Capítulo X

Una semana después había renacido la paz en el lugar. El sol rubio, retozón y malcriado, llenaba de oro los pardos caminos del campo. Mero iba y venía sin cesar; sacaba los mulos, los peinaba, les curaba las mataduras y les revisaba las patas; recosía aparejos maltrechos, serones rotos; se pasaba horas enteras retejiendo sogas desflecadas. A menudo iba Carmita para cambiarle la resina de amacey a José Veras, hablaba poco o no hablaba y rara vez se refería a sus hijos, lamentando no haberles visto cuando la revolución pasó. José le explicaba que ellos estarían en otros sitios, «porque la guerra era muy grande, y había mucha gente en el monte».

José se arriesgaba a salir y se metía en la cocina bien de mañana para hacer rabiar a mamá con su descuido o para contarme cuentos en los que no faltaba un muerto que ora galopaba en las ancas de su caballo hasta derrengarlo en cualquier recodo de camino lleno de tinta, ora le mandaba buscar una botija repleta de onzas, ora le pedía que le rezara para sacarle de penas.

El viejo Dimas silenciaba y la mayor parte del día la pasaba apretándose la frente con la mano corta y recia. Nadie le traía noticias de sus hijos y a ratos sólo sabíamos cosas desagradables para el gobierno, en cuyas filas estaban.

—En estos días —rezongaba a menudo— no hay que pensar en trabajo. Todito lo echan a perder estas condenadas revoluciones.

Apenas venían campesinos a casa; alguno se aparecía, de tarde en tarde, con un mísero andullo, o con dos cajones de maíz. Papá se quejaba del mal tiempo, aunque entre días se le oyera decir que, a pesar de todo, la vida iba adelante.

Y así era… Con algunos empujones, es cierto; pero la vida iba adelante. Podíamos compararla con las aguas escasas y pestilentes del Yaquecillo: cuando le lloviera en las lomas bajaría impetuoso, alzándose hasta lo más alto de sus raquíticas barrancas.

El jefe del cantón de Pedregal se presentaba temprano en busca de su café, volvía a medio día a comer y retornaba en la noche para tertuliar y echar un trago, si aparecía.

Era aquél un tipo pintoresco, negro, rechoncho, de mirada vivaz y alegre decir. Resultaba gracioso y simpático con nosotros, a quienes miraba como personas superiores; pero hombre que le cayera bajo la voz de mando, era hombre perdido. Le chillaban las palabras de una manera atroz, y si contaba un hecho de armas en el que había actuado, anulaba a cuantos intervinieron en él para crecerse de modo desaforado. Él había mandado el fuego y repartido la guerrilla; y fue él quien, en tal pleito, le tumbó la cabeza de un machetazo al general tal; y él quien hizo prisionero a aquel otro general; y él quien, cuando tal pleito estaba perdido, se apareció con seis hombres y un corneta y a toque de avance y descarga cerrada salvó la situación.

Era de verle cómo saltaba y removía los brazos, cómo se le incendiaban los ojos y cómo se doblaba e imitaba la corneta con la voz y los tiros con un ruido seco de la garganta. Era un remolino vivo y no cabía en espacio alguno, por ancho que fuera, cuando contaba lo que él llamaba «un sucedido».

Se mantenía cargado de armas. Tenía un sable terciado, sujeto a la cintura por una cinta ancha y tricolor; dos revólveres, el uno cacha negra y el otro nacarado; usaba un puñal largo y agudo, que llevaba envainado a la espalda, con el mango hacia el lado derecho. Del hombro izquierdo hasta la cadera del otro lado le pendía una cartuchera cuajada de municiones y otra se le enroscaba en la cintura, sobre la guayabera de fuerte—azul. A todos les resultaba chocante, y José aseguraba que los hombres así no salían guapos, pero que aquel «diache» comía balas. Para mí era un mortificante problema pensar cómo se hacía para dormir tan repleto de hierros peligrosos.

En las tertulias de la cocina y por los labios de aquel hombre desfilaron todos los generales habidos y por haber. Contando los pleitos en que había figurado, resultaba que había recibido su bautismo de fuego por lo menos veinte años antes de nacer. El mismo no recordaba de dónde era, y unas veces decía que había nacido en Piedra Blanca, otras que en Santiago, otras que en la Línea.

Algunas noches se ponía a detallar por qué sitios estaba triunfante la revolución, cuáles eran los lugares por los que el gobierno podía recibir refuerzos. Papá dedujo por esas conversaciones que la gente que estaba en el pueblo se veía apretada y que nada más por la línea férrea mantenía contacto con el gobierno. Con un candor infantil dibujaba planos en el suelo, utilizando astillas o el cuchillo de Simeón.

—Aquí está tal tropa —decía señalando el lugar en la tierra—; y aquí tal estación, y el general Fulano está acantonado allí.

—Ajá, ajá…

Una vez papá aseguró que de él estar en el pellejo del general Fello Macario, ganaba la revolución con un solo encuentro.

—Yo… —explicaba— corto por Pedregal o por los Mameyes, hago que algunas guerrillas tiroteen el pueblo por la entrada de Pontón y cuando me estén esperando les salgo en la misma vía férrea, cortándoles las comunicaciones.

—Bueno, don Pepe —observaba José Veras— pero usté no cuenta con que ellos tienen todo el pueblo y para mover tropas lo hacen corriendito. Contimás que si se tiran con la guerrilla y la aflojan, se meten por este camino hasta el mismo Bonao, y le alborotan el gallinero al general.

Papá le miraba pesadamente, obligado a callar, porque por boca de José Veras hablaba la verdad aplastante del hombre que no ha teorizado en su vida, sino que ha actuado siempre.

—Lo que pasa —terciaba el negro—, es que en el pueblo hay balas y soldados de verdá. Correteando de arriba abajo no se ganan pleitos, don Pepe, sino metiéndose entre la candela.

Inmediatamente comenzaba a contar una acción en la que él había intervenido. El general decía que así y él que asá; discutieron, por poco si se matan en el calor de la disputa; pero cuando hubo que atacar, se hizo como él dijo y se triunfó.

—Ahora están murmurando —soplaba Simeón— que esperan refuerzos y que tal vez le traigan hasta unos cañoncitos…

El negro alzaba los ojos asombrado. Absorta en su oficio, mamá acechaba el glu-glú del agua que estaba en el fogón.

*

* *

A medida que fue tomando confianza, el jefe del cantón se fue apareciendo acompañado. Los que con más frecuencia iban eran un hombrecito descolorido, con sólo la piel sobre los huesos, silencioso, de modales lentos, cabellos muertos y negros y ojos de matón; y un mulatazo enorme, que casi no cabía por la cocina, dulce al hablar, al moverse, al mirar. En su cuerpo todo era flojo y caminaba como persona con sueño. Otros muchos se turnaban en las visitas; pero no eran asiduos. José los interrogaba a todos y como al descuido preguntaba por gentes del Bonao. Bien se veía que vivía alimentando el deseo de vengarse. Dimas se interesaba por noticias que vinieran del pueblo, deseoso de que alguien le dijera un día que sus hijos estaban sanos y salvos. Generalmente se mantenía exprimido, como las guayabas que el mulo pisa en los caminos; tenía los párpados amoratados y la lengua pesada para la conversación.

Sabíamos que la revolución no acometía de manera resuelta, y hasta el negro se quejaba de ello, lamentándose de que el general no encontrara oportunidad propicia para lucirse. No era muy discreto hablar así, pero él se sentía seguro y sabía que en casa nadie le iba a hacer una mala jugada.

Oyéndole hablar, todos fuimos cobrando un miedo vago a no se sabía qué cosa; temíamos que un suceso inesperado hiciera cambiar los acontecimientos, o, por lo menos, que los detuviera allí donde estaban. Ya hubiera sido bastante amargo eso, porque aunque yo no entendiera que vivir era cosa difícil, se lo oía decir a los mayores, y la vida tal como estaba, me llenaba de sustos. Sabía que la revolución estancaba las fuerzas en marcha; que entre los conucos iba haciendo estragos el bejuco bravo; que el maíz ennegrecía al sol, sin que la mano que lo había sembrado fuera a recogerlo; que en su propio tallo se hacía tripa oscura e inútil la fragante hoja de tabaco, y, sobre todo, que por los callejones de cada campo empezaba a crecer el fantasma del hambre.

Una noche, pesada de incertidumbres, llegó el negro cabizbajo, tumbó el pilón y tomó asiento en él. Con la frente en la mano estuvo largo rato sin decir palabra. Se rascaba las piernas y parecía quejarse. Papá le miraba y se asombraba.

—¿Se siente malo? —preguntaba solícito.

Al cabo de buen rato, alzando la mirada, el hombre dijo, sencillamente:

—Dentraron refuerzos al pueblo.

Todo el mundo abrió la boca, pero el asombro las llenó de silencio.