Papá era sujeto de pasiones más que de pensamientos. Rojo, de frente alta, nariz gruesa y labios duros, hubiera parecido criollo a no ser por los ojos. Menudos y azules, de mirada hiriente y honda, los ojos de padre se imponían solos. Tenía el bigote y los cabellos rubios. La palabra se le enredaba entre los dientes, y a veces necesitaba uno verle, además de oírle, para entender lo que decía.
Las ideas se le traducían en tormentos. Todo cuanto pensaba lo veía; y nunca buceaba en un hecho, sino que se dirigía de éste a las consecuencias. Si le decían: «Tal mulo se quebró una pata», veía el animal renqueando, dolorido, silencioso y derrengado. Sufría enormemente, más, de seguro, que la propia bestia. Pensaba: «Se morirá; habrá que matarlo». Veía el mulo en el instante de la agonía; y sentía la muerte de su carne, ese arrugamiento largo que sufre el cuerpo cuando se le pega un tiro. Si era de noche no dormía, porque le perseguía la mirada desolada del animal.
Madre no distaba mucho de papá, si bien era más fuerte en sus sentimientos: había que odiar esto o amar aquello; con eso le bastaba. No podía, como padre, ver lo que pensaba. Apegada a lo viejo, la mujer, según ella, debía hablar poco, trabajar sin descanso y vivir de puertas adentro.
Mamá era de estatura aventajada. Tenía el cabello gris, anudado siempre en pequeño moño sobre la nuca. La quijada cuadrada le llenaba la cara de rudeza; así como los ojos pardos, casi negros, y la boca ancha, y la frente plana, aunque alta. Era escasa de cejas y abundante de canas. Tenía complexión robusta; pero la color desteñida y vacía. Sabíamos que no era saludable; pero lo disimulaba a maravilla, porque trabajaba de sol a sol.
A veces mamá se endulzaba y nos entretenía contándonos historias o dibujando malos muñecos en papel de estraza. Sucedía esto pocas veces: le placía más rezar, lo que hacía con sincero fervor.
Padre parecía más cariñoso, sobre todo cuando volvía de algún viaje largo. Sabía cientos de juegos, miles de cuentos, y cantaba motivos de su tierra con una voz bella, gruesa, dulce, acariciadora. De mañana nos llamaba a su cama y nos hacía relatos maravillosos de los mulos que hablaban, del río que se iba volando, de las golondrinas que le contaban lo que hacíamos Pepito y yo. Todo esto lo sazonaba con cosquillas, con mordiscos y apretujones que nos hacían reventar de risa. Nada en casa tan alegre, tan jubiloso como los amaneceres. Los aprovechábamos bien, porque al romper el día se hacía papá serio, y empezaba a pensar en sus negocios, a trajinar, a dar voces. ¡Oh! ¡Cómo hería la voz de papá cuando no se hacían las cosas según ordenaba! Durante todo el día no descansaba; correteaba de un sitio a otro, del potrero a la casa, de la casa al camino. Y así hasta caer la noche. En la mesa hablaba poco y le gustaba que callaran los demás. Sólo al anochecer volvía a ser el padre cariñoso.
Recuerdo que gustaba, metida ya la oscuridad, de tirarse en el piso y levantar brazos y piernas.
—¡Vengan! —nos decía.
Madre regañaba; hablaba de la ropa sucia, de trabajo, de niñadas y tonterías; pero nosotros no la oíamos, ni la oía papá, que nos tomaba por la cintura y nos sostenía en vilo, dándonos empellones hasta que caíamos revueltos en el suelo.
Yo quería entrañablemente a mi padre, porque, a ser sincero, tenía por mí marcada predilección. Decía que yo haría carrera y sufría lo indecible cuando enfermaba. De los dulces, trajes y zapatos, sombreritos o juguetes que traía de sus viajes, lo mejor era para mí. Nunca hería a Pepito, porque mi hermano tenía predilección por cosas distintas: por ejemplo, reventaba de gozo si papá le traía cornetas, sables o tambores, cosas de que yo detestaba; mis grandes placeres me los producían una pizarra, un lápiz, un libro con láminas…
¡Oh, la vida aquella, tranquila, fresca y satisfecha como una tinaja! Todo el campo haciéndose ondulado, ancho y luminoso frente a nosotros; el sustento traído y llevado en aparejos de mulos y serones claros; la salud en risas, el día en trabajos y la noche en cuentos…
Antes habíamos sufrido largo; si no era algo más que sufrir aquello de vivir en perenne huida, amasando la oscuridad y el lodo de los caminos reales, ya sobre la Frontera, ya cruzándola, volviendo y saliendo. Dos veces estuvimos refugiados en las lomas, mientras la tierra se quemaba al cruce de soldados. Extranjero padre y extranjera madre, ignoraban que en estas tierras mozas de América hay que vivir cavando un hoyo y pregonar a voces que es la propia sepultura. Altivos y trabajadores, el éxito les sonreía en toda empresa. Llegaba la revolución en triunfos, les pedía más de lo que tenían, se negaban a dar, y los perseguía; entraba vencedor el gobierno, y terminaba en lo mismo.
Cansados, transidos, caímos en Río Verde, donde mi abuelo había echado raíces y florecía como árbol de tierra criolla. Hombre de pocas palabras y de muchos hechos, de trabajo largo, de arrogante figura; alto, oscuro, imponente, mi abuelo se hizo en pocos años el alma del lugar. A su amparo empezó para nosotros la paz anhelada, o, lo que es lo mismo, podía papá echarse por esos caminos de Dios en busca del sustento, mientras nosotros permanecíamos en casa. Padre levantó recua y con ella llegaba a los confines del país. Se iba cargado de andullos, de tabaco, de cacao, y retornaba con lienzos, jabón, azúcar… Muy de tarde en tarde se hablaba de revueltas; pero en general se vivía dulcemente, sin que nos sacudieran malas noticias ni persecuciones.
A Río Verde llegó padre un día con una mulita nueva, incapaz todavía para la brega de la recua. Era un animalito vivo, inquieto, casi todo cabeza, que movía nerviosamente las orejas y el rabo cuando le molestaba algún ruido. El vecindario entero desfiló por casa para verla.
—Es de San Juan —explicaba padre a las preguntas de los hombres.
Con esto lo decía todo. Le retozaba el orgullo en los ojos y en los labios cuando la veía, cuando le acariciaba el anca, mientras la mulita temblaba de miedo bajo su mano.
Era oscura como la hoja seca del cacao; pero recién llegada estaba todavía lanuda, y aquella lana tenía un color rojizo que la hacía feúcha aunque graciosa. Padre decía que procedía de un hato de renombre y que había dado por ella sesenta pesos «así tan chiquita como la veían».
Como se crio entre nosotros, soportó pacientemente el primer contacto con la realidad: la aparejaron, la ensillaron luego. Estaba ya grandecita, y a la lana había sucedido una piel parda, brillante, que reflejaba limpiamente la luz. La silla fue para ella como una caricia más; pero… ¡cómo pateó, se resistió, tiró mordiscos y corcoveó cuando la quisieron enfrenar! La asustaba el tintineo de los hierros y correteaba enloquecida entre las flores, que le desgarraban las patas con las espinas, entre las pilas de cacao, cuyos granos saltaban como chispas. Se tiraba sobre las mayas que orillaban el camino y espumeaba por la boca, mientras los ojos parecían sal írsele a saltos.
—¡Ah mañosa! —gritaba padre—. ¡Ah mañosa!
Abuelo reía estrepitosamente desde la galería; madre se sujetaba las sienes, arrimada a la ventana; Pepito se asustaba, se recogía entre una enorme mecedora donde estaba sentado. Papá volvió a medio día, sudado, rojo y fatigado.
No sé cuántos días duró la lucha entre el hombre y la bestezuela. Sólo que cuando se acostumbró al freno ya tenía nombre: la Mañosa. Y que fue para nosotros como el de alguien de la familia.
Para el tiempo en que llegamos al Pino la Mañosa era ya imprescindible. En ella hacía padre los viajes de negocios y los viajes veloces al pueblo, en busca de medicinas, de ropas o de cartas. Mero, que había dejado Río Verde para seguirnos, la quería entrañablemente. Anduvo enamorado por El Pino Arriba, lo que lo alejaba de las tertulias en la cocina; pero confesaba que entre comprarle creolina al animal o esencia a la novia, prefería lo primero si el dinero no le alcanzaba para las dos cosas.
El vaso de potrero más cercano a la casa era el suyo. Yerba lozana, joven, tierna: era bocado digno de bestia consentida.
*
* *
Se derretía la tarde en los caminos reales, casi a los pies de Mero, y él no lo notaba. Reparaba los aparejos sentado en el quicio de la puerta, ultimando los detalles del viaje.
En el oscuro almacén estaba el viejo Dimas cosiendo los serones, mientras uno de sus hijos tejía sogas de majagua. El viejo escupía y se limpiaba la barba con el dorso de la mano.
Mero hablaba, pero seguía con la cabeza gacha, mordisqueando la cuerda con que reparaba los aparejos:
—Digo yo que como la Mañosa no hay otra, viejo Dimas.
El interlocutor decía:
—Pero de este viaje viene con las ancas afuera. ¿Usté no ha visto las señales del tiempo? Asunte esto: dende que tuve juicio vengo haciendo las cabañuelas, y lo que es este octubre… ¡Cristiano! Ni quiera usté saber el agua que le espera por esos caminos viejos. Yo como don Pepe, hasta dejara el viaje.
La cara de mi padre asomó por la puerta dei comedor, mientras su voz alta y tranquila respondía:
—En noviembre tenemos más agua, Dimas, y cuando hay que comer no se espera para mañana.
—Asina es, don Pepe; yo no lo discuto; pero si hay que dir, yo no llevara la Mañosa. Un animalito como ése no es para meterlo en caminos tan endiablados.
Mero regó los ojos al decir:
—Su mejor recomendación es ésa, viejo Dimas. Nuevecitica taba ella cuando nos tiramos a la Frontera. ¡Y eso sí era sol tupío y bravo!
Usté no más topaba espina y espina. ¡Concho! Ni an sé yo cómo vive la gente en esa Línea mentada.
Padre aprobaba con la cabeza, los labios llenos de sonrisas. Mero se entusiasmaba y manoteaba.
—Solamente pechamos una recua, y eso fue ya dentrando a Dajabón. Anduvimos en el Guaneo, como quien dice. A mí me dolían los huesos de la espalda, y la Mañosa fresquecita, como si hubiera estado en potrero.
Papá explicaba:
—Sí, sí, aquel fue un viaje duro y largo.
—Ello… —Dimas detenía la palabra— hay monturas legítimas, donde Pepe. En Almacén compré yo una vez un caballo alazano que con el paso con que cogía un camino lo terminaba. Ése no conocía sesteo.
Los hombres de campo se entusiasman hablando de cosas queridas. Mero alzó la voz:
—Asina es esa Mañosa, viejo Dimas. De día y de noche, en loma y en tierra llana, no hay apuros con ella.
Padre remachaba:
—¿Mi mula? Por todos los cuartos del mundo no la doy. Y no es sólo porque me desempeñe, sino porque le tengo cariño, como si fuera persona.
—¿Cariño? Asunte: a mi mujer le he dicho que no quiero perros en casa, porque a la hora de morirse me dan más pena que si fueran cristianos. La gente dice que son ángeles… Yo estoy en creerlo.
Dimas siguió cosiendo serones. Por la sombra del almacén trajinaba su hijo, y en los caminos reales, sobre el techo de la casa, entre las hojas de los árboles, el sol se iba haciendo espeso con la llegada de la noche.
Pero ni padre, ni Mero, ni Dimas ni su hijo lo notaban.
*
* *
Al otro día vino Simeón a recortar la mula. Simeón era la autoridad del lugar; sin embargo, sentía placer en servir a papá como cualquier peón. Quizás se debía ello a que papá le regalaba los zapatos que ya él no usaba, uno que otro pedazo de andullo y hasta los pardos, viejos y estrechos pantalones de paño que el alcalde lucía con desmedido orgullo.
Mero tenía que sujetar por la jáquima la mula mientras Simeón le hurgaba entre las orejas con las tijeras, cortándole los crecidos pelos, emparejándole la escasa crin o embelleciéndole el rabo. La Mañosa se mecía constantemente de atrás alante, de un lado a otro, nerviosa como muchacha. Tenía figura de estampa, limpia, brillante, pequeña, rellena. Era oscura como la madera a medio quemar; tenía la mirada inteligente y cariñosa; las patas finas y seguras; las pezuñas menudas, redondas, negras y duras. Todo en ella era vistoso y simpático. Simeón se esmeraba en hacerla más linda, más digna del amor que le profesábamos en casa.
Mero la acariciaba, le hablaba como a persona. La Mañosa acechaba con ojos de susto la sombra de una mula que se removía en el camino, bajo sus patas.
*
* *
Yo estaba en el comedor, desmenuzando restos del desayuno. Un rayo de sol caía sobre el blanco mantel y el aire sano parecía mecerlo. Simeón entró en silencio. Papá venía del patio cuando vio al alcalde.
—Ya tiene la mula nuevecita —dijo él satisfecho.
Tomó asiento en una silla vieja; sacó el roñoso cachimbo de un bolsillo, tabaco del otro y un sucio palo de fósforo de entre el sombrero.
—Quiero recordarle, don Pepe —decía a la vez que encendía— que ande con cuidado en este viaje.
Padre puso la cara gruesa, la mirada muerta.
—¿Cuidado?
Entonces Simeón se levantó, se echó el sombrero sobre la nuca, abrazó a papá de lado, estrechamente, y como quien sabe lo que habla, susurró:
—Hay malas noticias.
Padre preguntó, haciéndose el desinteresado:
—¿Usté cree?
—¿Que si lo creo? Bueno…
Simeón se hacía el importante. Sobre los bigotes rojos se le desteñían los ojos mansos.
—Don Pepe, póngame caso. Ya se está juntando la gente de Monsito Peña.
Papá tomó una silla:
—Oígame, compadre, no es bueno llevarse de las apariencias.
Ya iba el alcalde a contestar algo definitivo cuando Morillo sopló un saludo. Era hombre bajetón, anegrado y bruto de cara. Estaba henchido de malicia.
—¿Cuándo es el viaje?
Venía preguntando, tontamente al parecer, pero papá era hombre arisco como lagarto: Le clavó aquellos ojos azules, tenaces y desconfiados:
—Estamos preparándolo, amigo; nadie sabe cuándo saldremos…
Simeón miraba a papá de reojo, bajo el ala del sombrero. El humo de su cachimbo cruzaba el rayo de sol que se iba retirando poco a poco de la mesa.
Morillo dijo:
—Yo tengo necesidá de mandar una recuita de tabaco al pueblo, y quisiera hacerlo con los muchachos de Dimas; pero asigún entiendo los asuntos están al voltiarse.
—¿Usté cree?
Simeón había hecho la pregunta como si nunca hubiera oído hablar de tal cosa.
—Yo no creo nada, compadre; se conversan muchos embustes… Pero por si acaso, pasado mañana tengo ese tabaquito andando.
—Bueno… —Simeón se miraba los pies—. Cada cual hace lo que le conviene.
Papá se incorporó. Afuera estaba Mero adulando a la Mañosa.
De madrugada se llenó la casa con los gritos de padre, las voces de Mero y los relinchos de las bestias. De los potreros emergía un olor fragante, que se confundía en el patio con el que exhalaba el estiércol reciente.
Los mulos se movían sin cesar. Eran sólo montones de sombras y luces verdes. Uno pretendió morder a otro, y papá corrió dando gritos, le sujetó por la jáquima y la emprendió a bofetones con el agresor.
Pepito hablaba bajito y reía. Por allí andaba Mero, manoteando entre los serones, silbando merengues, mientras arriba, hacia el este, la luna atravesaba velozmente una inmensa nube morada.
Papá cruzó en dirección a la cocina. Parecía alegre, aunque apenas le podíamos distinguir la cara; pero le vimos acercarse a la Mañosa y palmotear sus redondas ancas. El animal estaba sujeto, al portón, cabecigacha, reposada, serena. La luna hacía esfuerzos por aclarar su calor de hierro mohoso.
Con una taza de café en la mano salió papá al patio, conversó con Mero y se acercó a la cocina.
—Me voy, Angela —dijo.
Cargó conmigo, entró al viejo comedor, me puso de pie sobre la silla y, alumbrándose con la lámpara, penetró en su habitación. Cuando salió estaba tocado con sombrero de fieltro y armado de revólver. La luz rascaba el cobre de las cápsulas, arrancándoles brillo. Mi padre se puso en cuclillas, nos llamó a Pepito ya mí y nos sostuvo largo rato con las caras pegadas a sus mejillas.
—Pórtense como hombrecitos, que les voy a traer muchos regalos —aseguró sonriendo.
Después se incorporó. Madre miró a papá con ojos desolados. Cuando él la besó y abrazó, se hicieron un montón confuso, que entre los reflejos de la luz parecía surgir de un incendio.
—¡Adiós! —repitió él, deshaciéndose de mamá.
Nos fuimos a la ventana para verle montar.
Lo hizo de un salto, con asombrosa agilidad; removió una mano, volviéndonos el frente, y clavó la mula. Llevaba la rienda entre los dedos diestros.
Nosotros salimos al patio justamente al tiempo que el último mulo atravesaba el portal. Iba sobre él Mero. Gritaba con voz honda; y hacía restallar el fuete que resonaba en la casa con fragor de tiro.
A la orilla del camino, mientras la luna rodaba, llevada por el viento, pegados Pepito y yo a la falda de mamá veíamos la recua alejarse al trote. Padre nos decía adiós, erguido en la Mañosa. Pero en la Encrucijada había árboles que se agrupaban en sombras. Y la Encrucijada se arremolinó sobre el saco negro de papá, robándoselo a nuestro cariño.