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Sean contempló el número que aparecía en su teléfono.

—Es el coronel Mayhew, de la policía estatal de Maine. Le he telefoneado antes pero no contestaba. Le he dejado un mensaje para que me llamara.

Sean respondió y le explicó la situación al coronel.

Como era de esperar, a Mayhew le satisfizo el resultado.

—Dile a esa gente de Washington D. C. que se asegure de que esos cabrones no vuelvan a ver la luz del sol.

—Descuide, señor —dijo Sean con una amplia sonrisa.

—Hay una cosa rarísima —dijo Mayhew—. No lo entiendo.

—¿Qué ocurre?

—Han acabado de hacerle la autopsia al pobre Eric.

A Sean se le encogió el estómago ligeramente.

—Herida de bala, ¿no?

—Por supuesto. No hay duda de ello. Justo en el pecho.

Sean se relajó.

—Entonces ¿cuál es el problema?

—Pues fue una bala del calibre 32. Del mismo tipo que mató a Dukes y a su amigo Ted Bergin. Pero lo curioso es que fue una herida de contacto. Lo que no entiendo es que Eric les dejara acercarse tanto sin disparar un solo tiro. Quiero decir que…

Pero Sean ya no estaba escuchando. Estaba corriendo.

Corría no para salvarse él sino para salvar la vida de la persona que más le importaba en el mundo.

—¿Te sientes mejor? —preguntó Michelle, cuando Megan entró en la habitación vestida con ropa limpia.

—La ducha me ha sentado de maravilla. Creo que vuelvo a ser medio humana. Y gracias por hacer que me enviaran la ropa aquí.

—No ha supuesto ningún problema. Después de que te falláramos en Maine, era lo mínimo que podíamos hacer.

Michelle miró por la ventana.

En un todoterreno aparcado delante había tres agentes del FBI. Había dos más en el patio trasero del piso franco. Por primera vez en mucho tiempo se sentía razonablemente segura.

—¿Dónde está Edgar? —preguntó Megan.

—Cocinando.

—¿Sabe cocinar? —preguntó Megan.

—Pues resulta que sí. Seguro que tienes hambre. Supongo que no te dieron mucha comida.

—Me tuvieron a pan y agua. Todavía no me acabo de creer que saliera de ahí con vida.

—Fue complicado.

—Voy a ver si necesita ayuda. Mi madre siempre me decía que si realmente quería casarme, tenía que saber desenvolverme en la cocina.

—No te lo creas por nada del mundo.

Megan entró en la cocina mientras Michelle, siempre impaciente cuando no había acción, se limitaba a caminar de un lado a otro.

Mientras recorría la sala por segunda vez le sonó el teléfono. Era Sean.

Se dispuso a responder pero no lo consiguió.

La sangre le salió a borbotones del corte del brazo. Habría sido el cuello, pero había visto el cuchillo un segundo antes y había extendido el brazo. La hoja le cortó piel, músculo y tendón.

Dejó caer el teléfono, se desplomó hacia atrás, alzó la mirada y vio a Edgar Roy yendo a por ella otra vez.

Pero entonces se dio cuenta de que no iba a por ella. Se estaba colocando delante de ella. No, iba a por algo. A por alguien.

Se echó encima de Megan Riley mientras intentaba atacar otra vez a Michelle con un cuchillo de cocina enorme. Cayeron juntos al suelo, el grandullón encima de la mujer menuda. En aquel momento tendría que haber terminado todo.

Pero estaba claro que Megan Riley era una mujer fuera de lo normal.

De hecho, era infalible.

Roy gimió y se alejó rodando de ella cuando recibió un buen rodillazo en sus partes. Se levantó enseguida y le asestó dos patadas demoledoras en la cabeza que lo dejaron tumbado de espaldas. Se quedó medio inconsciente mientras la sangre le rodaba por la cara desde un corte profundo que tenía en la piel.

Alzó el cuchillo para asestarle el golpe final pero no consiguió dar en el blanco.

Michelle le dio una patada en la rodilla. Lo malo es que no le dio de lleno porque cuando estaba a punto de propinárselo resbaló con su propia sangre, que estaba formando un charco en el suelo de madera.

Megan hizo una mueca, bajó la mirada hacia la extremidad herida y entonces se abalanzó hacia delante con la pierna buena y le dio un buen codazo a Michelle en la cabeza, fintó para esquivar a su oponente y la hizo caer dándole una patada en las piernas. Michelle cayó con fuerza y se golpeó la cabeza contra el suelo. Se movió un segundo antes de que Megan la atacara de nuevo con el cuchillo. La hoja se le clavó en el muslo en vez de en el vientre. Megan retorció la empuñadura y Michelle gritó mientras la hoja la desgarraba. Apartó a la mujer de una patada y se puso en pie como pudo. Las dos mujeres se cuadraron y cada una intentó aprovechar la extremidad que no tenía herida.

—Voy a matarte —dijo Megan.

—No, lo vas a intentar —espetó Michelle.

—Tenías que haber visto la mirada de Bergin justo antes de que le pegara un tiro en la cabeza. Puso la misma cara de sorpresa que Carla Dukes cuando la maté.

—Yo no soy un hombre mayor. Ni una mujer lenta y voluminosa.

Megan sonrió con malicia.

—Ya, pero te estás desangrando.

Megan hizo un par de movimientos con el cuchillo con la intención de cortar pero no consiguió atravesar las defensas de Michelle. Michelle cogió una lámpara de pie y la giró delante de ella como si fuera un nunchaku. Avanzó cuando Megan cayó de espaldas, superada por momentos. Pero cuando Megan se abalanzó sobre Roy con el cuchillo en alto, Michelle tuvo que lanzarle la lámpara para defenderle.

La vara de latón golpeó a Megan en la cara y le hizo un corte profundo en la mejilla. La sangre le caía por la cara. Cayó de lado encima de Roy pero se levantó enseguida cuchillo en mano.

Fue un instante demasiado tarde.

Michelle la golpeó con el hombro en el vientre y ambas mujeres salieron disparadas por encima de una mesa y chocaron contra la pared en la que dejaron unos agujeros en el tabique de yeso por la fuerza del impacto.

Por desgracia, Michelle se golpeó contra un tachón de la pared y se fracturó la clavícula.

Al darse cuenta, Megan le propinó un golpe justo en el hueso herido y Michelle se deslizó hacia atrás, sujetándose el hombro y respirando con dificultad.

Ambas mujeres se pusieron en pie lentamente, cada una con una pierna herida, pero Michelle sangraba por dos heridas graves. Notaba cómo el corazón bombeaba con más fuerza con cada contracción del músculo, salpicando cada vez más sangre al suelo sin posibilidad de reemplazar la pérdida.

Exhaló un suspiro rápido. No le quedaba demasiado tiempo. Fingió atacar y Megan retrocedió. Michelle se abalanzó sobre ella con la intención de sujetarle el brazo con el que empuñaba el cuchillo.

Pero por culpa de lo débil que estaba, llegó un segundo demasiado tarde.

Megan se pasó el cuchillo a la mano izquierda un momento antes del impacto. Cuando la mujer cayó hacia atrás Megan le clavó el cuchillo con fuerza en la espalda.

Chocaron contra el suelo y Megan apartó a Michelle de una patada, rodó por el suelo y se puso de pie sosteniéndose con una sola pierna temblorosa.

Michelle intentó levantarse pero cayó de rodillas. Seguía teniendo el cuchillo clavado. Ahora le sangraban tres heridas, y la de la espalda era la más grave. Veía borroso y cada vez le costaba más respirar.

«Me estoy muriendo».

Se llevó la mano a la espalda y con sus últimas fuerzas se arrancó el cuchillo.

Miró a Megan, que respiraba de forma entrecortada y rápida.

—Estás muerta —se mofó Megan.

—Igual que tú, zorra —gruñó Michelle, mientras la sangre se le acumulaba en la boca y le impedía hablar con claridad.

Arrojó el cuchillo.

Falló estrepitosamente y chocó contra la pared antes de caer al suelo sin causar daños.

Mientras Michelle se quedaba sentada impotente en cuclillas, mientras la vida se le escurría de entre las manos, Megan se preparó para el golpe mortal: un codazo en la nuca de Michelle que le rompería la médula y acabaría con su vida de forma instantánea.

Dio un salto para asestar el último golpe.

Y Edgar Roy pivotó.

En su excepcional mente, de repente estaba treinta años antes y Edgar Roy, que entonces contaba solo seis años y era objeto de la agresión sexual de su padre, giró en redondo. Y golpeó. El hombre cayó. Los ojos se le volvieron vidriosos. Dejó de respirar. El hombre murió. Ahí mismo, en la cocina de la granja.

Entonces, como un viejo televisor en blanco y negro que se convertía de repente en una pantalla plana de alta definición, las viejas imágenes se desvanecieron y Roy regresó de lleno al presente.

Edgar Roy, de dos metros de altura, le clavó el cuchillo de cocina que había cogido del suelo a Megan Riley en el torso con tanta fuerza que la mujer menuda se elevó varios centímetros del suelo. Al cabo de un momento, la asombrosa velocidad de la cuchillada de Roy catapultó a Megan con violencia contra la pared. La golpeó con fuerza y se deslizó hacia abajo. Miró sin decir palabra el cuchillo que tenía clavado en el pecho hasta la empuñadura, el otro extremo le había partido el corazón casi en dos. Intentó arrancárselo. Lo rodeó con las manos. Tiraron una vez y luego se quedaron paradas. Los dedos se le escurrieron de la empuñadura. Los brazos se le cayeron a los lados. Inclinó la cabeza contra el hombro. Exhaló un último suspiro escalofriante.

Y entonces murió.

Edgar Roy se quedó ahí parado durante unos instantes.

«Yo pivoté. No fue mi hermana quien pivotó. Yo le clavé el cuchillo a mi padre. No mi hermana. Yo pivoté. Yo maté a la bestia. Maté a mi padre».

Acababa de recuperar el recuerdo que había olvidado hacía tanto tiempo, el único que le faltaba.

Corrió al lado de Michelle y le tomó el pulso.

No lo notaba.

La puerta se abrió de repente.

Se volvió y vio a Sean y a su hermana ahí.

—Por favor, ayudadla —exclamó Roy.

Sean corrió hacia delante. Habían llamado a una ambulancia mientras iban de camino, por si acaso.

Había sido buena idea.

Los técnicos sanitarios irrumpieron en la habitación al cabo de unos segundos e intentaron por todos los medios reanimar a Michelle. La situación no pintaba bien. Había perdido demasiada sangre, que encharcaba el suelo. La sacaron en camilla y Sean subió a la ambulancia justo antes de que las puertas se cerraran.

Los agentes del FBI empezaron a evaluar lo ocurrido en el interior del piso franco, que había acabado siendo de todo menos seguro.

Roy se había dejado caer contra una pared. Su hermana se arrodilló a su lado. Cuando un agente se les acercó, ella dijo:

—Déjanos un momento, ¿vale?

El agente asintió y se retiró.

Roy contempló a Riley ensangrentada, sentada con la espalda apoyada en la pared pero muerta, con el cuchillo clavado todavía. Parecía una muñeca grande y morbosa de exposición.

—La he matado —le dijo a su hermana.

—Lo sé.

—Intentaba matar a Michelle.

—Eso también lo sé, Eddie. Le has salvado la vida. Has hecho lo correcto.

Él negó con la cabeza con obstinación.

—No lo sabemos. Es posible que muera.

—Es verdad. Pero le has dado una oportunidad.

Roy bajó la mirada, dio la impresión de que iba a vomitar.

Volvió a alzar la vista.

—Maté a papá.

Ella se sentó a su lado, le tomó la cabeza y se la apoyó en su pecho.

—Durante todo este tiempo —dijo él—, no podía recordar… pe-pensaba que habías sido tú. Siempre… me has protegido.

—Aquella vez, Eddie, te defendiste tú solo. Y me salvaste. Hiciste lo correcto. No hiciste nada malo. ¿Lo entiendes?

Él no dijo nada.

»Eddie, ¿lo entiendes? No hiciste nada malo —dijo esto último con tono apremiante.

—Lo entiendo. —Contuvo un sollozo—. Me quitaron la medalla de san Miguel.

—Ya lo sé. Puedo conseguir otra.

Lanzó una mirada hacia Megan, muerta.

—Creo que no la necesito. Ya no.

—Estoy de acuerdo.

Roy se echó a llorar y su hermana lo abrazó.

El sonido melancólico de la ambulancia que transportaba a Michelle, gravemente herida, fue amortiguándose hasta que no quedó más que silencio.