Capítulo III

Con una recua que, cargada de lodo, compuesta por caballos descarnados y dos hombres turbios, pasó por El Pino, según parecía, procedente del Bonao, se enteró Simeón de muchas cosas que nos contó esa noche, en la cocina pálida y discreta.

—Esa gente que diba en derrota —explicaba él— cogió por estas lomas, porque después les era fácil descolgarse y caer en el Bonao. Ahora dizque están por volver a lo suyo y asigún noticias que me dieron el general Fello Macario no ha sacado la cabeza todavía. Ustedes verán como el diablo se menea otra vez.

Papá, que tenía su temor, que presentía muchas cosas y que trataba de esconderse a sí mismo tales presentimientos, empezó a echarle nudos a la conversación.

—Yo no creo que sea posible eso, Simeón. La revolución quedó deshecha para siempre. Fue un golpe muy duro…

—Creerá usté eso, compadre; pero yo que conozco las vueltas del mundo le aseguro que vuelven, y si vuelven no los para nadie.

—¡Jum!

Dimas gruñía. Sus hijos estaban en el pueblo; permanecían atados a la suerte de la paz. Cuantas veces se quebrara ésta, se le quebraba a Dimas el corazón.

—Pa mí que debieran dejar ya esas caballás. Total, nosotros no cambiamos si no es para mal. Sube éste, y el precio del tabaco igual; sube el otro, y lo mismo. Lo más que pueden hacer con nosotros es reclutarnos y llevarnos a un pleito pa que nos maten como a perros. Cuando están por armar sus desórdenes, todo se les vuelve ir de casa en casa, diciendo que nosotros los del campo somos los hombres, que si la revolución triunfa nos salvamos, que si esto y que si aquello.

La cara patriarcal y conforme de Dimas se llenaba de una amargura plena, de un aire de dolor impresionante por lo callado.

—Suerte he tenido yo —comentaba Mero—, andando arriba y abajo y siempre me he salvado de una recluta de ésas.

Y agregaba:

—Por allá, por casa, todos perdían el juicio por andar con su revólver y caer en una desocupada… Gracias a Dios, nunca he usado eso… Con nadie me meto pa que no se metan conmigo, y no le ando atrás a ningún general de ésos que entusiasman a uno, y después, cuando suben… «si te he visto no me acuerdo».

Padre, aprobando con la cabeza, mantenía una expresión cerrada.

—¿Pero volverán?

—Sí, compadre —hablaba Simeón—; vuelven Todo es que Fello Macario toque una corneta.

—Hombre endiablado… —decía Dimas.

Así era: hombre endiablado, que no sabía vivir si no era volcando sobre la tierra montoneras de vidas; que removía los más oscuros instintos de sus prójimos y los arrastraba tras la cola de su caballo rosillo; que había nacido capitán como José Veras había nacido ladrón.

*

* *

Muerto parecía el campo; lánguidos los caminos; innecesario el cielo; sobrante el sol.

Las fiebres se me crecían dentro de la carne otra vez; me lanzaban en abismos de delirios; me hacían la sangre agua.

Papá meditaba cerca de mi catre; mamá correteaba de la cocina a la casa; Simeón chupaba su roñoso cachimbo; Dimas movía la cabeza, como si hubiera sido la rama de un árbol. Entre sueños oí decir que Momón se secaba por momentos, y que ya apenas le quedaba un rinconcito de vida en aquellos pulmones destrozados. También él estaba padeciendo, en su bohío, a solas con aquel pensamiento radiante: «Dígale a máma que yo toy bueno y sano».

Siempre, como una pesadilla, oía esas palabras y le veía en el instante en que se movió para decirlas. Quería hacerme la idea de su madre y me la figuraba igual a una vieja que conocí en Río Verde: Eloísa, Eloísa la de frente a casa; Eloísa, chiquita, arrugada, que andaba meciéndose y se mantenía cubierta con un chal negro de burda tela. En mis delirios se asomaba esa madre ignorada, la cual estaría esperando en el Bonao la vuelta del hijo que «estaba bueno y sano».

Había momentos en que la fiebre me enloquecía materialmente; empezaba sintiendo que me alzaba lentamente de los pies y que la cabeza se me iba haciendo grande, grande, grande. Después se me tornaba pesada y tenía la impresión clara de que el cuerpo se alargaba fantásticamente. Más tarde me parecía que el cuerpo empezaba a evaporarse, perdiéndose en el aire, desdibujándose, hasta que sólo quedaba sobre el catre una cabeza descomunal, roja, monstruosa. Unos sueños macabros empezaban a rondar en torno a ella: aves gigantescas, mariposas de alas duras y enormes… Una culebra de escamas rojas y verdes se iba arrastrando poco a poco, con mirada ansiosa y temible… Gritaba, hablaba, daba voces. Mi padre y mi madre acudían, pero se transformaban en seres pavorosos; estiraban los brazos para ayudarme y aquellos brazos se tornaban visiones dantescas; hablaban y sus palabras tenían sonidos fúnebres, extraños.

Por lo regular despertaba frío de miedo, con la garganta repleta de gritos. Miraba en redondo, y todavía con los ojos abiertos sentía que tenía a mi lado las multiformes pesadillas que me asediaban antes.

Mi madre me untaba aguardiente con romero; me hacía oler ajo, por si tenía lombrices; me acariciaba y me hablaba con voz doliente. Cerca estaba padre, gruesa la expresión y en la mano la frente.

Cuando las fiebres cedían al cuidado de mamá y podía levantarme, era tan débil como la llama de la vela expuesta al viento. Sentía la voluntad anulada y me parecía vivir lejos de mi propio cuerpo. Entonces amaba el sol, sobre todo el sol; me divertía cualquiera futileza, adoraba los colores, el canto de los pájaros y las flores. Con pasos inseguros caminaba por el patio, me iba hasta el naranjal a recoger azahares, me apoyaba en los espeques del portón para avizorar el camino.

En un cuerpo nacido años antes empezaba a aposentarse la vida de nuevo; todas las cosas aparecían por primera vez ante mis ojos asombrados; el amor me colmaba el pecho, un amor vasto y tranquilo, para las piedras y los animales, para las plantas y los hombres, para la tierra y para el agua… Un amor… Un amor que no se siente a menudo y que lava el alma, la purifica, la eleva.