Esto nos lo contó el viejo Dimas, cierta noche agujereada de estrellas:
—Yo andaba con uno de mis muchachos buscando caoba; ya teníamos buen trecho caminando cuando topamos la culebra…
Estábamos en la cocina. Las llamas del fogón se alzaban y removían incansablemente. Pepito y yo atendíamos a Dimas, mientras papá hacía chistes sobre la lentitud con que mamá preparaba el café.
El viejo Dimas explicaba:
—Dende la madrugada habíamos cogido el camino, porque yo sabía que la caoba no se orillaba mucho.
Se detuvo, miró la tierra dorada del piso y prosiguió:
—Dicen que si uno ve un animal de ésos y no lo mata, el animal lo maldice. Asigún cuentan son obra del Enemigo Malo.
Mamá, que iba vaciando el café en el colador, exclamó, con la mirada clavada en Dimas:
—¡Jesús! Ave María Purísima…
Allí, sobre el hombro de madre, estaba la cara de papá, y una sonrisilla maliciosa rompió a bailar entre sus labios.
Eran mansas como vacas viejas aquellas noches estrelladas del Pino. A veces iba Simeón; tarde, después de ver la novia, se detenía en la puerta Mero; una que otra noche no iban ni el uno ni el otro; pero jamás faltaba Dimas. Si llovía entraba el agua en la cocina y se tertuliaba en la casa; bebían café, hablaban de la cosecha, de los malos tiempos, de la muerte de algún compadre. De mes en mes reventaba la luna por encima de la Encrucijada. Una luz verde y pálida nadaba entonces sobre los potreros, subía las lomas distantes de Cortadera y Pedregal, engrasaba las hojas de los árboles que orillaban el Yaquecillo y pintaba de azul las tablas de la vieja casa.
Aquella noche estaba dorado el cielo. Unas nubes berrendas salían por detrás de las lomas y se tragaban las estrellas. Dimas contaba:
—Asina que vide ese animal tan tremendo, tan negro, desenvainé el machete y le tiré dos veces; pero la maldita tenía el cuero duro y nada más le partí el espinazo sin cortarla. Verdá es que el machete no estaba bien afilado, por mucho que el muchacho estuvo dándole en una piedrecita vieja que hay en casa. Bueno, se fue el bicho, yo creía que a morirse lejos, y como yo no lo diba a seguir entre tanto matojo, le dije al muchacho: «Sigue, hijo, que horitica se mete la noche». «Taita —me respondió—, pa mí que esa culebra no está bien muerta». «Ni te apures… Esa condenada ha dío a morirse por ahí»… ¿Morirse?… Bueno.
La cocina estaba llenándose con el olor del café que humeaba. Las llamas se ahogaban bajo la marmita, se sacudían, se alzaban y caían. En todas las paredes bailaban esas llamas diminutas; y bailaban también en la frente, en las cejas y en las manos del viejo Dimas.
—Bueno… —el viejo parecía estar rezando—. Yo apuraba el paso, porque estábamos a boquita e noche y no quería que nos cogiera en el monte. Asina que, ya cansado, alcanzamos el rancho del viejo Matías. «Vamos a dormir en la cumbrera, muchacho». «Taita, no tenemos ni una yagua, y ahí nada más hay varejones podridos».
El rancho del viejo Matías no era rancho ni pertenecía a nadie. Atrás, muy atrás, cuando aún estaba joven el padre de Dimas, Matías había construido aquella vivienda, bien metida en la loma. Vivía cazando, persiguiendo reses cimarronas. Pero los animales fueron abandonando lentamente el sitio, seguidos por manadas de perros jíbaros, y un día el hombre se vio forzado a dejar el rancho. Tomó los firmes de la cordillera, siempre tras las huellas de las reses, barbudo, silencioso y recio; bajaba de año en año, en busca de pólvora o a vender pieles. Después descubrió que el Bonao le quedaba más cerca, y ya no volvió. Se sabía de él en el lugar por las noticias que traían las escasas recuas; poco a poco se destiñó su figura y con el tiempo desaparecieron cuantos le habían conocido.
Matías se fue; pero su rancho quedó. A la cuenta de días, el viento vagabundo le perdió el respeto y empezó a arrancarle yaguas, reblandecidas por las lluvias; comenzaron después a caérsele tablas; al principio en pedazos, más tarde enteras. Iban y venían por los espeques los hilos de comején; gateaban los bejucos por los palos. Cuando los monteros descubrieron que allí se podía pernoctar, le limpiaron el frente, trozaron los arbustos que se entrometían por las rendijas, le amarraron pedazos de yaguas. Sin embargo, se monteaba poco: el mismo Matías había empujado las reses hacia el sur, hacia el monte tupido, cerrado, bruto.
«El rancho del viejo Matías», decía la gente. Pero ya no era rancho ni tenía dueño. No era rancho, por lo menos, la noche que llegaron Dimas y su muchacho. Gateando por los espeques ganaron el techo, donde las varas desnudas, ennegrecidas por las lluvias, se derrengaban bajo el pie cauteloso. Pudieron arreglar algo como una cama, casi en la cumbrera. Lo hacían tanteando, porque entre ellos y las escasas estrellas estaba la tramazón del monte.
A media noche despertó Dimas. Había oído, entre sueños, un golpe seco. A poco, otra vez, tac. Alzó la cabeza.
—Despierta, hijo —recomendó.
Aquel golpe sonó de nuevo, y de nuevo, y de nuevo. Parecía medido el tiempo entre uno y otro.
—Alguno de esos varejones rompiéndose —aventuró el muchacho.
—¿Rompiéndose?
Dimas no era hombre de engañarse. Conocía todos los ruidos del bosque. Nunca había oído aquél. Era como algo que caía. A veces los árboles rozan entre sí, cuando hay viento; pero no sucedía eso, o por lo menos, el ruido era distinto.
La voz de Dimas tenía alzadas y caídas. Bajo las cejas tupidas los ojos se le hacían diminutos. No nos miraba, sino que parecía estar acechando algo que pasaba más allá de alguna pequeña rendija.
—¡Hola! —dijo padre.
Entonces Dimas alzó la mirada. En la puerta estaba Simeón, alto, simple, rojo.
*
* *
En un banco corto y pulido por el uso, frente al fogón, tomó asiento el alcalde. Era hombre bueno, manso. Tenía entre los dientes un roñoso cachimbo de madera. Cruzó los brazos por encima del vientre y saludó echando humo con cada palabra.
Pepito y yo le veíamos con odio, casi: allí estaba meciéndose entre nuestros oídos la historia de Dimas. Simeón la había roto en lo mejor.
—Horitica —habló el recién llegado— me dijeron que andan tiznados por aquí.
Impasible, quieto e indiferente como una piedra, ni soltaba el cachimbo para hablar ni se tragaba el humo. Restregándose ambas manos, lo sostuvo un instante entre los dedos para lanzar al rincón un escupitajo negro.
Dimas se acariciaba la blanca barba y miraba al alcalde; padre, lleno de recelos, comenzó a ojearlo. Suspensa sobre todos, ardía la mirada de mi madre.
Papá rompió el silencio:
—Dudo que sean tiznados.
Simeón cruzó una pierna sobre la otra.
—En lo mismo estoy yo. Nadie sabe atrás de qué andan…
Elevó el techo su mirada clara. En el cobrizo bigote alentaba la llama.
—De todos modos, Pepe, no conviene descuidarse…
Mamá había hablado. Toda la cara de mi madre era filosa. En ese momento se le llenaba con el rejuego de la luz.
—Ni tiznados ni nada.
Dimas había puesto los codos en las rodillas y tenía el cuerpo echado casi sobre las piernas. Las palabras le hacían temblar la barba.
—Ni tiznados ni nada. Están diciendo que de noche tirotean el pueblo.
Papá empezó a encender un cigarro. Disimulaba su impaciencia. Él, como todos, sabía que de un día a otro estallaba la revuelta. Con la cara metida entre las manos, envuelto en el humillo y en la lumbre de fósforo, medio dijo:
—Vagabunderías, Dimas.
Y después, sacudiendo el palillo encendido:
—Mejor siga con su cuento; me estaba interesando.
Simeón pareció apretarse el vientre. Tenía los ojos entrecerrados y sobre la nariz y el bigote se alzaba el humo espeso de su cachimbo.
—Me tenían escambroso esos golpecitos. «Muchacho, haz candela». Pero el muchacho no quería. «Eso es algún palo, taita». Estaba bregando con él, cuando… ¡tac! Ya yo sentía frío en la espalda. " ¡Hum! —dije—. Por aquí debe estar penando un muerto”.
No era muerto; no. Cuando el hijo rayó el fósforo, vieron, casi pegado a los pies de Dimas, un brillo como de carne recién cortada. Algo grueso, rojizo, pegajoso y pesado se movía entre los varejones. El viejo observó detenidamente aquello que parecía estar colgando de mitad abajo. Sin duda alguna, lo que fuera retrocedía. Después… Dimas sintió que la mano de su hijo le apretaba el hombro, le desgarraba la camisa. En los dedos de la otra le temblaba la lucecilla, que se disolvía en la oscuridad. Ahí mismo, ahí enfrente, echándoles encima el calor sofocante de su mirada, un par de ojillos crueles relampagueaban llenos de duros reflejos. Parecían filos de machetes o de puñal. Dimas sintió la sangre subirle a la cabeza y hácersela crecer, como cuando se emborrachaba. De pronto volvió la cara: el hijo tenía la boca retorcida.
—Taita, taita, taita —resollaba.
Recuerdo todavía la palabra con que esa noche comentó Dimas la actitud de su hijo:
—Muchacho pendejo… A quién habrá salido.
Prosiguió después su historieta:
—Ese animal caminó atrás de nosotros, sabaneándonos como a gallinas. Si no hubiera tenido el espinazo roto, nos ahorca. Pero como tenía que enderezarse para saltar los varejones, al llegar al pedazo roto, se le caía. Ésos eran los golpes que yo asuntaba.
De pronto Dimas se agarró la barba blanca.
—Para mí esa culebra no era culebra, porque nosotros anduvimos largo y en camino cerrado. Yo creo que era el Enemigo Malo… ¡Tenía los ojos muy encandilados!
Yo levanté los desnudos piececitos, los puse en la silla y con Sus manos frías y enrojecidas, los sujeté fuertemente.
Trepado en su banco, Simeón sonreía con malicia por entre el humo de su cachimbo.
—Vea compadre —dijo—, con esas pájaras se pasan sustos grandes. Dígale a mi compadre Pepe que le cuente lo que nos pasó aquí mismo.
Su mano zurda indicaba la casa; con la otra se echaba sobre las cejas el sudado sombrero de fieltro.
Papá se puso de pie. Su sombra se quebró y subió por la pared de tablas de palma.
—No me gusta contar eso, porque me pone nervioso recordarlo. Pasé una noche endiablada.
Tomó asiento de nuevo y se quedó con la mirada sucia, como quien piensa en cosas amargas. Después rompió a decir.
Padre hablaba en voz alta, Simeón, oyéndole, cerraba los ojos y parecía dormir. Contaba papá su experiencia de la primera noche pasada en la casa.
Viajando con la recua había visto repetidas veces el caserón vacío; le gustó el tamaño y el sitio le resultaba conveniente. Un día salió dispuesto a conocerla mejor. Ya en El Pino solicitó informes del alcalde. ¡Buen amigo le salió aquel hombre simple, alto y rojo! La propiedad era de cierto rico viejo que vivía en el pueblo. Padre estuvo recorriendo los potreros, viendo las palizadas, las aguadas, los árboles frutales: todo lo observó y midió. Atardecido salieron al camino real, y con la noche cayéndole encima tomó el camino de la vuelta. Durmió en el pueblo. Al otro día, recién salido el sol, buscó al viejo. Era persona complicada y papá explicó que le encontró junto al fogón, en pantuflas y tocado con gorra de lana. Le estuvo sacando muchas vueltas al negocio; pero de repente se sintió cansado y le dijo a papá:
—Cójasela por lo que le dé la gana. Tráigame el dinero cuando le parezca.
—Entonces voy donde el notario “argumentó papá.
—Si usté quiere, vaya; a mí no me hace falta. A usté se le ve la honradez por encima de la ropa.
Papá se esponjaba de orgullo cuando contaba aquello. Siguió el relato, tras algunas consideraciones sobre su seriedad.
Con una recua que pasaba le envió recado a mamá para que fuera preparando los «corotos». Él tornó al Pino. Su primer cuidado fue buscar al alcaide de nuevo. Al abrir el caserón lo encontraron lleno de tusas, aparejos viejos, y una gruesa camada de polvo que apagaba las pisadas. Simeón buscó unas cuantas mujeres para que lo limpiaran, y en el primer día apenas pudieron arreglar la habitación mayor, la misma que después serviría de almacén.
Escasa ya la lumbre del sol, listos para salir, sintieron ruido en el interior.
—¿Qué suena ahí? —inquirió padre.
Era como el canto de un gallo; pero un canto ronco, extraño, impresionante.
El alcalde pretendió ver; pero se devolvió de la puerta, porque estaba demasiado oscuro. Padre le dijo que buscara un trozo de cuaba, y Simeón salió. Pero papá, hombre desesperado, no quiso aguardar y se metió en la habitación. Lo primero que sintió fue que había puesto el pie en algo blando y resbaloso. Pensó rápidamente que había pisado alguna gallina; pero a seguidas sintió que aquello se le envolvía en las piernas y le apretaba. Una desagradable sensación de frío le mordía el vientre. Aquel nudo se hacía estrecho; creía que iba a caer. De pronto sintió que otro nudo se le estaba formando más arriba de la rodilla. ¡Dios! ¿Qué diablo era aquello?
—¡Simeón! ¡Simeón! —gritó.
Tuvo que agarrarse a las tablas. Recordó que tenía fósforos. Rayó uno, presa de sus nervios. Simeón entraba ya. El hacho se revolvía como copa de árbol en día de viento. Al reflejo de la luz vio padre el animal y le vio los ojillos, fijos y criminales. De pronto aquello dejó caer la cabeza contra el piso. ¡Concho, concho! ¡Y qué culebra! ¡Larga, negra, negra y gruesa como un tronco!
—¡Maldita! ¡Maldita!
Simeón lanzaba palabrotas mientras sacudía el machete, que al choque de la luz se veía también rojo, como otro bicho.
El animal buscó un rincón y ya estaba metiendo la cabeza por allí cuando el alcalde la alcanzó con el filo del arma. Al sentirse golpeada se volvió a su perseguidor. Allí en el suelo estaba el hacho, apagándose casi, mientras papá seguía la lucha a ojos, como persona ajena a todo. De pronto comprendió, echó a correr y sujetó la tea. Sintiéndose acorralada, la culebra abrió la boca para repeler de algún modo el ataque. Simeón se impresionó.
—¡Corra, don Pepe; corra, que me bajea!
Una rabia sorda le encendió la sangre y empezó a lanzar machetazos. Parecía loco: tirando golpes, los dos brazos abiertos, las piernas torcidas, mecido el tronco, ya en sombras, ya en luz, enrojecido y oscuro, Simeón daba la impresión de un fantasma que hubiera roto en un baile dislocado de borracho.
Al otro día revisaron toda la casa, hasta los aleros; limpiaron el Yaquecillo y quemaron los pendones, para matarles los nidos a las compañeras.
Silenciábamos todos. Pepito, preocupado, preguntó:
—¿Estaba en nuestro cuarto esa culebra, papá?
Pero padre apenas le oyó. Estaba tendiendo la mano para coger la taza de café que le servia madre.
A través de la ventana se mecía una estrella desflecada, medio escondida en el humo que huía por encima de Simeón.