Aunque el día amaneció nublado, con las nubes espesas y oscuras rozando las copas de los árboles y los techos de los bohíos, mucha gente conocida y desconocida estuvo visitándonos desde que las gallinas dejaron los palos.
Mero llegó antes que el sol, tomó una botella de creolina en el comedor, charló con mamá, buscó un poco de cal en el almacén, y se fue a los potreros a curar dos mulos que se habían estropeado en el viaje.
Mero vivía en Pino Arriba y a lo que parece no tenía padre ni madre, porque nunca le oí hablar de ellos. Se había echado novia, y las primas noches le encontraban sentado en el bohío de ella, silencioso, mirándola con actitud tímida.
Él era persona moza, de pocas líneas y carne indecisa. Parecía que todas las palabras habían muerto sobre sus labios y que todas las luces nacían en sus ojos. Mulato, alto de pómulos, trabajador y sufrido, no tenía estampa fija ni se sabía a ciencia cierta en qué acabaría. Entró al servicio de papá en Río Verde, se le acomodó en el corazón porque no contestaba a sus regaños, porque era honrado y porque como no hablaba, no ofendía. Madre le quería mucho, y siempre encontraba abundante el café para guardarle su tacita.
Ni en Río Verde ni en El Pino vivía en casa; allá tenía la suya y al mudarnos encontró bohío en Pino Arriba. Se retiraba cuando nos sentía con sueño y volvía antes de que despertáramos del todo.
Alguna que otra vez hablaba de su hermana, mujer a la que parecía profesar un cariño limpio. Ella tenía unos hijos que él llamaba «mis sobrinos del diablo»; y cuando la ocasión le ponía frente a una recua que debía pasar por Río Verde, amarraba algunos «clavaos» en un pañuelo y se los enviaba a los muchachos «para que compraran dulces».
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Papá conversaba con Simeón, que entre palabras se ponía de pie para recomendar a mamá cómo había de hacer la tisana que me curaría las calenturas. A mi padre le tenía disgustado el estado de alarma y de desorden que se había producido, y lamentaba sobre todo el reclutamiento de los hijos de Dimas.
Ellos no eran asiduos de casa; pero trabajaban con papá, uno viajando con la recua; y en ocasiones los dos, cuando padre contrató cierta venta de troncos de roble y los utilizó para que ellos los cortaran y los sacaran al camino; y cuando había que preparar las cargas de andullos o frijoles, en vísperas de salidas.
Aquellos muchachos gozaban fama de serios y de trabajadores. Ambos eran blancos, ligeramente curtidos por el sol; ambos finos, respetuosos, bien criados. No nos visitaban con frecuencia, porque estaban en edad de hacerles ruedas a faldas jóvenes y libres; y por eso se les encontraba en los campos distantes, en las galleras o en las fiestas; de noche, sobre todo, se mantenían en velaciones lejanas. Dimas estaban muy orgulloso de ellos, aunque era discreto al alabarlos.
Padre le estaba explicando a Simeón algo relacionado con ellos cuando se asomó por el patio la vieja Carmita. Estuvo callada mientras padre no la saludó; después preguntó si no había visto a sus hijos. De seguro que papá mentía al decirle que sí; y ella lo notó porque aunque se despidió con ánimos de irse, se mantuvo rondando por la cocina alrededor de mamá, como quien busca un consuelo que no quiere pedir.
Probablemente papá estaba enterado de todas las nuevas del lugar; se las contaría mamá en la noche. Quizá por eso había estado oyendo hasta bastante tarde el ruido peculiar del fósforo cuando se enciende, señal de que estaba insomne y fumaba.
Yo estaba extenuado por la fiebre del día anterior; sentía una flacura interior, algo que me desteñía los colores y me invitaba a un sueño intenso. El frío me nacía en los propios huesos, se me adueñaba de la carne, me martirizaba.
Papá y Simeón seguían comentando sus asuntos; de rato en rato se levantaban, estrechaban manos anónimas, hablaban en voz alta. Pero de improviso padre gritó, notándosele el asombro:
—¿José Veras? ¡Caramba!
¡Estaba en casa José Veras! Salí corriendo, lleno de un impulso estúpido, tropecé con una silla, oí a mamá clamar que me haría daño, y me lancé sobre aquel hombre a quien quería entrañablemente. Él me recibió en el pecho, me apretó, me tentó con sus manos duras y me sostuvo cargado con un brazo mientras echaba el otro en el hombro de padre.
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¡José Veras! Ladrón, haragán, valiente, simpático, dueño de una vida aventurera y atrayente, recalaba en casa después de algunos meses de ausencia. Se había criado en Río Verde y veneraba a mi abuelo.
Era cuellicorto y cabezón. Tenía bigote copioso, frente estrecha, espesas cejas, la mirada afilada y la boca siempre rota en risas. A veces resultaba pendenciero, si amanecía con la sangre gorda; pero los que le conocían no se le atravesaban, porque a José Veras le pesaba el ruedo de los pantalones.
Nunca trabajaba y robaba a plena luz. Sin embargo, la propiedad del amigo no tenía mejor celador que él, ni su familia más abnegado enfermero cuando hacía falta; ni río botado ni tiempo de agua ni revoluciones le paraban cuando andaban en diligencias de gente de su querer.
Al parecer abusaba de su fama, y en el juego engañaba miserablemente a los demás o pedía lo que él sabía que nadie le negaba. Es el caso que vivía y que no doblaba el lomo. A veces desaparecía y averiguábamos que estaba en la cárcel, ya porque hubiera vendido un novillo ajeno, ya porque hubiera tendido a alguien en pleno camino, con las tripas afuera.
Tenía el cuerpo bien medido y musculoso, tanto que parecía un saco lleno de piedras. Vestía traje gris; estaba descalzo y usaba sombrero de fieltro verde, medio raído y con lamparones de sudor y polvo. Comenzó a charlar de muchas cosas, vigilado por la mirada astuta del alcalde.
Se fue largo rato después, dejándome acostado; él mismo me llevó al catre y me recomendó que me cuidara. Volvió en la tarde, cuando hubo encontrado acomodo en un bohío desvencijado que estaba al otro lado del Yaquecillo. Las yaguas calcinadas se le caían a pedazos y el viento cantaba con ronca voz entre sus rendijas. Todos decían que en aquel bohío salían muertos. La vegetación que le rodeaba era greñuda, llena de mayas, pajonales y bejucos; éstos gateaban por las esquinas del bohío y rompían en verdor sobre el techo. En El Pino nadie se hubiera arriesgado a dormir en él; y cuando mamá le preguntó cómo se atrevía a hacerlo, le contestó José Veras que Para los muertos tenía su oración y para los vivos su revólver. Entre risas dijo más tarde que el bohío le gustaba porque nadie le pedía cuentas si le arrancaba las tablas para hacer su candelazo en las noches de frío.