Capítulo VII

Cuando papá consideró que los mulos habían repuesto en los potreros su fatiga, y cuando le vio las ancas firmes a su Mañosa, dispuso un viaje rápido al pueblo para llevar telas y otras cosas «antes de que la gente se embullara con los tiros». Salió bien de mañana y volvió cuando el sol rastreaba desde el oeste. Estaba muy alegre, porque había hecho buena venta. Dijo, acomodándose para regustar mejor la cena recién comida, que en el pueblo había dudas, decires, pesimismos.

—¡Ay de esa gente si Pello Macario los coge ahora desorganizados!

—Manque no los coja, don Pepe; manque no los coja —sentenciaba Simeón.

En un rincón, huyéndole a la luz retozona para esconder su tristeza, Dimas sólo atinaba a decir:

—Con que no vido a los muchachos, don Pepe; con que no los vido…

Más que hablar con papá, parecía hacerlo con la noche dilatada, con la noche plena que se estaba endureciendo afuera.

La vida del campo estaba suspensa para todo aquello que no fuera la revolución. En las tertulias de casa se contaban historias de sangre; se hablaba de tal pleito, de las bajas que hubo en tal lugar. Cada día aparecían noticias nuevas que nadie sabía de dónde procedían, puesto que ninguno de los contertulios salía del Pino. Se decía que las tropas pasaban de noche, y alguien aseguraba que sentía los pasos de las monturas.

Papá era o muy crédulo o muy incrédulo. Sus simpatías estaban con los alzados, quizá porque era amigo del general Fello Macario, quizá porque el gobierno había reclutado a los hijos de Dimas, cuyo dolor, manifiesto perennemente, aunque lo disimulara, indignaba a quienes le querían.

La amenaza de la revolución paralizaba las vidas. A cada momento se la creía ver aparecer por el recodo de la Encrucijada, arrasándolo todo.

Sin embargo, la tal amenaza no podía matar el deseo de diversiones. A pesar de que a cada amanecer faltaba alguna cabeza de hombre en algún bohío, porque en la noche tomó el camino de los cantones; a pesar de que nadie sabía qué cosa desagradable le guardaba la revuelta; a pesar de que nadie sabía cuándo podía aparecer una columna armada, la gente se preparaba a bailar.

Desde muchas noches antes a la del sábado se oía retumbar la tambora por los lados de Jagüey Adentro. Eran ruidos sordos, epilépticos, con ritmo de tiroteo lejano. Los hombres ensayaban merengues; y cuando la brisa venía del este, llegaba hasta nosotros la voz desgarrada del acordeón.

El entusiasmo iba cundiendo en los campos vecinos. Desde la tambora parecía irse desprendiendo un calor que emborrachaba. En la noche trepidaban las sombras bajo el convite apremiante de aquella tambora.

Simeón habló con papá para que pusiera cantina en Jagüey Adentro; pero padre le contestó que él no contribuía para esas cosas, cuyo final era siempre sangriento. Él sabía bien cómo va levantando el ánimo la copa apurada sin medida, cómo enardece la música tosca del acordeón. En toda fiesta flota un vaho viril y cruel, un olor confuso de sudor y de mulo caminado, una pestilencia de pólvora, que acaba poseyendo a los hombres y termina en chorro: de sangre.

El baile debía ser el sábado en la noche; sin embargo, desde antes del atardecer empezaron a cruzar por el camino incontadas mujeres. No se sabía de dónde salían tantas. Unas tenían color de cacao: otras eran blancas, con la sangre apretada en las mejillas; otras parecían negras de tan oscuras. Todas llevaban trajes anchos, de colores chillones; todas movían las caderas con vaivenes de hamacas y todas tenían ojos encendidos, como fogones en las medias noches. En los moños altos y copiosos lucían su gracia los claveles reventones y las tímidas rosas.

Pasaban también hombres, agrupados, en caballos, a pie, bien trajeados, descalzos; gentes de todas las razas y de todas composturas. Venían vociferando, reían, charlaban y bebían a pico de botella.

Papá y yo estábamos en el camino real, junto al portón. Veíamos aquel desfile abigarrado que padre comentaba con palabras despectivas. La tarde se arrimaba también hacia allá, hacia Jagüey Adentro; parecía ir cruzando el cielo en amplios trazos de luz morada. Oíamos claramente la tambora con su ruido esquivo, veloz, desesperante. Por el camino, con la cabeza gacha, venía Dimas; traía las manos a la espalda y parecía no querer andar.

En eso oímos tiros. Sí; eran tiros. Seis, siete. Sonaron claramente, por encima del sordo rugido de la tambora.

Dimas se detuvo. Nos miró con ojos desolados y absurdos. Estaba ya cerca de casa y corrió.

—¡La revolución, la revolución!… —roncaba.

Pero no era la revolución. Vimos un hombre que venía, desde la Encrucijada, en nuestra dirección. Corría alocado; se detenía de pronto, disparaba y tornaba a huir.

—¡Es José Veras! —gritó papá.

¡Sí; era José Veras! Se le veía como una mancha gris, atareado en cargar el arma humeante. Cerca, cerca, tirándole los cascos de las monturas sobre las espaldas, le seguían cuatro nombres. Traían los sables en alto y se inclinaban hacia el camino.

Yo estaba asustado. Mamá y Pepito corrieron al portal boquiabiertos. Papá los atajó; los empujaba con las manos, con las palabras. Se metió en el almacén a todo correr. Cuando salió de nuevo, con el revólver oscuro en la mano, acababa de caer José Veras.

Los perseguidores saltaron sobre él en desorden. Vimos claramente el chorro de sangre que le nació en el pescuezo. Pero aún así, en el suelo, disparó dos veces.

—¡Asesinos! ¡Asesinos! —tronó papá.

Y haló el gatillo tres, cuatro veces. Dimas corrió sobre el grupo; llevaba en alto su cuchillo.

Los caballos se arremolinaron junto al cuerpo herido de José Veras. Aquello parecía una mancha confusa, medio perdida en el atardecer. También papá corría, gritando insultos. Pero los desconocidos lograron montar.

Nos ahogaba el sobresalto, mientras el camino real se alargaba tras los cascos de aquellos cuatro caballos veloces.

*

* *

Toda la gente del baile se desbocó en el patio de casa. Venían agrupadas como hormigas; una algarabía terrible se alzaba de aquel montón inquieto que gritaba y gesticulaba.

Tenían al herido tendido con la cabeza sobre la calzadita que llevaba a la cocina. Un machetazo cruel, que desde la oreja derecha hasta casi la mitad del cuello le había tumbado buen trozo de carne, había abierto salida a la sangre abundante de José Veras. La tierra mojada y negra se la iba chupando con avidez. Las mujeres y los hombres se inclinaban con miradas tímidas y asustadas sobre el herido.

A medida que pasaba el tiempo se agrandaba el grupo. Simeón escupía indecencias, mientras caminaba de un lado a otro con el entrecejo arrugado. No comprendía que se pudiera herir tan cobardemente a un hombre.

Sólo José Veras parecía tranquilo: ojeaba el grupo y trataba de sonreír; pero a cada esfuerzo le borbotaba la sangre por la herida. Tenía ya el pecho y los hombros rojos.

La vieja Carmita había venido también entre los curiosos; se alejó de todos, se dobló cerca de la alambrada y escogió algunas yerbas. Pidió permiso a mamá para majarlas en la cocina. Pero ni madre, ni padre, ni nadie sabe qué convenía hacer. Todo el mundo se movía de un lado a otro, protestando y asqueado del suceso; aquella masa confusa sólo sabía mecerse en círculos sobre José Veras.

Carmita pedía una aguja con hilo y papel de estraza. Habló con Simeón. Dimas daba voces, queriendo pasar.

La vieja se inclinó junto a la cabeza del herido. El quiso moverse para verla; la sangre le salió entonces a caños, ensuciando la falda morada de Carmita.

—Estése quieto, compadre, que vamos a coserlo —recomendó el alcalde.

Él movió los párpados, aprobando. La vieja le llenó el hueco de carne viva con las yerbas majadas, metió también papel de estraza y comenzó a coser la despiadada cortadura.

Todo el mundo trató de no ver. Sólo una mujer joven, de encendida color, dejó los ojos fijos en José, mordiéndose los labios.

Oyéndoselo contar a la gente supimos que José estaba jugando con unos hombres que decían ser del Bonao, pero a quienes se sospechaba como procedentes del Cantón de Jima. Hizo trampas para quedarse con una onza, se la reclamaron, se negó a devolverla, y acaeció la tragedia.

Papá ordenó que le arreglaran con sacos viejos y aparejos una cama en el almacén. Simeón se le acercó para preguntarle quién era su agresor. Desde el suelo, apuntándole una sonrisa maligna en la boca descolorida, respondió Veras:

—Ésas son cuentas mías, compadre…

La vieja Carmita explicaba a un grupo de mujeres:

—Ése no se muere… Yerba mala…

Los hombres buscaban, con justo disimulo, la dirección de la gallera.