El Dreamliner 787 aterrizó en el aeropuerto de Dulles puntualmente y el Jumbo fue parando poco a poco. El piloto hizo rodar el avión hasta un espacio abierto en las afueras del terreno del aeropuerto. En aquel lugar había dos todoterrenos esperando. La puerta del jet se abrió, acercaron una escalera portátil y Mason Quantrell bajó por ella. Vestía unos vaqueros planchados y una camisa blanca con una parka North Face encima. Llevaba un maletín en la mano. Se le veía tranquilo y feliz.
Sonrió y saludó cuando la ventanilla de uno de los vehículos bajó y vio a Harkes sentado en su interior. Se subió y se sentó a su lado.
—¿Has tenido un buen vuelo? —preguntó Harkes.
—Bien, bien. He recibido tu mensaje. Estábamos descendiendo sobre Dulles. Por lo que parece, no podía haber ido mejor.
—No, la verdad es que no —reconoció Harkes.
—Estoy ansioso por saberlo todo. ¿Por qué no vamos en coche hasta mi casa de Great Falls? Mi chef estudió en París y tienes mi bodega a tu disposición. Puedes informarme mientras comemos algo. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Foster ya lo sabe?
Harkes sonrió.
—Me estaba guardando lo mejor para el final.
Quantrell se echó a reír.
—Lo has montado todo a las mil maravillas. Estará en deuda conmigo eternamente puesto que le hemos salvado el bonito pescuezo. Ahora conseguiré los aumentos de presupuesto que me dé la gana.
—Tenemos que dar un pequeño rodeo —dijo Harkes.
Quantrell lo miró.
—¿Qué? ¿Dónde? —Quantrell también se percató de que el todoterreno no se había puesto en marcha. No se movían.
Harkes volvió a bajar la ventanilla e hizo una señal con la mano.
—¿Qué estás haciendo, Harkes?
Quantrell dio un respingo cuando la puerta del vehículo se abrió bruscamente y aparecieron cuatro hombres.
—FBI —dijo el agente al mando—. Mason Quantrell, está usted detenido.
Mientras el agente leía sus derechos a Quantrell, Harkes abrió la puerta de su lado, bajó del coche, cerró la puerta detrás de él y se marchó.
No volvió la vista atrás.
Uno menos. Quedaba uno más.
Ellen Foster se había bañado, se había peinado con esmero y se había vestido a conciencia. Ahora estaba sentada en una silla del salón de su bonita casa, en su barrio de moda lleno de personas triunfadoras. Aquel era su mundo, estaba convencida de ello. Había superado muchos obstáculos para llegar hasta allí. ¿Y ahora qué?
No se esperaba para nada el mensaje que recibió. Pensaba que sería Harkes informándole de que todo había ido bien. Foster estaba firmemente convencida de que habría sido lo justo y necesario. Solo que la vida no siempre era justa. Por desgracia, aquel era uno de esos momentos.
Mientras se maquillaba sentada en el baño delante del espejo, había pensado mucho sobre los últimos años de su vida. Habían estado repletos de muchos triunfos y unos cuantos fracasos inevitables, como su matrimonio. Su marido era rico pero ni por asomo tan famoso como su esposa, y eso le había molestado. Era un hombre sumamente inseguro a pesar de su fortuna, que había acabado ahuyentando los sentimientos que ella había albergado hacia él.
El divorcio había llenado unos cuantos titulares y luego había dejado de ser noticia. Y su vida había continuado. Como cabía esperar.
Se sentó con las manos cuidadosamente recostadas sobre el regazo mientras inspeccionaba con la mirada la sala decorada con un gusto exquisito. Realmente era un espacio bonito; qué satisfecha se había sentido en él. Qué feliz. Era la mezcla perfecta entre la vida doméstica aparentemente feliz y el estrellato profesional. Se tocó los pendientes. Un regalo desorbitado de su ex. El collar que llevaba valía cincuenta mil dólares. El anillo de diamantes y zafiros, casi el doble. Quería estar perfecta para aquello, su última función.
Se trataba de una función necesaria porque Harkes la había traicionado.
Harkes había estado trabajando para otros. No le había sido leal. En vez de ayudarla, había conseguido destruirla. El lacayo se había vuelto contra su señora. Tenía que haberlo intuido. Pero ahora ya era demasiado tarde para eso.
Hay que ver lo injusta que era la vida. Lo único que había hecho había sido intentar mantener el país a salvo. Aquel era su trabajo. Y a cambio, ¿esa era la recompensa que recibía?
Oyó que los coches paraban de un frenazo delante de su casa. Se levantó, se acercó al secreter y sacó la pistola de donde la escondía. Se preguntó brevemente cómo darían la información los periódicos. Tampoco es que le importara, la verdad. Su exmarido se llevaría una ligera sorpresa, imaginó, aunque se había casado con una mujer mucho más joven y estaba formando la familia que ella nunca había querido tener con él.
A Foster le supo mal no tener a nadie que lamentara su muerte. Qué triste, concluyó.
Los pasos subieron rápidamente el porche delantero.
Sus guardaespaldas no podrían impedirles el paso.
Ya estaba bien. No necesitaba que se lo impidieran.
Tenían una orden judicial, estaba convencida de ello.
Negó con la cabeza, tomó aire.
Estaban en la puerta. La aporrearon.
—FBI —anunció una voz grave—. Secretaria Foster, abra la puerta, por favor.
Levantó la Glock a la altura de la sien derecha, colocándose de forma que cayera en el sofá. Sonrió. Un aterrizaje suave. Se lo merecía. Menos mal que se había tomado dos valiums. Así todo resultaba mucho menos estresante. Cualquiera que se planteara suicidarse, pensó, debería aprovechar la existencia de tal fármaco.
El FBI hizo una última advertencia. Se los imaginó colocando un cilindro hidráulico contra la puerta delantera. Era de madera restaurada y tenía cien años de antigüedad. No cedería con facilidad. Todavía le quedaban unos cuantos segundos.
Se preguntó si Harkes estaría con ellos. Quería mirarlo a los ojos una vez más. Quería seguir venciéndole.
Quería ver cómo se le borraba la expresión triunfante del rostro mientras la bala le perforaba el cerebro. Pero probablemente no viniera.
Menudo cobarde.
El cilindro hidráulico golpeó la puerta una vez. Se astilló y casi cedió. Lo consiguieron a la segunda.
La puerta se reventó.
Los hombres entraron en tropel.
Ellen Foster les sonrió y apretó el gatillo.
Pero no pasó nada. Volvió a apretar el gatillo. Otra vez. Hasta cuatro veces.
James Harkes entró tranquilamente, dejó atrás a los agentes del FBI dispuestos alrededor de la mujer y se paró delante de ella. Le quitó la pistola.
—No te vas a librar tan fácilmente —dijo.
Foster se tambaleó encima de sus tacones.
—¡Hijo de puta! —Le dio un bofetón.
Él ni se inmutó. Se quedó ahí parado, observándola con desprecio. Ella acabó apartando la mirada.
—Estos hombres tienen algo que decirte.
Se hizo a un lado cuando se colocaron delante, le leyeron sus derechos y la esposaron.
—Una cosa más —gritó Harkes cuando se la llevaban.
Ella se volvió para mirarle.
Levantó el arma.
—Tenías que haber comprobado que nadie te había quitado el percutor, «señora secretaria».