores apareció muerto, horriblemente apuñalado. El hombre tuvo que huir y tomó rumbo hacia arriba, hacia la salida del sol. Eran locos los tiempos y el trabajo apenas producía. Así fue como él se dedicó a vender animales, caballos, reses, cerdos. Le tomó cariño al oficio y acabó haciéndose de las bestias sin dar nada en cambio. Por senderos escasos, caía al otro lado de la cordillera y por allí vendía sus presas.
El general Fello Macario llegó un día derrotado, perseguido por el gobierno, y buscó refugio en las orillas del Bonao; no le era difícil conseguirlo, porque le querían todos. La montura del general era una mula pretenciosa, parejera, bonita. La había cambiado por su caballo rosillo, que había dejado herido en el camino.
—Guárdeme esta mula aquí —le dijo el general a un amigo—. Cuídemela, que yo la mandaré buscar.
Fello Macario solicitó un animal cualquiera y con algunos compañeros se internó por las vueltas de Arroyo Toro. José Veras no se le desprendía del lado. El general estuvo mandando recados, día y noche, y a las tres semanas reunió a los compañeros.
—La costa está lista ya —dijo.
Encargó a José Veras que volviera a buscar la mula y que la llevara él mismo al Pino. José Veras bajó, solicitó el animal y encontró a la gente desconcertada: alguien había robado la Mañosa.
José se rascó el pescuezo, movía la cabeza; al cabo dijo:
—Ahora sí se pone malo el asunto. Yo vine aquí atrás de un hombre y no me voy sin conseguirlo; pero ahora tendré que sabanear también la mula.
Volvió a donde el general.
—Se han robado la mula —explicó— así es que déme cinco días pa buscarla, porque yo no me le presento a don Pepe sin ese animal.
A pie, hurgando los potreros, preguntando en cada bohío, resuelto y desorientado, Veras anduvo y anduvo hasta que un día vio en el lado de un callejón unas huellas que le resultaron sospechosas.
—San Antonio —dijo con una irreverencia insultante—, te voy a prender como siete docenas de velas si me la pones atravesada por aquí.
Siguió aquellas huellas, emperrado en que pezuñas tan pequeñas sólo la Mañosa las tenía. El rastro se le perdió en una cerca inculta, llena de breñales, cadillos y gramales; pero José notó que alguien había andado por la cerca en la madrugada o en la noche anterior. Siguió la ruta indicada por las breñas maltrechas y al caer la tarde columbró el techo de un rancho entre unos árboles apretados. Apuró el paso. Pronto se iba a cerrar la oscuridad y no quería perder tiempo. Ya cerca distinguió una montura amarrada y un hombre echado junto a ella. Se hizo de cautela, cosa que nadie realizaba mejor que él, y sorprendió al desconocido, encañonándole el revólver a diez pasos.
—¡Párese, vagabundo! —tronó José.
El otro se puso de pie de un salto y sujetó la mula por la jáquima. Movía la cabeza indicando duda; abría los ojos y los cerraba de prisa. José se le acercaba lentamente.
—¡Pedazo de sinvergüenza…! Lo que más lejos tenía era que te diba a pechar por aquí.
A pesar de sus palabras, el tono de José no tenía nada de amistoso; una amenaza tremenda llenaba el momento de vaho asfixiante.
—¡Páseme! —le dijo dando un manotón a la jáquima de la mula.
El desconocido estaba pálido y asustado.
—Compadre José, no me haga nada. Usté sabe que yo le debo la vida… Si la mula es suya, cójala y perdone…
—¡Mire cómo la ha puesto! —tronó José señalando la culebrilla que ya mostraba más de una cuarta de llaga en la piel.
—Pero eso no le pasó conmigo, créame, compadre José, eso no le pasó conmigo.
El desconocido estaba seguro de que Veras le iba a matar. Amparado en la abrumante soledad que les rodeaba, le pegaría un tiro y después se alejaría tranquilamente, montado en la mula, a pasos cortos.
—¡Coja por delante, vagabundo! —ordenó José, señalando el camino de la vuelta—. Si sé dejo que lo maten como un perro aquella noche…
Se refería a la del baile, cuando aquel hombre que se había robado la Mañosa estuvo a punto de caer destrozado por los machetes de sus enemigos.
El hombre se hincó, lleno de una angustia mortal y de un miedo enorme.
—Haga conmigo lo que quiera, compadre José; haga conmigo lo que quiera, pero tenga en cuenta que yo soy agradecido y que si hubiera sabido que la mula era suya, ni le pongo la mano.
El cuatrero abriendo camino y José detrás, jinete en la Mañosa, anduvieron toda la noche. Cuando al uno se le fue pasando la rabia y al otro el temor, empezaron a conversar con monosílabos y acabaron dirigiéndose frases enteras en las que no había rencor.
—Sabaneando ando yo a un hombre que me cortó en El Pino —dijo José ya en la madrugada.
—¿Y ese diache no sabía con quién se taba metiendo? —preguntó el otro.
—Asigún parece…
José le explicó como era, y las figuras de los compañeros. Cavilando y cavilando, el otro llegó a concluir en que conocía a su heridor.
—Vive por los lados de Jayaco… Sí; es un hombrecito medio atrevido —aseguraba.
—Entonce usté me va a llevar allá. Lo que soy yo no me voy sin verle la cara.
Anduvieron. Pedían posada en los bohíos escasos, comían poca cosa, y a la tercera noche dijo el otro:
—Horita estamos en Jayaco.
La culebrilla de la mula seguía en progreso; la bestia enflaquecía a ojos vista; acortaba el paso, y cuando el jinete se descuidaba, caminaba con lentitud de buey, cansada, abrumada.
A eso de la media, el otro le señaló un bohío a José y le dijo que el hombre vivía allí.
Veras desmontó, apretó un brazo del compañero y le masticó estas palabras terribles:
—Usté me lleva esta mula al Pino, donde don Pepe; y si por un por si acaso no llega con ella, lo busco y lo arreglo aunque se meta en el fin del mundo.
El otro le juró por su madre que así lo haría. Se despidieron y el cuatrero buscó el camino real. Al otro día, antes de las doce, sintió a su espalda pisadas veloces y se viró: José Veras venía montando un «melao» que se bebía los vientos. Se detuvo a su lado apenas un segundo para decirle:
—Los hermanos del difunto me vienen pisando el rabo. Acuérdese de lo que le dije… A don Pepe, en El Pino.
El cuatrero le vio seguir en rauda carrera. Apenas si pudo decirle, con la voz ahogada por los cascos del caballo:
—¡Adiosito, compadre!
Media hora después le pareció que una cabalgata irrumpía a su espalda. Eran tres hombres bien montados, los hermanos del muerto. Si José no andaba vivo, se lo comían.
—¿Usté ha visto pasar un hombre por aquí, vestido así y asá? —preguntó uno de ellos.
—Hombre… Yo vide uno que pasó hace un rato; pero cogió por aquí, por el camino del Cotuí. Diba en un melao bonito…
Sí; ése era. El caballo es robado y él mató a mi hermano.
—¿Cómo?
El cuatrero se esforzaba en aparentar calma y horror. ¡Ay de él si aquellos tres diablos sabían que él había señalado la casa del difunto al matador!
Los perseguidores se internaron en la dirección que él les indicaba. Sintió liviano el corazón.
¡Ya le había pagado con buena moneda a José Veras!
*
* *
El hombre hizo cuantos esfuerzos pudo para que no creyeran que él era el ladrón de la Mañosa; pero en casa comprendieron todos y alumbraron con entendimiento los puntos oscuros. Después de todo, se había portado bien y no valía la pena echarle en cara su robo. Por eso, tácitamente, convinieron en hacer que le creían; y hasta para darle mayor fuerza a tal generosidad, Simeón masculló, en acabando el hombre:
—Yo ni supongo quién será él; pero se lució en ésta.
El hombre estuvo buen rato callado. Al fin dijo:
—Me vuelvo esta noche, con la fresca. Tengo que caminar a pie.
Todos pensamos, mirándonos: «Será bien poco, porque en el primer potrero le cae arriba a un animal».
—Yo le voy a buscar unos clavaos, amigo, para aliviarle el camino —prometió papá.
Él, con la mirada resbalosa, agradeció la bondad de mi padre. Tornó a su silencio redondo y, cruzado de brazos, los pies en el travesaño de la silla, se dio a esperar la hora de salir.
Allá, en el naranjal, la mula inocente miraba el enjambre de moscas que se le acercaba sobre la llaga.