Capítulo XI

A carrera desbocada, un jinete que traía los brazos abiertos y el sombrero sobre la nuca pasó como una exhalación frente a casa y nos gritó:

—¡La revolución viene por ahí!

Papá se tiró al camino y llamó a voces; pero el hombre iba ya metiéndose en la Encrucijada, cubierto por una ligera nube de polvo.

No sabiendo qué partido tomar, papá se dirigió velozmente hacia el oeste, buscando de seguro acercarse al cantón de Pedregal; pero ya cruzado el Yaquecillo se devolvió y entró mordiéndose los labios al almacén; anduvo rebuscando por su habitación y tornó armado.

—¿Dónde está Mero? ¿Dónde está Mero? —preguntaba desorientado.

Nos dimos a llamar a Mero, a voces colmadas, correteando hasta la alambrada de atrás, y bastante después le oímos gritar desde el fondo de los potreros. Padre le indicaba con la mano que apresurara el paso y cuando estuvo cerca le dijo que trajera un mulo cualquiera, porque tenía que hacer un mandado.

Mero aparejó el animal y no sé qué cosas le recomendó papá, porque él se avivó en los preparativos y cuando estuvo montado pegó con los talones en las costillas del mulo, que partió al trote. Después padre entró, nos llevó al comedor y cerró la boca y el ceño.

Hacia el medio día, lívido, con un montón de noticias siniestras atragantado hasta no dejarle hablar, volvió Mero y se metió de un salto en el comedor.

—Hay más de veinte heridos ahí en Pedregal, don Pepe; cuando llegué estaba uno agonizando.

Los ojos de aquel infeliz eran incapaces de fijarse en cosa alguna; la cara de papá se hacía gruesa y Pepito miraba como los perros apaleados. Con señales, más que con palabras, le hizo papá contar todo lo que sabía, y supimos de esa manera que desde el amanecer se estaba librando un combate feroz a la entrada del pueblo. Los muertos no se podían contar y se iban despachando los heridos menos graves hacia Pedregal, con el propósito de que los atendieran y, de ser posible, los enviaran más atrás. El negro que comandaba el cantón, persona con experiencia en esas cosas, no quería mal impresionar a la gente del Pino y por eso se mantenía allí con los heridos, tratando de curarlos con agua y yerbas, multiplicándose, abnegado y heroico. José Veras estaba entre ellos, cortando tapones de maguey en los pajonales vecinos, taponando balazos, aliviando con palabras y caricias a los infortunados.

Aún allí, entre la sangre cálida que imponía respeto, José Veras removía a los heridos, les tomaba las caras entre las manos y se las estudiaba con interés manifiesto: buscaba una que él debía recordar con justo odio.

Al decir de Mero, entre ratos se oían las pisadas veloces de algunos caballos, llegaban los jinetes, cada quien con un abaleado sobre las piernas, los soltaban en silencio y dando escasas noticias de lo que sucedía allá alante, se marchaban con las bocas cerradas, pálidos y rabiosos. Uno que otro decía al llegar: «Mataron a Fulano». O si no: «Cortaron malamente al capitán Tal».

Deprimidos por las nuevas estuvimos esperando la llegada de José Veras. Entró a pie, con insolente lentitud. Como tuviera la mirada pesada, no hizo falta preguntarle nada. El mismo, cuando lo creyó conveniente, empezó a contar. Sus noticias eran fatales: según él la revolución había perdido el empuje y sólo gracias al coraje del general Macario se estaba aguantando: pero la derrota era inminente. Comprendiéndolo así, el negro que mandaba en Pedregal había dado orden de que fueran repartiendo los heridos de manera discreta, llevándoselos sobre todo a la loma, acompañados por hombres sanos. Los más graves quedarían allí, y como era inhumano exponerlos a la intemperie y a la crueldad del enemigo, se les ultimaría dándoles un balazo en la sien a cuantos padecieran.

Mamá se sujetaba ambas manos, apretándolas, y unas lágrimas limpias empezaban a rodarle por las mejillas. Mirándola, José quiso consolarla:

—Ésa es la guerra, doña; no hay remedio… O se mata o lo matan…

Pero esas palabras ni a él le satisfacían, porque bien claro se le veía el dolor.

La expresión triste de mi padre no se debía tan sólo a la posible derrota de los que habían ganado su simpatía, sino al temor de, las represalias, al miedo de que, triunfante el gobierno, se viera obligado, como antes, a buscar su seguridad en la huida perenne, en el escondite, en la fuga. Se alzaba ante nosotros, una vez más, la amenaza de la mala vida, del refugio en las lomas inhóspitas, o en la remota frontera, o en otro país, en último caso.

Torva era la expresión de cada uno en casa, hasta el atardecer, cuando de manera definitiva nos enfrentamos a la realidad: la revolución había sido derrotada.

Mero fue el primero en señalar a los prófugos, una fila de sombras aplastadas que correteaban por las lomas que nos quedaban atrás. Otros iban gateando afanosamente por los repechos y a la distancia los veíamos como niños que jugaban. Después… Después ya no hubo tregua para los que huían. Descaradamente irrumpían en el camino real, tiraban las armas entre los matorrales, en los guayabales, bajo las mayas; se metían por los potreros o en el monte de enfrente; huían de manera vergonzosa, llenos de un miedo cerval e inhumano. Algunos venían en caballos canijos, taloneando a las pobres monturas que ya llevaban desflecados aparejos, ya estaban al pelo, ya ensilladas. Se oían tiros sueltos, imprecaciones y advertencias. A ratos gritaba alguno:

—¡Párense, pendejos! ¡Párense!

Aquellas voces aumentaban la confusión y el miedo, encendían los ánimos de huir que llevaban algunos y denotaban el profundo desconcierto que llenaba el momento.

A la puerta de casa, al trote más que a la carrera, llegó uno de los hombres de Pedregal, aquel descolorido y flaco que tenía ojos de matón. Se metió como en propiedad suya y tenía aires serenos.

—¿Qué pasa, por fin? —le preguntó papá, sujetándole por el hombro.

—Ya lo ve —respondió el hombre, señalando con un gesto el camino, los montes y las lomas.

—¿Derrotados?

—No; todavía no; el general está peleando duro a estas horas; pero casi toda la-tropa se le ha huido.

Tomó asiento y murmuró en voz baja:

—Ha sido una carnicería… Ojalá que usté viera cómo están los heridos ahí en Pedregal.

Pepito se agarraba a la falda de mamá, pálido y con la mirada huidiza. Papá tenía anudado el ceño y la boca trancada. Madre rompió en preguntas, todas vagas; José Veras callaba junto al hombre. Por la puerta se podían ver los grupos que pasaban en fuga.

El visitante procuró saber cuál era el camino que lo llevaría a Sabana del Puerto, donde tenía una tía. No era de esas tierras y no quería caer mansamente en las manos del gobierno. Se conocía que era valiente sin titubeos, pero que estaba seguro de no haber hecho muchas cosas buenas, y quería evitar tropiezos.

José Veras le estuvo explicando, lo mejor que pudo, señalando con la mano, mencionando nombres de individuos que encontraría en la marcha. Papá le regaló unas monedas y antes de que la tarde cayera del todo se fue cruzando los potreros para caer en Jagüey Adentro. Estuvimos en el patio mientras pudimos ver su cabeza meciéndose entre la alta yerba páez. Ya íbamos a entrar cuando nos sorprendieron las voces de Pepito, que llamaba a gritos. Corrimos todos a través de la casa, en dirección del camino real, atropellándonos en la carrera. José Veras se tiró afuera, con el revólver en la mano.

Había frente a la puerta un hombre, jinete en penco bayo, que sujetaba por un brazo a otro que se descolgaba penosamente de las ancas. Cuando éste hubo tocado tierra con los pies, desplomándose sobre José, el que le sujetaba golpeó las costillas del penco con sus recios talones y partió al galope. No había dicho palabra y ni siquiera volvió la cara, como si no hubiera dejado allí nada.

Padre se tiró al camino, enrojecido de súbito, y tomó al hombre por los pies mientras José le clavaba sus manos en las axilas. Entre los dos lo llevaron hasta el quicio de la puerta; al soltarlo se quedó flojo, encogido, los brazos junto al cuerpo. Durante un segundo movió la cabeza y levantó con visible esfuerzo los párpados: sus ojos tristes y pardos se mecieron de un lado a otro, sin gobierno.

Tornaron a cargarlo, doblado como hamaca, y lo recostaron en el mismo sitio que acogió a José Veras la tarde de su tragedia. ¡Oh! ¡Y qué angustia nos oprimía a todos, viendo tendido a nuestro frente aquel cuerpo largo de hombre!

Estábamos velándole en el almacén, a la luz de una jumiadora que daba tumbos sin cesar. De hora en hora sentíamos pisadas alejándose y compadecíamos a quienes iban así, buscando amparo en la distancia, cargados de miedo, bestezuelas más que hombres.

El herido respiraba con afán. Mamá rezaba y sostenía en sus piernas la cabeza de Pepito, abatido por el sueño. En una silla, doblado, preocupado, papá fumaba, acechando los movimientos del desconocido.

Aquella angustia mortal que nos ahogaba colmaba el almacén, le mantenía los ojos serios a losé Veras y nos aplastaba el corazón a todos, y lacia gigantescos los ruidos comunes, los de una ata infatigable o los del viento en cualquier ama.

*

* *

Los gallos empezaban a cantar la media, uno tras otro, en el vasto círculo del campo, cuando el herido pretendió incorporarse. Un esfuerzo sobrehumano le hinchó la cara; pero se desplomó sobre el aparejo mordiendo un gemido. José se apresuró a calmarlo, golpeándole suavemente el hombro.

Pasado un tiempo, el hombre logró alzar la frente y entreabrir los ojos; su primera actitud fue mirar en redondo, con la boca abierta. Sus ojos eran dos luces sin voluntad en mitad del rostro. Estaba encendido de fiebre y preguntó, lleno de miedo:

—¿Dónde toy yo?

Papá y mamá corrieron sobre él musitando:

—En su casa, amigo; en su casa.

El hombre pareció comprender, movió la cabeza de arriba abajo y se dejó caer de lado, como quien no quiere luchar más. Temíamos que la vida no quisiera retornar hasta el corazón de aquel desconocido. Pero él reaccionó pronto. Cuando menos lo esperábamos se torció, apoyó una mano en el suelo y alzó medio cuerpo.

—Me duele mucho aquí —dijo de manera clara, señalándose la tetilla.

Era allí donde estaba herido. Un hoyo fino de bala le había subido la carne viva y José Veras le había puesto un tapón de maguey en él, sustituyendo el de trapo sucio que había traído.

—Sí —le explicó papá—; es un balazo; pero ya se está curando.

El hombre le miró con los ojos cargados de dulzura, sonrió algo, igual que si una lucecilla verde le hubiera iluminado los labios, y murmurando las gracias y las buenas noches se acomodó de nuevo en su camastro.

Íbamos a levantarnos ya, para ir a dormir. José Veras había porfiado por quedarse a cuidar el herido y rebuscaba sacos en los rincones para arreglar una almohada. Estábamos en la puerta del comedor, madre, Pepito que dormitaba, papá y yo, cuando oímos un tropel afanoso cruzar el Yaquecillo. Padre se detuvo en seco; mamá tomó actitud de acecho; Pepito me miraba con ojos alocados. Sentimos a los caballos detenerse de golpe y casi de inmediato tembló la puerta a unos golpes insistentes y nerviosos.

—¿Quién va? ¿Quién va?

La voz de papá no tenía nada de tranquila; era alta y áspera. José Veras cruzó la habitación en carrera, se pegó a la pared para oír y desenfundó el revólver. Los golpes persistían y persistían también las preguntas de papá, que nos metía apresuradamente en el comedor.

—¡Pepe, Pepe! —demandaba una voz ronca, cortada y nerviosa.

—Es el general —aseguró José tranquilizándonos.

Padre se dirigió a la puerta, interrogando quién era.

—Soy yo, Fello Macario —contestaron de afuera.

Papá se agachó para destrancar; abrió la puerta con cautela; pero la mano oscura y nerviosa del general tiró de ella. Inmediatamente le vimos entrar, con paso rápido y ruido de espuelas.

—Perdone, doña —dijo dirigiéndose a mamá, mientras se quitaba el sombrero con extraña y noble cortesía.

Papá pretendía preguntar algo más; antes de que hablara se le adelantó el general para explicarle:

—Mi caballo está herido y necesito una montura buena.

Padre pareció perplejo un momento, mientras afuera sonaban los hierros tascados por los animales de los que acompañaban a Fello Macario.

—Lo único que tengo es una mula, general —aventuró papá—, aunque buena.

—Cualquier cosa, Pepe, cualquier cosa…

Todos los gestos de aquel hombre acusaban su prisa. Nada le importaba en la vida; nada… Necesitaba tan sólo una montura. Papá estaba también nervioso.

—José, José —dijo de pronto—; vete al primer vaso y tráele la Mañosa.

José Veras atravesó el almacén, atravesó el comedor y abrió la puerta que daba al patio. Un viento frío se coló por ella, se arrastró de barriga sobre el piso y dio de bofetadas a la jumiadora… El herido se movió como para resguardarse de ese airecillo entrometido; lanzó un quejido sordo y volvió a estar tranquilo.

—¿Quién es? —dijo el general señalándolo.

—No sé —contestó padre—. Está herido de un balazo en la tetilla.

El general se le acercó, se agachó y removió la cabeza del hombre para verle mejor. Clavaba en aquella carne ardiente sus dedos recios de caudillo.

—Es Momón —explicó poniéndose de pie.

Y luego, dejando caer una mirada compasiva sobre él:

—Lo cortaron esta mañana, en la salida de Pontón.

—¿Estaba con usté? —preguntó papá mirándole fijamente.

—Sí —respondió a secas.

Y luego, como para justificar esa afirmación, dijo, indicando con la barbilla la dirección del Bonao.

—Es de los lados de casa.

E inmediatamente se dirigió a la puerta, donde masculló unas órdenes a los hombres que le esperaban. Se volvió para decir que tenía urgencia en salir. Le habían herido el caballo, aquel noble y bello bruto que parecía hecho para la fiesta de los tiroteos. Recomendó a papá que lo curara y lo cuidara, porque él volvería.

Oíamos a José Veras abrir el portal. Fello Macario sacó la cabeza al camino, ordenó que desensillaran el rosillo y enjaezaran la Mañosa. Iba a despedirse de nosotros ya, cuando el herido levantó la cabeza y lo llamó a pobres voces.

—Dígale a máma que yo toy bueno y sano —rogó el hombre.

El general lo miró pesadamente, casi angustiado.

—Pierda cuidado, Momón —afirmó.

Durante un instante que se hizo fantásticamente largo, mantuvo sus ojos brillantes y fijos en algún punto doloroso. Pareció dudar entre irse o quedarse amparando al herido; pero se resolvió de golpe, saludó otra vez y dio la espalda.

José Veras corrió para cortarle el paso.

—Yo me voy con usté, general —dijo.

Papá pretendió protestar; pero Fello Macario le atajó con una mano, mientras sonreía levemente, satisfecho sin duda de que, todavía derrotado, su presencia marcial y mandona arrastrara vidas por los caminos de la revolución.

Él ignoraba que José Veras se acogía a su prestigio para buscar a un hombre.