Durante dos días estuvo Momón quejándose: decía que sentía la cabeza crecida y que «un viento malo» se le había metido en la espalda. Al tercero no pudo levantarse y cuando padre fue a ver qué le pasaba lo encontró ardiendo de fiebres, rojo, resecos los labios y brillantes los ojos. Tosía y tosía sin descanso; a ratos le oíamos gemir; a veces hablaba de manera atropellada y en alta voz. Deliraba, cocido por la calentura traidora.
Mamá se mortificaba; recogió yerbas viejas, especias y no sé qué más; se metió en la cocina y volvió después con una tisana. Papá no quiso que la llevara ella misma, arguyendo que debía cuidarse por nosotros. Decía él que más tarde o más temprano, Momón estaba llamado a morir del pecho, porque aquel balazo le había malogrado un pulmón.
Yo no entendía qué quería decir él con eso de «morir del pecho». Sólo sentía la enfermedad de Momón porque me hacía falta: él arrullaba con sus charlas mi sueño; él me acariciaba la quemada cabecita, cuando la enfermedad me removía las entrañas; él me velaba; él me cantaba merengues movidos; él me cargaba cuando, estando aliviado, me emperraba en ver el patio o los potreros. Estaba quebrantado, tirado en el oscuro almacén, a solas con su dolor, gimiendo y retorciéndose, y a mí me dolía su soledad. Le había hecho daño aquel corretear de noche en busca del caballo, bajo el agua; y según entendía por las palabras de papá, nunca más se levantaría del lecho, Con muchos días de anticipación lloré sin consuelo la muerte que le anunciaban a Momón.
Antes de la semana estaba flaco, descolorido y laso. Los huesos de la quijada, los de la sién y los del hombro le hacían filos. Tenía la mirada humilde y despavorida; los labios amarillos e inmóviles. Seguía tosiendo y al hacerlo se agarraba el pecho con dedos crispados. Carmita venía a diario, Simeón le acompañaba en las primas noches y trataba de alegrarlo con cuentos picarescos, mamá seguía haciéndole tisanas; pero papá se mantenía alejado y no quería que nosotros entráramos al almacén. A menudo murmuraba con mamá, en la cocina o en el patio; aquellas murmuraciones se referían a la inconveniencia de tener a Momón en casa.
Estando así, abrumados todos por el malestar de aquel hombre, a quien habíamos recogido herido sin sospechar que íbamos a quererlo, llegó una tarde Mero. Entró vociferando desde el portal, llamando a gritos. Padre le abrazó con efusión y mamá puso la cara de fiesta para recibirle.
—El viejo les manda muchos recuerdos —fueron sus primeras palabras.
Tenía la boca colmada de alegrías y enseguida empezó a contar cosas del abuelo, el patriarca de Río Verde. Estaba bien de salud, aseguraba Mero, pero vivía comiéndoselo la rabia, porque una tropa del gobierno que pasó por allá, camino de Licey, le había llevado un caballo y tres novillos. El viejo pataleó cuanto pudo, dijo que los tales animales no se los sacarían de su casa estando él vivo. Oía yo a Mero contar y me parecía ver al abuelo, chispeantes los ojos, quietos los brazos y soltando por la boca toda clase de insultos. La tropa dizque veía a sus jefes atareados con el viejo, y reía a escondidas; pero los oficiales lograron, tras mucha adulación, sacar el caballo y los novillos a cambio de un vale en el que le aseguraban que los animales serían religiosamente pagados al terminar la revuelta. Abuelo consintió y pegó el vale en la pared, para mostrarlo a las visitas y tener un motivo real que justificara sus desahogos, que no eran pocos, por cierto.
Madre y padre oían la historia complacidos; Mero tenía una expresión bulliciosa, infantil y agradable. Contó que el sobrino había estado a las puertas de la muerte; pero que él consiguió una curandera que lo salvó con sopas de auyamas y unas friegas de no sé qué hojas maceradas en aguardiente. Hablaba por los codos, como quien teme no poder decirlo todo. Fue al cabo de un rato cuando preguntó por Momón.
—Está muy delicado —sopló papá bajando la voz.
—¿Delicado?
—Sí; se mojó hace unos noches y para mí está malogrado ahora.
Mero movía la cabeza en redondo, manifestando su pesadumbre; casi sin hablar le indicó mamá que estaba allí, en el almacén; y con pasos livianos, destocado, respetuoso, igual que quien se acerca a un cadáver, Mero fue entrando hasta detenerse junto a Momón. Le contempló apenado, movió los labios en un gesto cansado y dudoso y tornó de la misma manera para decir:
—No lo salva nadie, don Pepe.
Yo sentía que otra vez me nacía adentro un dolor lacerante, un desconsuelo incolmable. Rompí a llorar, tratando de ahogar los sollozos con la almohada para que no me sintieran, mientras en la cabeza me golpeaban aquellas palabras crueles:
—No lo salva nadie, don Pepe…
En la noche se reunieron en el comedor papá y Mero, Simeón y mamá. Yo pedía que me levantaran, medio calmado ya, y me llevaron después de haber cerrado la ventana, por donde entraba un airecillo fresco.
—Hubo un pleito duro en Licey —dijo Mero.
Parece que la revolución trató de detener los refuerzos que iban al pueblo, los mismos que la desbandaron pocos días después, y que los encontró en Licey, donde, según Mero, se enredaron en una batalla ruda, sangrienta y larga. Cuando él llegó a Río Verde encontró todavía huellas de la pelea: heridos, ropa ensangrentada en algún bohío y tumbas frescas. Triunfante el gobierno, entró y se llevó lo que encontró a mano: hombres, cerdos, víveres y hasta una muchacha que se fue tras el oficial. La verdad era que allí no habían sufrido la guerra mayor cosa.
Nosotros le oíamos atentos. Él acababa de callar cuando saludaron en la puerta. Mero se incorporó sin aspavientos y salió a recibir al viejo Dimas, que ya tenía un pie sobre el piso.
—Por allá vide a sus muchachos —dijo.
El viejo se quedó agarrado al marco, tembloroso y serio. Quería reír y se esforzaba en no hacerlo; quería llorar, quería abrazar al que le daba nueva tan feliz… Pero fue metiéndose en el comedor poco a poco, buscó a tientas una silla, cruzó las piernas y sólo preguntó, con una voz borrada:
—¿Los vido?
—Vienen para acá pronto —respondió Mero.
Todos rompimos en inquisiciones atropelladas. Mero explicó que estaban sanos, aunque tristes; uno, el menor, se había dado bravo y le gustaban los tiros; al otro le habían hecho un rasguñito en una pierna, cosa de nada.
Anhelante la mirada, entreabierta la boca, el viejo le escuchaba sin hablar y sin moverse.
—¿Y dice que vienen pronto? —habló al rato.
—Sí —aseguró el otro—. Los van a licenciar.
Dimas pegó los codos en ambas rodillas, bajó la cabeza y empezó a comentar:
—Lo que es el diablo… Mis muchachos metidos en esos líos.
Se le iluminaba la frente con el contento; y a lo largo de la conversación estallaba en risas sin motivo aparente.
Por la mañana, bien temprano, se juntaron en el patio de casa el alcalde y Dimas, Mero y papá. Los tres primeros tenían machetes; Mero estaba todavía con la alegría de la vuelta; Dimas tenía la que él le trajo. Pidieron café y se fueron.
A medio día, cuando retornaron, supimos que habían estado arreglando el bohío donde dormía José Veras. Le chapearon el frente y los lados, le remendaron el techo con yaguas nuevas, le aseguraron las tablas falsas y le pusieron trancas en las puertas. De donde Simeón trajeron un catre medio viejo, algo sucio de polvo y telarañas, y Mero lo llevó allá, después que hubo comido.
Yo no sabía qué querían con tales remiendos y composturas; pero en la tarde, entre Dimas y Simeón tomaron a Momón, que ya era apenas un hacinamiento de huesos de los que salían quejidos interminables; le sujetaron por debajo de las axilas y bajaron con él al camino real.
Cuando me asomé a la puerta iban más allá del Yaquecillo. El enfermo se desmadejaba, incapaz de tenerse.
Por mamá supe que se había hecho menester hacerlo, porque vomitaba sangre y eso era peligroso.
*
* *
A las preguntas de cómo le iba, contestaba papá:
—Viviendo.
Y así era en realidad. Aquella palabra, seca y estática, expresaba en todo su alcance el estado de ánimo en que nos hallábamos; lo explicaba con la mayor sencillez, con una limpieza que no detenía el entendimiento. «Vivíamos». Entre días, por hacer algo, papá y Mero revolvían el almacén, llenándolo de polvo; ensacaban el maíz, estibaban los andullos, enseronaban el café. Decía padre, como justificando su innecesaria actividad, que había que ir preparando un próximo viaje, el que haría tan pronto como volviera la Mañosa. Ya no podía tardar puesto que el general había mandado por el caballo; pero el hecho de pedirlo de manera tan discreta, tan escondida, tenía una significación enorme. Sospechábamos que él retornaría pronto y la sospecha nos abrumaba, es decir, abrumaba a papá y a mamá, que a Pepito y a mí lo que nos preocupaba era la seriedad con que ellos comentaban sus recelos.
Cuantas veces les era posible, se detenían secreteando, en el patio, en la casa o en la cocina. Se conocía que nadie debía darse cuenta de lo que hablaban. De noche les escuchábamos rumorando en su habitación, discutiendo en voz baja, hasta que la oscuridad ahogaba el insomnio. A nosotros nos llegaban retazos de esas conversaciones:
—Dios no lo quiera… Es que esta gente se ha vuelto loca… De momento el general le da un susto al gobierno…
Pepito, que entendía mejor que yo, me iba explicando los alcances de esas frases. Yo comprendía apenas, y me alegraba pensar que tendría otra oportunidad de ver al general, y que tal vez con su vuelta curaría Momón o que retornaría José Veras.
Cierto día, como epilogando una de esas conversaciones importantes, madre le dijo a papá, cuando estábamos comiendo:
—¿Por qué no volvemos a Río Verde?
—¿A Río Verde? —preguntó padre muy extrañado.
Explicó a seguidas que ya había estado allí un tiempo y que no era justo molestar al abuelo; que en aquella época había motivos, pero no entonces. Mamá le discutió algo, tratando de convencerle, y se levantaron de la mesa exponiendo cada uno su punto de vista.
Creyente con una fe infantil, al volver a mi habitación me hinqué y, lleno de fervor, le pedí a San Antonio que hiciera posible nuestro viaje a Río Verde. Me gustaba aquel campo; pero me gustaba de una manera honda, difícil de explicar. Encontraba que allí se me volvía pesada de felicidad el alma; que una confianza inexplicable me poseía al lado del abuelo. Él era duro para con los hombres, pero conmigo se hacía tan tierno como el ala de un ave. Tenía aquel viejo agrio una manera original de entretenerme y enseñarme; sus historias estaban salpicadas de explicaciones útiles; sus regaños eran mesurados y juiciosos. Nunca decía: «porque me da la gana», sino «por tal cosa», «por tal razón».
El mismo lugarejo era encantador, recatado, silencioso; más poblado que El Pino; con más niños de mi edad, un río bastante robusto y una vegetación rica en árboles frutales, diversa y henchida. Todo allí parecía vivir jocundamente, con placer de estar vivo.
Río Verde no estaba echado, como El Pino, a la orilla de un camino común, sino que tenía uno para sí, uno que terminaba poco más adelante de la casa de mi abuelo; un camino que se desprendía del real, lo que evitaba vivir con el ojo de todos los caminantes puestos sobre uno.
Estuve acariciando el sueño de volver allá, y ya me sentía flojo de pesadumbres, seguro, ágil de cuerpo y alma, a distancia de las fiebres y de la gravedad de Momón, de la ausencia de la Mañosa y de la preocupación de mis padres.
Pero a la hora de cena, como mamá tocara de nuevo el tema, papá le contestó de manera definitiva, diciéndole que no había que pensar más en ello.
—Aquí dejo los huesos antes de volver a considerarme un derrotado —dijo.
Le lucían los ojos de extraño modo; y yo sentí que adentro se me elevaban los escombros de una ruina nueva.