Esa misma noche llegó papá. Oímos el tropel de los mulos, cuyos pasos se hicieron rápidos al sentir la cercanía del potrero, y los alegres estallidos del fuete con que Mero anunciaba la vuelta.
Papá fue a mi cuarto inmediatamente. Sonreía a toda cara; dijo que sentía cansancio y estaba lleno de lodo. Salió llevando a Pepito, para vigilar la descarga, y gritó enardecido, aturdiéndome a pesar de las paredes.
Desde mi catre seguía paso a paso la faena; por los ruidos de los estribos comprendí que ya habían desensillado la Mañosa; mucho rato después oí a Mero arrear los animales. En la cocina sonaba la voz de mamá.
Papá entró a mi cuarto. Para él era una cosa incomprensible e injusta que yo sufriera de fiebres. Me cubría la frente con su manaza, me hacía preguntas, murmuraba palabras incomprensibles. Tardó buen rato en sentarse y Pepito corrió a trepar en sus piernas. Parloteó incansablemente, tirando de los bigotes de papá, y al fin preguntó qué le había traído. Papá llamó a voces, y cuando mamá, desteñida, apareció en la puerta, le dijo:
—En el pellón hay cosas para ti y los niños.
Madre, sin embargo, no fue a buscar el pellón, sino que entró al cuarto y tomó asiento en mi catre.
—¿Es cierto que ya estalló, Pepe?
Papá sonrió con solapa, mientras sujetaba a Pepito.
—Es tierra endiablada ésta, Angela —dijo—. Milagrosamente he llegado hasta aquí.
Yo traté de incorporarme para ver la cara de padre, que debía estar grave, a juzgar por la voz. Un golpe de viento hizo tambalear la luz, que pareció borracha. Papá estaba oscuro, pero le brillaban los ojos con extraña fuerza.
Una voz saludó desde el comedor. La reconocimos como de Dimas y mamá salió a recibirle.
Padre iba a levantarse cuando el recién llegado entró. Parecía muy contento de que papá hubiera vuelto; pero antes de hablar nada que realmente le interesase, empezó a preguntar cómo estaba el camino, si había mucho lodo, si padre había venido por Bonao o por el Cotuí. Iba enredando su pensamiento entre un montón de palabras que caían de sus labios con un sonido muerto de cosas inútiles. Padre, malicioso, le dejaba hacer. Tampoco papá se traicionaba; había aprendido del campo una cosa: que la mejor tierra no se ve porque la cubre la maleza.
En esa lucha velaban ambos su interés, cuando madre sacó la cabeza por la puerta para preguntar:
—¿Esa otra cosa que está en el pellón es tuya, Pepe?
Él contestó que sí y siguió acariciando a Pepito, mientras clavaba la mirada en Dimas.
Yo tenía unas ganas locas de saber qué era «aquella cosa»; pero hasta mi niñez estaba saturada de campo; también yo comprendía que no se debe hablar de lo que más interesa. Fue el propio papá quien llamó a madre para decirle que trajera «aquello». Yo la vi asomarse de nuevo a la puerta, con los ojos agudos de astucia, pero padre insistió y no hubo más remedio que hacerlo.
Al retornar madre encontró que papá se había desabotonado el saco y despojado del revólver. Dimas lo tenía en las manos y lo observaba con cuidado. Padre le explicó que se lo había dado Dosilién, cierta vez que estuvo en casa arreglando los trámites para cruzar la Frontera con un contrabando de armas. Eso sucedió en Cabo Haitiano, donde yo recordaba haber visto al feroz cabecilla.
Mamá trajo un bulto negro que padre fue desenvolviendo poco a poco. Al retirar la tela dejó al descubierto un revólver oscuro, grande, que tenía reflejos indecisos a la luz de gas.
—Me ha costado cincuenta pesos —explicó a Dimas, poniéndolo en sus manos y recibiendo el otro.
Dijo que era de campana y muy seguro; pero Dimas no atendía a sus palabras. Acariciaba el revólver con los diez dedos; metía el ojo por el cañón; tentaba la empuñadura, movía los goznes. Al devolver el arma lamentó más que dijo:
—Uno asina necesito yo, don Pepe.
Papá sonrió, no teniendo que contestar. Mamá no había hablado, aunque no dejaba de observar al viejo Dimas. Una vez que, estuvo afuera, el viejo se acercó a padre y preguntó:
—¿Es verdad que está fea la cosa, don Pepe?
Quemándole con la mirada, le contestó padre:
—Más de lo que usté se cree, amigo.
El viejo se estiró hacia él; papá se remojó los labios con la lengua. Se golpeó las rodillas con las manos, puso a Pepito en mi catre y empezó a contar.
El segundo día le amaneció pasada ya la loma de las Gallinas. Había pernoctado en un bohío y con las luces de la madrugada empezó a cargar. La sabana toda, amplia y pelada, rezumaba azul claridad. El dueño del bohío le indicó el horizonte: a caballo y a pie, pero de tan menudo tamaño que parecían muñecos de cera, se adivinaban unos hombres que manchaban el amanecer.
—Son revolucionarios —dijo el campesino.
—¿Está usté seguro? —preguntó papá mordiéndose los labios.
—Sí —confirmó él—. Monsito Peña tiene todo esto alzado.
Padre tenía entre sus ojos al país entero: conocía bien cada camino y cada dirección.
—Esos hombres van a Barbero —dijo.
El otro, sonriéndose con visible amargura, aceptó:
—Sí, a Barbero; pero no son más que un chin; ojalá no se tope con ellos.
—¿Yo?
Papá iba a vomitar alguna injuria; no lo hizo, sin embargo, sino que pensó: ‘‘Aunque arda el mundo entero esta noche entro al Pino”. Había visto la Mañosa, con los huesos apuntándole en el anca; sufría con el animal, y ya tan cerca del potrero nada lo detendría.
Le dejó unas monedas al hombre y montó. En el paso del primer arroyo había unos hombres regados. Las carabinas mohosas apuntando al cielo; los ojos enrojecidos por el trasnoche y el alcohol; la voz arrugada con que dieron el alto: todo indicaba que allí estaba el primer cantón de Monsito Peña.
Los revolucionarios alborotaron algo al verle llegar; él les gritó que dejaran seguir los animales, y en el tono que usó dejaba entrever a la vez una amenaza si no lo hacían y un premio si le obedecían. Los alzados le vieron meter la mano en el bolsillo y le oyeron después preguntar por Monsito. Los mulos pateaban el sucio camino arreados por Mero. Papá tiró unas cuantas monedas, y un hombre joven, seco y esquivo, que le salió al encuentro, le dejó pasar mientras le cantaba al oído la voz de padre:
—¡Compren aguardiente!
Y nada más. Pero cuando hubo caminado apenas doscientas varas se le quebró encima la mañana con los ruidos retumbantes de cinco descargas. Unos cuantos rezagados encontró padre; estaban armados y reían bajo el sol. A voces sueltas supo que Monsito Peña acababa de fusilar cinco enemigos.
Cerca ya del poblado empezó a topar palizadas caídas, ranchos que humeaban todavía, restos de animales muertos para alimentar la tropa a la carrera. Desde los montes iba ascendiendo un apelotonamiento de nubes negras. Apretó el paso y llegó, con las primeras gotas, a una casa. El dueño le contó que los alzados habían asaltado el Cotuí.
En todo lo que anduvo no había visto un hombre ocupado en trabajo. Solos y silenciosos, los potreros se doblaban bajo el viento de lluvia que subía del río.
Había empezado la revuelta. ¡Revolución! Por todos los confines del Cibao rodaba un sangriento fantasma y la misma tierra olía a pólvora. Los hombres iban abandonando los bohíos a mujeres e hijos y se marchaban con la noche, o bajo la madrugada, apretando febrilmente el arma recién conseguida. Parecían ir a fiestas lejanas, a remotos convites. Respiraban una alegría feroz. Y los firmes de las lomas se iban poblando de tiros y de quemas en las primas noches.
Uno hubiera podido verlos pasar, fila tras fila, enfriándose en los barrancos de los ríos, quemándose en los caminos pelados, bajo el sol inclemente.
¡Revolución! ¡Revolución! Bien sabía padre cómo cada enemigo cobraba, al amparo de la revuelta; bien sabía padre que no quedaban hombres para torcer andullos; bien sabía padre que las llamas no tardarían en chamuscar los conucos, en marear las hojas de los plátanos; que pronto ardería el maíz, cuando las bandas entraran de noche a asolarlo todo. Y bien sabía que todo dueño de reses encontraría, una mañana cualquiera, los huesos de sus mejores novillos sacrificados en la madrugada.
Cruzó el pueblo al trote. Más alante, en una parada, supo que el general Fello Macario estaba acantonado a todo lo largo del río Jima. Desde Piedra Blanca hasta Rincón el prestigio del general Macario era indiscutible. Padre se contaba entre sus amigos y decidió pasar. Aún no teniendo su amistad, lo hubiera hecho: a dos horas escasas estaban los potreros, el hogar, la mujer y los hijos.
Tenía ya buen rato orillando el Jima; había que cruzarlo bien abajo, porque tenía un repecho alto y duro, de brava roca, el mismo que le impedía desbocarse sobre los campos cuando crecía.
Mero fue quien le llamó la atención: había oído voces, pero tan lejanas que se confundían con el canto de la corriente. El río rebullía a sus pies. Es todavía una vena de agua rauda y limpia; salta los escalones de piedras y se cubre de blancas espumas. Un poco antes de que tomaran la bajada para cruzarle, un hombre oscuro, de expresión aturdida, atajó a mi padre para decirle que no pasara. Papá comprendió que tenía miedo, y le invitó a seguir con él. El hombre no supo cómo darle las gracias. Montó de un salto sobre el mulo y papá le recomendó que debía apearse del otro lado, porque los animales estaban cansados. Tampoco contestó: la alegría le había roto la lengua, igual que si hubiera sido de vidrio.
Atravesaron el Jima. Entre las piedras altas y peladas que lo encajonaban, disimulada por los pedruscos y las sinuosidades, estaba la vanguardia, a la que el general había confiado su primer cantón. Papá fingió no haberla visto, y Mero trató de pasar como si no hubiera habido gente.
Uno, dos, tres, hasta doce revolucionarios saltaron, en alto las carabinas, gritando frases sucias. Padre tiró de las riendas. En un instante se percató de que las eminencias estaban coronadas de armas.
—¡No hay paso! —gritó alguien.
Papá simuló un asombro que no sentía; medio sonrió; sintió la sangre zumbándole en la cara; pero no dudó de que el momento se hacía duro. A pocos pasos estaba Mero, pálido de ira, rodeado por figuras estrafalarias y agresivas. Algunos animales se entretenían en mordisquear la grama que asomaba entre las piedras.
Padre tiraba el ojo en redondo, buscando un amigo, un conocido siquiera; y mientras tanto hablaba tonterías, procurando hacerse grato. Alguien se le acercó lentamente; al principio se veía como una masa negra y amenazante; después, al estar cerca, estalló en risas y dijo:
—¡Pero si es don Pepe, caramba…!
Y esa exclamación, que se le cayera del pecho a un hombre del montón, de dudosa estampa, decidió el asunto. Pero antes de seguir tuvo padre que tirarse de la Mañosa para beber a pico de botella un trago por el triunfo de la causa. Y que dejar también en el cantón de Jima algunas monedas para que aquellos infelices soportaran el frío cortante que se alzaba del río.
Una vez dejado a sus espaldas aquel trozo hostil del camino, los animales fueron amasando lodo denso hasta bien entrada la noche. El nuevo compañero se tiró de su montura tan pronto dejó de oírse el griterío de los acantonados. Iba con los pantalones remangados y alzando la voz a cada dos pasos para arrear la recua y ahuyentar su miedo.
En Jumunucú se detuvo papá en una pulpería. A la escasa luz de la jumiadora había un grupo de campesinos bebidos y discutidores; hedían a tabaco y ron malo. Preguntaron algunas cosas; quisieron saber dónde estaba la revolución. Algunos cabeceaban pegados al mostrador y el pulpero se movía de un lado a otro sin decir palabra. En la frente se le leía este pensamiento: «No pagarán». Padre pidió dulces para nosotros; el grupo le invitaba a beber y no sin trabajo pudo escapar. Ya sobre su mula, comprendió que aquellos desgraciados despedían la vida corriente: esa noche, o al amanecer, tomarían caminos extraviados para unirse a los alzados.
El paso de Jagüey quedaba cerca. Antes de llegar había que cruzar sobre una ceiba gigantesca que estaba atravesada en la ruta. Papá iba observando cómo una hilacha de luna forcejeaba con las nubes; Mero venía tras él y cerraba la recua el desconocido que se les unió antes de cruzar el Jima.
Metiendo estaba la Mañosa sus primeras pezuñas en el agua cuando, inesperadamente, surgieron cuatro o cinco sombras del recodo. No se les distinguía; tan sólo eran sombras a la escasa luz de aquel pedacito de luna. Papá tuvo tiempo de ver que alzaban armas que los desconocidos agitaban a la vez que gritaban atronadores altos. Padre sintió que se le quemaba el corazón. Tiró del revólver, con ánimos malsanos, precisamente al tiempo que una de las sombras se agarraba a la rienda.
—¡Bandidos! —tronó padre.
Entonces uno del grupo gritó:
—¡Ah! ¡Es Pepe, es Pepe!
Papá sentía que se ahogaba, que se asfixiaba.
—¿Eres tú, Cun? —preguntó fuera de sí.
La voz respondió que sí. Le rodearon. Eran amigos de la ciudad, gente honesta y de trabajo a quienes el alzamiento había sorprendido en campo enemigo. Todavía recuerdo algunos nombres: Mente, Cun, Ramón.
Ya fuera del río, y mientras lamentaban el error, aquellos amigos pidieron noticias casi implorándolas. Temían a la revuelta; buscaban caminos extraviados, lo mismo que los que tomaban el monte; sólo que ellos lo hacían para huir.
Papá les explicó dónde estaban los cantones y les dijo, además, que era preferible caer en las manos del general Macario. Pero ellos no estaban dispuestos a tal cosa; sabían que era caudillo generoso y valiente; comprendían que no podían escapar a los revolucionarios si tomaban la ruta del Bonao; pero preferían correr el riesgo de encontrar a la gente de Monsito Peña, cabecilla sanguinario y sordo al perdón, porque los cantones de éste dominaban menores distancias.
Padre comprendió que nada los detendría; antonces pensó que el compañero que traía desde Jima podría serles útil.
—Váyanse con este hombre —dijo—. Él les llevará por las lomas de Sierra Prieta; si logran atraversarlas, corten derecho y tomen el rumbo de Maimón. Es el único camino. Pudiera también suceder que ya Macario tenga gente más arriba; pero no importa. De todos modos, insisto en brindarles mi casa…
Pero los amigos no quisieron. Abrazaron a padre y se fueron. El guía se habría negado a acompañarles si aquellos hombres no hubieran tenido armas.
Se fueron. Papá los vio cruzar los escasos hilos del Jagüey y perderse en la curva. Iban como prófugos, dejando atrás sus hogares, caminando por veredas escondidas, con el corazón pendiente de cualquier ruido. Eran honrados y trabajadores. El sangriento fantasma que enloquecía al Cibao les hacía semejantes a bandoleros.
Con el dolor de aquella despedida llegó padre a casa. Y todavía ese dolor le hacía sorda la voz, mientras contaba al viejo Dimas su accidentado viaje.