Prólogo

—¡Que paren!

El hombre se inclinó sobre la fría mesa metálica con el cuerpo encogido, los ojos cerrados con fuerza y la voz quebrada. Inspiraba de forma pausada y exhalaba como si fuera su último suspiro. Una ráfaga rápida de palabras penetraba en sus oídos a través de unos auriculares y luego le inundaba el cerebro. Tenía una serie de sensores sujetos a un grueso arnés de tela que llevaba abrochado en el torso. Llevaba también una especie de gorro provisto de electrodos que medían sus ondas cerebrales. La sala estaba muy bien iluminada.

Con cada fragmento de audio y de vídeo se estremecía como bajo el puñetazo de un campeón de los pesos pesados.

Empezó a sollozar.

En una oscura sala contigua un pequeño grupo de hombres observaba la escena a través de un espejo de visión unilateral.

En la pared de la sala en la que estaba el hombre que sollozaba había una pantalla que medía unos dos metros y medio de ancho por otros dos de alto. Parecía diseñada especialmente para ver partidos de fútbol americano. Sin embargo, las imágenes digitales que se sucedían en ella a toda velocidad no eran de hombretones dándose golpes capaces de dejar conmocionado al más fornido. Se trataba de datos ultrasecretos que muy pocas personas del gobierno conocían.

En conjunto, y para un ojo avezado, resultaban reveladores de las actividades clandestinas que se llevan a cabo a lo largo y ancho del planeta, y por ello mismo extraordinarios.

Eran imágenes nítidas de movimientos sospechosos de tropas en Corea a lo largo del paralelo 38.

Imágenes vía satélite de Irán en las que se veían silos subterráneos de misiles que parecían soportes para lápices gigantes excavados en la tierra, junto con la silueta de un reactor nuclear en funcionamiento.

En Pakistán, fotos a una gran altitud de las secuelas de un atentado terrorista en un mercado; hortalizas y trozos de cuerpos destrozados cubrían el suelo.

Sobre Rusia, un vídeo en el que aparecía una caravana de camiones del ejército en una misión capaz de conducir al mundo a otra guerra mundial.

Provenientes de la India aparecían los datos de una célula terrorista que planeaba atentados simultáneos contra objetivos sensibles con la intención de provocar una crisis regional.

De la ciudad de Nueva York se mostraban fotos incriminatorias de un importante líder político con una mujer que no era su esposa.

Desde París llegaban montones de números y nombres que proporcionaban información financiera sobre empresas delictivas. Se movían tan rápido que parecían un millón de columnas de Sudoku pasando a la velocidad del rayo.

De China se recibía información secreta acerca de un posible golpe de Estado.

Desde miles de centros de fusión de inteligencia financiados por el gobierno federal desperdigados por todo Estados Unidos, fluía información sobre actividades sospechosas que llevaban a cabo ciudadanos americanos o extranjeros que operaban a escala nacional.

Desde la comunidad UKUSA, formada por Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, arribaba una serie de comunicaciones altamente confidenciales, todas ellas de máxima importancia.

Y así se iba recibiendo información procedente de todos los rincones del planeta, en masa y en alta definición.

Si se hubiese tratado de un videojuego, habría sido el más emocionante y difícil jamás creado. Pero aquello no tenía nada de juego. Allí, cada segundo, y a todas horas, vivían y morían personas de carne y hueso.

Este ejercicio era conocido en las más altas esferas de la comunidad de inteligencia como «el Muro».

El hombre inclinado sobre la mesa metálica era bajo y delgado. Su piel era de color marrón claro y llevaba el cabello, corto y negro, aplastado contra el pequeño cráneo. Tenía los ojos grandes y enrojecidos de tanto llorar. A pesar de sus treinta y un años, parecía haber envejecido diez en las últimas cuatro horas.

—Por favor, que paren. No puedo más.

Al oír el comentario, el hombre más alto que había detrás del espejo se movió. Se llamaba Peter Bunting. Tenía cuarenta y siete años y aquello era, simple y llanamente, su ambición, su vida, el aire que respiraba. Ni por un instante pensaba en otra cosa. Durante los últimos seis meses había encanecido de forma considerable por motivos relacionados directamente con el Muro o, más concretamente, por problemas que tenían que ver con el mismo.

Llevaba una americana hecha a medida y unos pantalones un poco demasiado holgados. Aunque tenía un cuerpo atlético, nunca había practicado deporte y su coordinación no resultaba especialmente buena. Lo que sí tenía era un cerebro privilegiado y una ambición inagotable. Había conseguido una licenciatura a los diecinueve años, tenía un diploma de posgrado de Stanford y había recibido una beca Rhodes. Poseía la mezcla perfecta de visión estratégica e inteligencia práctica. Era rico y tenía muchos contactos, aunque fuese desconocido para el gran público. Le sobraban motivos para ser feliz y apenas uno para sentirse frustrado o incluso enfadado. Y en ese mismo momento lo tenía delante.

Un motivo con cara y ojos.

Bunting bajó la mirada hacia la tableta electrónica que tenía entre las manos. Había formulado incontables preguntas al hombre, cuyas respuestas podían encontrarse en el flujo de datos. No había obtenido ni una sola reacción.

—Por favor, espero que alguien me diga que esto es una idea un tanto retorcida de lo que es una broma —dijo finalmente. Aunque sabía que no era así. La gente de ese lugar no bromeaba por nada del mundo.

Un hombre mayor y más bajito, con una camisa de vestir arrugada, extendió los brazos en gesto de impotencia.

—El problema es que está clasificado como E-Cinco, señor Bunting.

—Bueno, el cinco le queda justo, eso está claro —masculló Bunting.

Se volvieron para mirar de nuevo por el cristal cuando el hombre de la sala se quitó bruscamente los auriculares y gritó:

—¡Quiero marcharme! ¡Ahora mismo! Nadie me dijo que sería así.

Bunting dejó caer la tableta sobre la mesa y se apoyó contra la pared. El hombre de la sala era Sohan Sharma. Había sido su última y mejor esperanza para cubrir el puesto de Analista. Analista con mayúsculas. Solo había uno.

—¿Señor? —dijo el miembro más joven del grupo. Tenía apenas treinta años pero el pelo largo y rebelde y los rasgos juveniles hacían que pareciese mucho más joven. Tragó saliva con dificultad.

Bunting se frotó las sienes.

—Te escucho, Avery. —Hizo una pausa para masticar unas cuantas pastillas contra la acidez—. Pero espero que sea importante. Estoy un poco estresado, como seguramente habrás advertido.

—Sharma es un auténtico Cinco se mire como se mire. No se vino abajo hasta que llegó al Muro. —Lanzó una mirada a la serie de monitores que controlaban las constantes vitales y la función cerebral de Sharma—. Su actividad Theta se ha disparado. Es la clásica sobrecarga de información extrema. Empezó un minuto después de que pusiéramos la producción del Muro al máximo.

—Sí, esa parte ya me la había imaginado. —Bunting señaló a Sharma, que en ese momento estaba en el suelo, llorando—. Pero ¿este es el resultado que obtenemos con un auténtico Cinco? ¿Cómo es posible?

—El problema principal es que exponencialmente se vierten más datos sobre el Analista. Diez mil horas de vídeo. Cien mil informes. Cuatro millones de registros de incidentes. La cantidad de imágenes diarias procedentes de los satélites es de múltiples terabytes, y eso después de filtrarlas. Las señales captadas que exigen que inteligencia les preste atención se sitúan en los miles de horas. La cháchara del campo de batalla por sí sola llenaría miles de listines de teléfono. Nos llueve cada segundo de cada día en cantidades cada vez mayores desde un millón de fuentes distintas. En comparación con los datos disponibles hace tan solo veinte años, es como coger un dedal con agua y transformarlo en un millón de océanos Pacíficos. Con el último Analista estuvimos reduciendo el flujo de datos de forma considerable por pura necesidad.

—¿Qué intentas decirme exactamente, Avery? —preguntó Bunting.

El joven respiró hondo. La expresión de su rostro era como la de un hombre en el agua que acaba de darse cuenta de que tal vez se esté ahogando.

—Quizás hayamos topado con los límites de la mente humana.

Bunting miró a los demás. Ninguno de ellos lo miró a los ojos. Daba la impresión de que el aire húmedo que despedía el sudor de sus rostros generaba corrientes eléctricas.

—No existe nada más poderoso que una mente humana a pleno rendimiento, aprovechada al máximo —declaró Bunting con un tono expresamente tranquilo—. Yo no duraría ni diez segundos frente al Muro porque estoy utilizando alrededor del once por ciento de mis células grises, no doy para más. Pero un E-Cinco deja la mente de Einstein al nivel de la de un feto. Ni siquiera un superordenador Cray se le acerca. Se trata de computación cuántica de carne y hueso. Es capaz de funcionar de forma lineal, espacial, geométrica, en todas las dimensiones que haga falta. Es el mecanismo analítico perfecto.

—Lo entiendo, señor, pero…

La voz de Bunting ganó en estridencia.

—Se ha comprobado en todos los estudios que hemos realizado. Es la verdad en la que se basa todo lo que hacemos aquí. Y, lo que es más importante, es lo que nuestro contrato de dos mil millones y medio de dólares dice que debemos ofrecer y de lo que dependen todos y cada uno de los componentes de la comunidad de inteligencia. Se lo he dicho al presidente de Estados Unidos y a todos los que le siguen en la cadena de mando. ¿Y me estás diciendo que no es verdad?

Avery se mantuvo en sus trece.

—El universo quizás esté en expansión constante pero todo lo demás tiene límites. —Señaló la sala del otro lado del cristal donde Sharma seguía llorando—. Y quizás eso es lo que tenemos delante en estos momentos: el límite absoluto.

—Si lo que dices es cierto —declaró Bunting con expresión sombría—, entonces estamos más jodidos de lo imaginable. El mundo civilizado está jodido. Se nos va a caer el pelo. Estamos acabados. Los malos se salen con la suya. Vayámonos a casa y esperemos el apocalipsis. Vivan los cabrones de los talibanes y AlQaeda. Juego, set y partido. Han ganado.

—Comprendo su frustración, señor. Pero cerrar los ojos ante lo evidente nunca es un buen plan.

—Entonces consígueme un Seis.

El joven lo miró boquiabierto.

—No existen los Seis.

—¡Tonterías! ¡Eso es lo que pensábamos del Dos al Cinco!

—Pero de todos modos…

—Búscame a un puto Seis. Sin discusiones y sin excusas. Hazlo, Avery.

La nuez se le marcó de forma exagerada.

—Sí, señor.

El hombre de mayor edad intervino.

—¿Qué hacemos con Sharma?

Bunting se volvió para mirar al Analista Fracasado, que lloriqueaba.

—Sigue el proceso de salida, haz que firme todos los documentos de rigor y déjale claro que si dice una sola palabra sobre esto a alguien, será acusado de traición y pasará el resto de su vida en una prisión federal.

Bunting se marchó. El aluvión de imágenes por fin paró y la sala fue quedando a oscuras.

Sohan Sharma fue conducido a la furgoneta que le esperaba, con tres hombres en el interior. En cuanto subió, uno de los hombres le rodeó el cuello con un brazo y otro la cabeza. Zarandeó los gruesos brazos en distintas direcciones y Sharma se desplomó con el cuello roto.

La furgoneta se alejó con el cadáver de un E-Cinco verdadero cuyo cerebro ya no era lo bastante bueno.