Nuestra casa estaba pegada al camino. Era grande, de madera, techada de zinc, y el sol le había dado ese color de suela tostada que tenía.
Antes de llegar a ella había que cruzar el Yaquecillo y poco más adelante, el Jagüey. El Jagüey era misterioso, porque cuando llovía era río, y cuando no, se lo tragaba la arena quemada del cauce, para reaparecer bastante lejos, en la vuelta que daba por nuestros potreros. El Yaquecillo es hoy una charca, poblada de cañas lozanas, en la que se crían mosquitos y sanguijuelas.
El lado norte de la casa daba al camino. Tenía ese frente cuatro puertas anchas y altas; las dos que estaban más cerca del Yaquecillo no se abrían. En la pared que recibía el primer sol había tan sólo una puerta y una ventana; la puerta correspondía a la habitación esquinera que servía de almacén y pulpería en la cual, medio hundidos en la penumbra, se amontonaban siempre serones de andullos, cargas de maíz, sacos de frijoles; un mostradorcillo mal parado se apoyaba en la esquina, pegado a la puerta que daba al este. La ventana correspondía al comedor que estaba justamente detrás del almacén—pulpería; y el sol tibio que se metía por la ventana, antes de la tarde, se echaba a dormir sobre la mesa, igual que muchacho mal educado.
En el lado sur, casi pegada a la esquina sureste, se vaciaba una puerta, desde la que salía la naciente calzada de piedras que conducía a la cocina. Ésta se alzaba frente a ella, y era un humilde ranchito de yaguas con aspecto de cosa provisional. En las noches claras era, a pesar de su pobreza, el lugar más prestigiado de toda la casa.
El comedor tenía también una ventana abierta a la contemplación perenne del cielo. Le seguían dos puertas más, que se enfilaban en el mismo lado y que eran salidas al patio de la habitación paterna. El cuarto que ocupábamos Pepito y yo tenía vistas al sur por una puerta y una ventana, y una claraboya alta de persianas que daba al oeste. Esa claraboya estaba cubierta con retazos de telas, porque miraba al Yaquecillo, que ya en esa época empezaba a arrastrarse penosamente por entre lodo y yerbajos, y mamá decía que por ella se metían los mosquitos.
El frente norte de la casa parecía tostado; el sur era pálido, manchado de verde. Sucedía esto porque en él se restregaba la lluvia larga de los inviernos.
Nuestro patio estaba encerrado entre una palizada de alambres de púas que empezaba en la esquina noroeste y se cortaba a poco para dejar subir el cuadro del portón, que consistía en dos espeques gruesos y cuadrados de guayacán, puestos a cerca de tres varas uno del otro. Encima tenía un techito de zinc, gracioso por lo pequeño, que parecía techo de casa de muñecas. Después del segundo espeque seguía el alambre de púas, para doblar en ángulo recto a los veinte pasos y enfilarse hasta tropezar con el primer «vaso», la parte de potrero que cercaba el patio por el sur y la cual reservaba papá para echar en ella la Mañosa, cuando retornaba de viajes largos.
El patio, en la parte este, como era camino obligado del portón al potrero, estaba dorado de menudo y seco polvo, huérfano de grama; pero la yerba se amontonaba en la caseta de desperdicios, que estaba al borde del potrero.
En el ángulo suroeste había un naranjal oscuro, de árboles nervudos y pequeños, con las cortezas blanqueadas de hongos. En esas cortezas grabábamos Pepito y yo las letras que papá nos enseñaba las primas noches.
Vista de lejos, nuestra casa parecía una eminencia mohosa, con corona de plata, porque el zinc brillaba a todos los soles. No había caminante que no se detuviera un segundo a saludarnos o que, si era desconocido, no hiciera más lento el paso de su montura al cruzar el trozo de camino que se echaba frente a casa como perro sato.
Desde la puerta veíamos el tupido monte que orillaba el Yaquecillo: pomares, palmas reales, guayabales, algunos robles florecidos; a la izquierda se hacía alta y sólida la tierra en las lomas de Cortadera y Pedregal; a la derecha, siempre pegado al camino como potranca a yegua, se iba el monte haciendo pequeño, pequeño, cada vez más, hasta arremolinarse en la fronda que cubría la primera curva.
En esa fronda se ahogaba papá cuando se iba; y al lugar, que llamábamos la Encrucijada porque allí cruzaba la vereda de Jagüey Adentro, íbamos a esperarle cuando pensábamos que ya era tiempo de volver. Pero si la lluvia roncaba sobre El Pino, teníamos que conformarnos con esperar en la puerta.
Sucedía a menudo que papá llegaba de noche. Cuando eso había, nos tirábamos nerviosamente de nuestro catre y correteábamos como locos entre las sombras rojas de la casa, dando gritos de contento y buscando con nuestros bracitos inexpertos el torso recio y caluroso de papá.