Sin duda alguna, aquello era la paz; es decir, en todo había un cansancio, un desabrimiento, una especie de sueño profundo aunque inútil. El sol lamía y lamía los montes distantes, los dormidos caminos y los bohíos escasos. La guerra se había ido con la noche, ensuciando de sangre los ríos, galopando en las ancas de la Mañosa y arrastrando consigo a José Veras.
No volvían los hombres que habían abandonado el quicio de sus casas, el machete al brazo, la carabina a la espalda, a pie o con el espinazo de algún penco bajo las piernas; pero había paz.
Padre y Mero curaban del rosillo del general. Momón se levantaba ya, caminaba por el patio, se bañaba con aquel sol inofensivo. No estaba bien del todo, porque tenía en la cara un color de caña madura y los huesos le salían de entre la carne como piedras; pero Momón se estaba curando.
De noche, cuando no me aturdía la fiebre, se sentaba él en la orilla de mi catre y me contaba sus historias, sin verme, con la voz floja.
—Aquel condenado gato empezó a crecer, compadre Juan. Mi compadre no era un hombre blandito, pero ¡concho! , cualquiera no le cogía gusto al gato…
Nunca estábamos del todo a oscuras, porque la luz del comedor se atrevía hasta mi cuarto. Así podía yo verle, hecho una masa negra, inmóvil como un tronco. Su voz se llenaba de flojeras y me ponía tierno de miedo.
—Decían que era un extranjero blanco como su taita y dizque tenía un baúl de morocotas que eso daba pena. Pero lo enterró y se embromó. Cuantito mi compadre me dijo: «Momón, no puedo dormir porque siempre tá ese hombre llamándome», yo me malicié que andaba penando. «Pregúntele qué quiere», le dije al compadre.
Al otro día le fue el compadre con el cuento a Momón: el blanco tenía una botija. La había enterrado poco antes de morir en un botado, al tronco de una mata de cajuil, poco antes de llegar a la sabana de Cañabón. Allá se fueron ellos, esperanzados y alborotados; pero desde que dejaron el Jima atrás, se les pegó aquel gato negro, que maullaba, les miraba y esponjaba el rabo. El compañero tiraba el ojo y se impresionaba con aquel animal tan pertinaz. Con mucho disimulo esperó a Momón, que iba detrás, y le dijo al oído.
—Pa mí que ese gato es Abenuncio.
Momón calculó que sí; bien podía ser él.
¿No estaba penando el muerto? De seguro que el diablo no quería dejarle ir. Pero Momón tenía una oración que le había enseñado cierto brujo haitiano y con ella era capaz de irse hasta el propio infierno. Me explicaba:
—Esa oración no al dejo yo… Cuando sea grandecito se la voy a enseñar, por si se ve en apuros. Con ella no se siente miedo y si lo andan buscando usté la reza, le pasan por la verita y nadie lo ve.
Por eso Momón no temía. El otro no era blandito; pero cuaiquiera… Cuando empezaron a orillar la loma les pareció que el gato endemoniado comenzaba a crecer. Ellos lo miraban con a rabiza del ojo… ¡Sí! ¡Crecía! Ya estaba como un perro; ya estaba como un puerco; ya estaba como un potrico. Momón rezaba y rezaba. Oía las quijadas del compañero golpeando como dos piedras, oía el viento zumbando entre los árboles, oía el río que a lo lejos se desbarrancaba entre pedregones; le corría por el pescuezo y por la espalda un sudor frío, que le sacaba el calor del cuerpo y le dejaba la boca amarga. Se hacían los fuertes, acorralados entre su miedo y la noche; pero llegó un momento en que ya no pudieron más porque los pies se les fueron haciendo pesados y eran como pilones de madera verde. Agarrado a él, el compañero temblaba. Se atrevieron a volver la cara. ¡Pegado a ellos estaba el gato, grande como un caballo, con los ojos encandilados como dos fogones, el rabo esponjado como un pino!
En ese instante, cuando la voz de Momón sonaba ronca y angustiada, vi una sombra crecer en la puerta. Se me erizó la piel, se me enfriaron las manos y los pies; un grito cortante me ahogaba. Momón callaba y miraba; miraba y me sujetaba una pierna. Se movió la sombra y sentí que el grito me desgarraba por dentro, se me agigantaba en la garganta. No pude con él y sentí, al vaciarlo, que me dejaba exhausto.
Me pareció que papá corría sobre mí. Pero no era papá, porque tenía los ojos encandilados, y era grande como un caballo y tenía un rabo esponjado como un pino.
Después, además del miedo, toda la noche empezó a caerse sobre mí, igual que si hubiera sido de tierra seca. Y junto con ella, la mano de papá, untada de aguardiente con romero.
Al otro día, de mañana, desperté a las voces de padre, que regañaba con Momón. Él era delgado y triste; tenía los hombros cuadrados y angulosos y miraba con ojos humildes. Papá le estaba explicando que no debía contarme tales cosas, y Momón protestaba, ignorante de que me impresionaba vivamente, porque en él mismo había un aire de persona casi difunta.
Padre caminaba frente a la mesa, pesadamente; daba puñetazos y argumentaba que no se podía llenar la cabeza de un niño con mentiras mágicas. Desde mi catre veía los pies de ambos y oía claramente las palabras de Momón, cargadas de pena, que caían sobre mis nervios como guijarros.
—Lo que yo le contaba a Juan no eran embustes, don Pepe; eso me pasó a mí y le pasa a cualquiera.
Papá se movió de prisa y clavó en Momón una mirada repleta a la vez de asombro y de ironía. Parecía que iba a estallar en risas; parecía también que pretendía arañarle. Movió la cabeza de un lado para otro; paseó frente a la mesa… El sol le alumbraba los pies y alumbraba también los de Momón, cuya figura se esfumaba junto a las líneas rotundas de mi padre.
Había algo en el rostro de papá que decía: «Es un hombre tonto». Pálida, en desorden los grises cabellos, entró mamá y comentó:
—Sí, Momón; no se pueden contar esas cosas al muchacho; lo mata una alferecía.
Momón, silencioso, se miraba las manos.
—Lo que voy yo a hacer es dirme, don Pepe. Ya yo toy bueno; quería entretener a Juan…
—No; usté no se va, no se va.
Padre decía que no con las manos; se sujetó de espaldas a la mesa.
—Usté se queda aquí, Momón, y se irá cuando esté bueno, si no quiere quedarse; pero ahora no.
Bajo la mirada de mi madre se fue Momón lentamente al almacén; padre permanecía allí, pensando tal vez.
Yo estaba viendo el sol, el sol que se tiraba a dormir en el piso, como lo hubiera hecho un pobre.
Aquella luz, aquel silencio, aquella especie de sueño que tenían los días, era la paz. La fiebre seguía cociéndome; Pepito persistía en corretear por los alrededores; Mero había pedido permiso para ir a Río Verde, donde agonizaba un sobrino. A veces papá se quejaba de haber prestado la Mañosa, otras se agradecía de haber hecho un servicio al general Fello Macario.
¿Y los hijos de Dimas? ¿Y los de Carmita? ¿Y José Veras? Nada ni nadie. Lo que había era paz, paz y paz, algo así como si desde los altos cielos, desteñidos, casi blancos, hubiera estado cayendo sobre nosotros un cuento infantil que nos hacía dormir.
Los días iban y venían, se marchaban por los cerros de Cortadera y Pedregal y volvían por encima de la Encrucijada. Uno de ellos, cuando la mañana de vidrio nadaba sobre los potreros, me levanté para ir al comedor. Me sentí vacío, alto y transparente. Era como si la claridad, el silencio y la soledad me hubieran chupado la vida. La cabeza se me iba en círculos amplios y veloces; todo me daba vueltas: la habitación, las sillas, las mesas. Las puertas cruzaban ante mis ojos huecas, vacías, muertas.
Me recogieron en el suelo y me llevaron al catre, entre el llanto de mamá, el susto de Pepito y las voces de mi padre.
Era yo como un saquito de huesos que pugnaban por desunirse. Momón me acompañó todo el día y papá se estrujaba las manos mientras llegaba Simeón, a quien mandara buscar.
Y eso, eso era la paz: la somnolencia gruesa, las puertas muertas, la luz borracha, las historias de Momón y el silencio grave de los otros.
Pero una noche…
*
* *
Llovía; llovía sobre los montes, sobre el camino, sobre los ríos. La lluvia cerraba los horizontes distantes y cubría las distancias cercanas. El agua tamborileaba sobre el zinc, roncaba en el alto espacio negro y llenaba de rumores la vasta casa de madera.
En mi habitación estaban, bajo la rubia luz de gas, mi padre y Momón, mamá y Pepito. Momón se había sentado sobre una caja vacía; tenía los codos en las piernas, la cabeza entre las manos, los ojos entornados, y hablaba:
—Ése era un monteo muy serio, don Pepe. No más hizo la noche dentrar y ya estaba negrecita como fondo de paila. A Blanquito le dije yo: «Mire a ver, compadre, si colgamos las hamacas en buen palo». Pero él dizque ni se veía las palmas de las manos. Me costó a mi dir tentando los troncos; entonces se le ocurrió a él prender candela. Sacó del seno una cuabita que teníamos, la quemó con un fósforo y recogió unos palos.
¡Cristiano! ¿Quién lo mandaría a hacer eso? Estaba la candela lo más alegre y nosotros contentísimos, cuando en eso oigo un pitido. «Compadre Blanquito —le dije—, prepare su carabina, que para mí andan las reses por ahí».
Momón contaba una historia de montería.
Era en las altas lomas de Bonao, hacia el sur; aquéllas son tierras negras como el hierro, de tan tupida vegetación que el sol cae muerto de cansancio sobre los recios árboles antes de poder besar el suelo. Por entre aquellos troncos espesos andaba Momón con un tal Blanquito, en busca de reses cimarronas.
Decía Montón que estaba deshecho y que le abrumaba el monte, cerrado de árboles. Allí estaba la candela tratando de abrirlo, cuando sonó a su vera el rugido del animal. Momón seguía:
—«Compadre Blanquito, asegúrese con esa carabina, que lo tenemos arriba»; y él como si tal cosa, acostado al lado de la lumbre, con su cachimbo en la boca y mirando para arriba.
Allí estábamos todos tan silenciosos que el ruido de la lluvia se quedaba con toda la casa, se metía por las paredes, rodaba por el piso, arañaba el zinc. Pepito, papá, mamá, yo, los cuatro éramos sólo oídos y ojos. Y Momón seguía sin moverse, cambiando de voces, los ojos entornados y las manos en las mejillas.
—Cuando quiso darse cuenta, estaba el animal paradito a la vera de nosotros con los ojos prendidos y dos chifles como dos sables. ¡No quiera usté saber el susto que me di, don Pepe! Cogí la carabina con una mano y con la otra jalé a Blanquito y en lo que se revuelca un burro ya estábamos nosotros arrinconados. El diache del animal era el mismo diablo, don Pepe: un toro más grande que yo, berrendo en negro, con un yunque como el tronco de una ceiba. Nosotros rompimos a correr por entre los palos y él a largarle pezuña a la candela. Saltaban las brasas arriba de él, y él metiéndoles cacho. Muertos del susto estábamos y sin poder correr por entre ese monte más negro que el carbón y tupido de bejucos. Yo quería flojarle un tiro; pero no díbamos a poder desollarlo esa noche, contimás que esos pájaros son muy delicados, y donde usté mata uno se arremolinan todos a pitar y gritar. Yo estaba, don Pepe, con el corazón en la boca. Los perros ladraban, saltaban y se le diban encima al animal y él ni caso les hacía. En una de ésas un cachorro muy bueno que llevábamos se le acercó más de la cuenta, se viró y le clavó el cacho entre la barriga; le sacó las tripas enteritas y se las pisoteó el muy condenado.
Callaba Momón, para recordar y descansar, y mandaba la lluvia. Entraban retazos de viento, se medio caía la luz…
—Esa noche la pasé en claro, don Pepe. Cada vez que se movía un palo estaba yo parado, con la carabina entre las manos. Los perros se mantenían ladrando y ladrando. En eso empezó a caer un agua templada. Entonces sí era Ja cosa de a verdad. A mi compadre le dije: «Ahora si nos fuñimos, porque con este tiempo no hay quien montee». Aquel demontre de hombre era hasta su poquito haragán. ¿Sabe lo que me dijo? Que él lo que tenía era gana de dirse. ¿Usté ha visto? Bueno… hay gentes que no son personas. Teníamos las monturas en Arroyo Toro y dende el amanecer estábamos en el monte. “Pero compadre —le dije yo—, ¿cómo vamos a estar un día y una noche caminando en el monte, muertos de miedo, para volver a casa sin una tajadita de carne?
Momón sonreía; sonreía y miraba a mi padre.
—Hay gentes que no Son personas, don Pepe…
En eso: clom, clom, clom.
Mamá miró en redondo; papá irguió la cabeza y se murió para todo aquello que no fuera el ruido; Momón se puso de pie, llenando de sombras un rincón.
—Están llamando —dijo.
Y padre y él salieron, mientras madre los veía desde la puerta. Oíamos cuando la abrieron y los oímos retornar enseguida. Entraron con un hombre bajito, oscuro y sólido. Sacudía el sombrero contra los pantalones, desde los que caía el agua a chorros. Una sonrisa ancha, amarilla y sana le ponía los pómulos altos.
—Siéntese —dijo padre.
Pero el hombre se miraba los pantalones, las manos, la camisa; se le veía que no quería mojar la silla. Papá insistió y él se sentó en la caja que ocupaba antes Momón, bajo la horadante mirada de mi madre. Estuvo buen rato callado, ojeándonos observándonos. Esperábamos que iba a pedir posada, a decir que no podía llegar a su destino con semejante tiempo; pero nos sorprendió a todos preguntando de pronto:
—¿Es usté don Pepe?
—Sí.
Padre se acariciaba el bigote.
—Tengo que decirle una cosa; pero…
Papá le invitaba:
—Diga, diga.
—Es a usté solo —rezongó él.
Madre quemaba a papá; Pepito quemaba al hombre; Momón quemaba a madre; entre todos me hacían arder.
—Dígalo aquí, no tenga miedo —recomendó padre.
—No, don Pepe; es asunto delicado.
Padre nos señaló:
—Éstos son mis hijos, ésta es mi mujer; éste es de la casa.
El hombre alzó unos ojos dudosos hasta Momón.
—¿De dónde viene?
Era papá quien había preguntado.
—De arriba —dijo, señalando indecisamente hacia el este.
—¿Del Bonao?
—No me comprometa, don Pepe.
El hombre tenía la cabeza baja y le daba vueltas al sombrero, con aquellas manos gruesas, cortas.
—No tenga miedo; diga.
Entonces el hombre alzó la frente.
—Usté tiene aquí un caballo rosillo.
Papá dijo que sí con la cabeza.
—Bueno, yo vengo a buscarlo.
Momón comentó:
—Anjá… vuelve la fiesta.
—¿A buscarlo? —inquirió madre.
—Sí; a buscarlo. Ustedes saben ya…
Padre se puso de pie.
—Venga —ordenó al hombre.
Y por la estrecha puerta lo llevó al comedor, por donde andaba rodando el ruido que la lluvia metía bajo el zinc.
Cuando volvieron escondía papá los ojos, pero se notaba que desde ellos se le estaba cayendo una mortificación.
—Momón —dijo—; necesitamos buscar el rosillo del general.
—¡Concho!… Con esta noche sí no creo que lo topemos.
Padre tenía una mano embolsillada y la frente caída.
—Pero este hombre no puede esperar a mañana.
El recién llegado tenía los ojos regados en toda la cara.
—No puedo, no; tengo que dirme esta noche sin falta. Y hasta suerte a que está lloviendo…
Mamá cortaba el hombre a miradas.
—Bueno… —Momón se había sacudido las manos—. Yo voy a buscarlo, si hace falta.
—Pero usté está enfermo, Momón —objetó mamá.
—¡Falta que hace Mero aquí! —lamentó padre.
Efectivamente, hacía falta; sólo él conocía como su casa el pedazo de potrero donde estaba el caballo rosillo; tanto lo había caminado que a tientas podía meterse en él sin tropezar y sin torcer el rumbo.
—¿Sabe dónde duerme siempre? En el tronco del higüero.
—¿Para allá? —Momón señalaba al oeste.
—No, papá; no —atajó Pepito.
Su manecita hablaba tanto como su boca. La voz se metía como punta de cuchillo en aquel roncar terrible de la lluvia.
—Ayer tardecita estaba por los alambres que dan al caimito.
Padre se rascó la cabeza. ¿Dónde diablos estaría ahora ese animal? Y aunque fuera de día, ¿no era una barbaridad meterse entre las altas yerbas de páez, bajo la loca lluvia, a buscar un caballo que estaría escondido sabe Dios en qué rincón?
El recién llegado se adelantó, siempre en las manos el sombrero.
—Enséñeme dónde está el vaso, que yo lo busco.
Madre ya no pudo impedir que sus ojos destruyeran al intruso.
*
* *
Supimos que volvían porque la lluvia no pudo ahogar el chapoteo del caballo en el patio. Momón entró tiritando. En la puerta de mi habitación lo sacudió una tosecita menuda. Dijo que había costado trabajo encontrar el animal; pero que aquel hombre era endiablado: ni que se hubiera criado en el potrero: lo anduvo de arriba abajo, sin tropezones, sin «equívocos».
Papá estuvo hablando con él allá en el almacén. A poco de haberse ido me fui metiendo en el sueño suavemente, como una hoja seca que planea desde el árbol al camino. Sé que desde lejos me llegaba la voz de papá:
—Otra vez estos líos, otra vez…
*
* *