Capítulo IX

Enfermo estaba yo, con una fiebre que me hacía arder la sangre, cuando recibimos las primeras noticias seguras. Se sabía sin lugar a dudas que llegarían en la tarde y además que las avanzadas del gobierno se replegaban con precipitación hacia el pueblo porque una columna de la revolución había atacado por la espalda.

El camino parecía un hormiguero y en todas las caras había risas insolentes. Desde que el sol dejó su inclemencia empezó la gente a apostarse en las palizadas. José quería levantarse; pero una llovizna menuda empezó a salpicar los campos y se fue haciendo gruesa. El viento sin ley de las lomas la tornó chubasco; sin embargo los hombres no se iban.

En casa se trajinaba como nunca y padre hizo ensillar la Mañosa para que Mero fuera a toda carrera hasta Pedregal y comprara algunas medias botellas de ron en la pulpería que vegetaba allí.

Entrando ya la noche oí el rumor vago, confuso y atronador, que iba creciendo rápidamente. Pepito estaba a mi lado, temblando de frío, hecho un manojo de nervios. Sentíamos igual que si un río salido de madre se hubiera adueñado del camino real y corriera arrasando con bohíos, con árboles, con piedras. Algunos disparos sueltos cantaron en el anochecer y se distinguían gritos roncos, voces ardidas, palabras desnudas. Papá caminaba a grandes trancos de una habitación a otra.

Al amparo de las sombras, que se metían apelotonadas en la casa, salté del catre y me fui al almacén. Me sentía exhausto y crecido a un tiempo. José Veras entreabrió una puerta; veíamos el agua gotear por las arrugas del zinc.

—Ese es Fello Macario —dijo él.

Señalaba al primero, jinete elegante, de pecho salido, que montaba un nervioso y bien parado caballo rosillo. Tenía la piel oscura y llevaba sombrero de Panamá. No se le veía arma. Vestía saco achocolatado y pantalones azules y estrechos, cubiertos de rodilla abajo por negras polainas. A medida que se acercaba se distinguía mejor el rostro viril del general. Se adornaba el labio superior con bien hecho bigote; usaba pañuelo de seda arrollado al cuello. Miraba por encima de los hombros, sereno, arrogante, seguro, como hombre acostumbrado al mando.

Su caballo era también de jefe. Marchoso, embarbado, brioso y alto; no movía la cola y pisaba como si temiera hacerle daño a la tierra.

Tras el general se adivinaba un hormiguero de hombres montados y a pie. A su lado venía un negro bajito, jinete en alazano pequeño; tenía la corneta terciada sobre el amplio pecho.

De la columna, que caminaba torciéndose, moviéndose, ladeándose, se elevaba un vasto rumor de conversaciones alegres; alguna que otra voz se alzaba en gritos; muy atrás se adivinaba otro grupo, medio ahogado en la llovizna.

José Veras estaba nervioso y ardía en deseos de tirarse al camino; le bailaban los ojos; se mordía las rabizas del bigote, palidecía… Yo me sentía colmado de entusiasmos, enamorado de la postura elegante, viril y simpática de aquel general legendario, de quien se contaban cien generosidades y no sé cuántos gestos de valor. Se decía que en todo el Cibao no encontraba compañero en la seguridad de su muñeca; que no perdía tiro; corría de boca en boca la historia de que cierta vez en la fiebre del combate metió su caballo en la montonera enemiga para arrancarle a una rumba de muertos el cadáver de un compadre; que se lo echó por delante y que retornó a su tropa al tren picado de su montura, sin apresurarla, sin disparar y sin volver el rostro.

Cincuenta merengues cantaban las hazañas del general Fello Macario; y yo lo tenía ahora al alcance de mi vista, y sentía que una felicidad ardiente y desconocida descendía sobre mí. Pero cuando vi que, ya casi frente a casa, el general dirigía su montura hacia el portal, y sentí que papá salía a recibirle, dejé la rendija y corrí a mi catre.

Oí el saludo cordial de mi padre; oí la voz del recién llegado, autoritaria, salida a borbotones, como las burbujas de la botella metida en el río; oí la voz alegre de mamá dándole la bienvenida y oí las pisadas del rosillo en el patio.

Pepito corrió al comedor y subió a la ventana. Volvió inmediatamente a decirme que había muchos, muchísimos caballos en el portal, tratando de entrar, pero que el general lo había prohibido.

Las pisadas de las bestias, frente a la casa, en el trocito de camino que se nos echaba delante como perro sato; las voces aguardentosas de los revolucionarios; el tintineo de los estribos y los frenos, cuando los animales pretendían sacudirse la llovizna de encima: todo aquel clamor ronco, nuevo y vertiginoso, penetraba en mi habitación, cabeceaba contra las paredes y me golpeaba en las sienes.

A poco sentí pisadas recias en el comedor y sonido de espuelas. La voz de Fello Macario, baja y mandona, colmó la casa. Estuvo largo rato hablando con padre y me di cuenta perfecta de cuándo llegó Mero con el ron y cómo chasqueó los labios el visitante, indicando que le había gustado. Después se pusieron de pie y creí que él se iría; pero las pisadas se acercaron e irrumpieron en mi habitación. Mamá les seguía con luz. A su gracia pude ver al general.

Era de expresión adusta, cerrada, imponente. La nariz afilada y la boca prieta, la barbilla pronunciada y el entrecejo le hacían difícil a las intimidades. Sus ojos pardos, manchados de rojo, se movían con impresionante pesadez, igual que si estuvieran metidos en barro. Tenía la quijada sólida y la cabeza pequeña, con el pelo cortado a rape y jaspeado por puntos de canas. Estuvo sentado en una silla serrana, junto a mi catre; me pasó varias veces la mano por la cara, al descuido, mientras contestaba las preguntas de papá; al descuido también pareció tentarme por el pescuezo, con el dorso oscuro.

—Este muchacho se está quemando, Pepe —dijo.

—Unas calenturas… —comentó mamá.

—Yo lo voy a curar de una vez —aseguró.

A la sonrisa de duda que se descosió en el rostro de mi padre respondió él con otra de sapiencia. Pidió ron a mamá; se desabotonó el saco, sacó del cinturón un hermoso puñal que tenía el mango negro y adornado con plata, buscó a tientas una cápsula y lentamente, como hombre que de nadie depende, comenzó a desplomar la munición. Logró sacar el cascarón, no sin algún trabajo, y había vaciado la pólvora en su mano zurda cuando retornó mamá trayendo el ron. Él se bebió un trago, sin asquearse, igual que quien bebe agua, echó la pólvora en el resto y me tendió el vaso. Papá gritó que no me diera tal bebida, pero él le contestó, sonriendo, que «ésa era la medicina de los hombres». Sujeté asustado el vaso, tragué el ron y sentí que un candelazo me abrasaba la garganta.

Fello Macario me miraba con sus ojos pardos, pesados e impresionantes. Las lágrimas me saltaban de los ojos y entre ellas veía la expresión apesadumbrada de mi padre. De pronto pareció acordarse de algo, le dijo al general que esperara y salió.

El general no habló palabra, como tampoco mamá, mientras papá estuvo fuera. Él parecía estar jugando con algún pensamiento y yo atendía a las voces de Pepito, que se elevaban entusiastas y agudas en el patio.

Padre entró con el revólver de Dosilién en la mano.

—Quiero dejarle esto de recuerdo, ya que ha honrado mi casa —explicó tendiéndole el arma a Fello Macario— ¿Sabe usté a quién perteneció esto?

El general movía la cabeza a un lado y a otro, indicando que no. Al fin, a la sonrisa pedante de papá, respondió:

—Ni lo supongo.

—A Dosilién —dijo.

—¿A Dosilién? —preguntó asombrado.

Papá afirmó con gestos. Afuera engrosaba el ruido. Siempre me seguía pareciendo un río que arrastraba espeques, alambres, hombres, árboles. Pepito vino corriendo a decir no sé qué cosa al oído de mamá, y ella salió apresurada. Fello Macario escuchaba atentamente a papá.

—Me habían dicho que estaba compuesto.

—Sí, —aseguró papá— está compuesto. No hay bala que lo corte mientras usté lo tenga encima.

El general sonreía satisfecho.

—Usté no sabe lo que le agradezco este regalo, Pepe —dijo poniéndose de pie.

Caminó dos pasos, con igual torpeza que si estuviera aprendiendo a moverse sobre la tierra, despojado de su caballo. Se acercó a mí, y con una ternura que me abrumaba empezó a peinarme con su mano áspera. Alta la cabeza, mirando lejos, dijo:

—Pepe, acuérdese de que arriba y abajo, en gobierno o en revolución, el general Fello Macario es su amigo.

Había hablado con voz entrecortada. Al salir se le regó la luz en la espalda. Era, efectivamente, un bello ejemplar de mulato. Ya en la puerta se volvió con un movimiento lento, señaló al oeste y recomendó:

—Ahí en Pedregal voy a dejar un cantón: cuídeme esos muchachos como si fueran suyos, Pepe.

—La gente que anda con usté —respondió papá notándosele la emoción— es gente que manda en esta casa, general.

Se fueron. Por las otras habitaciones iban sonando sus pisadas, acompañadas de ruidos de espuelas. Y las espuelas eran de plata, si yo no había visto mal.