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Se encontraron frente a frente en una extensión de hierba de sesenta centímetros que en cierto modo parecía tan vasta como el océano Atlántico.

James Harkes miró de hito en hito a Kelly Paul y ella hizo lo mismo.

Megan Riley, acorralada por sus captores, miraba el suelo sin decir palabra. Sean y Michelle estaban al lado de Paul y Bunting, mientras Roy iba en la silla de ruedas.

Roy se incorporó y dejó que se le cayera la capucha.

Cuando Megan alzó la vista y vio a Sean y a Michelle sintió un profundo alivio.

—Hagamos esto de forma fácil y sencilla —dijo Harkes en voz baja—. Mandad a Bunting y a Roy aquí y os lleváis a Riley.

—No parece justo, ¿no? —dijo Paul—. Vosotros os lleváis a dos y nosotros solo a una.

—Ese fue el trato —repuso Harkes.

—No, esa fue vuestra propuesta.

Harkes la observó con interés.

—¿De verdad quieres ponerte a renegociar ahora? Mis hombres tienen diez objetivos preestablecidos a los que disparar si les doy la orden. Si quieres cargar con la culpa del abatimiento de personas inocentes, es asunto tuyo. Pero yo te lo desaconsejo.

—Ya veo la lógica, Harkes, de verdad que sí.

—Pero ¿estás en desacuerdo de todos modos?

—No necesariamente.

—No tenemos todo el día. Necesito una respuesta.

—Supongamos que os entregamos a Bunting. —Sujetó a Bunting por el brazo y lo empujó hacia delante. Él se soltó y la miró con el ceño fruncido.

—O sea que soy el cordero del sacrificio —espetó—. ¿Con una sangre más densa que el agua?

Harkes negó con la cabeza.

—Necesitamos el pack completo.

—Es mi hermano.

—Hermanastro.

—Da igual —dijo ella con toda tranquilidad.

—¿Quieres ver una demostración de mis intenciones? —Harkes señaló a un niño que sostenía un batido de chocolate—. Si levanto el brazo, tendrá un tercer ojo.

—¿Harías una cosa así? ¿A un niño?

Harkes la miró con expresión inescrutable.

—Puedo cargarme a una abuela si prefieres. El objetivo sería el mismo.

—Eres un cabrón de campeonato, ¿sabes? —dijo ella.

—Comentario que no nos lleva a ningún sitio. ¿Levanto la mano?

—No harás más que matar a mi hermano.

Harkes miró a Roy, quien seguía sentado en la silla de ruedas.

—¿Y si te digo que eso no es lo que va a pasar?

—¿Por qué iba a creer algo de lo que me dices?

—Su cerebro es una mina de oro. ¿Quién se dedica a desperdiciar el oro?

—¿No te refieres a este país?

—Eso resultaría problemático.

—No soy un traidor —intervino Roy.

—Seguirás con vida —repuso Harkes—. Tú decides.

—Probablemente ni siquiera nos permitas salir de aquí con vida, aunque te lo entreguemos —dijo Paul.

—Te doy mi palabra de que eso no va a pasar.

—No me fio de ti.

—No me extraña. Yo tampoco me fío de ti.

—Espero que te paguen bien por traicionar a tu país.

—Eso lo has dicho tú, no yo.

—¿Cuándo te vendiste, Harkes? ¿Te acuerdas o ya no?

Harkes endureció la expresión apenas un segundo.

—Voy a levantar la mano a no ser que Edgar Roy se levante de la silla de ruedas y venga aquí con el señor Bunting. Ya mismo. ¿Quieres que el niño se acabe el batido?

Sean y Michelle miraron al niño. Michelle tensó el cuerpo para saltar.

Roy se levantó de la silla.

—¡Eddie! ¡No! —gritó su hermana.

—Ya han muerto suficientes personas por mi culpa, Kel. Ni una más. Nadie más. Sobre todo no un niño.

—Ya me dijeron que tenías un gran cerebro, Roy —dijo Harkes—. Ven aquí, por favor. Bunting, tú también.

Observaron cómo Bunting y Roy daban un paso adelante. Con un asentimiento de Harkes, los hombres soltaron a Megan, que se acercó a Sean y Michelle a trompicones.

La mirada de Sean no se había detenido ni un solo momento. Había repasado cuadrícula tras cuadrícula, llevando la mirada lo más lejos posible y luego acercándola poco a poco, como si lanzara un sedal y lo enrollara lentamente, en busca de amenazas. Era como si nunca hubiera dejado el Servicio Secreto. De hecho había estado apostado en el Mall muchas veces durante sus años de servicio. Tenía tan interiorizado lo que debía buscar y cómo hacerlo que no había diferencia entre el pensamiento consciente y el instinto.

En cuanto Megan estuvo con ellos Sean lo vio. Un hombre que estaba prestándoles demasiada atención al tiempo que intentaba con todas sus fuerzas que no se notara. Se introdujo la mano en el bolsillo. Le siguió el destello de una lente al apuntar.

Sean saltó con el cuerpo en paralelo al suelo.

Se produjo el disparo.

La bala alcanzó a Sean directamente en el pecho. Soltó un gruñido, cayó en la hierba con fuerza y ahí se quedó.

—¡Sean! —gritó Michelle.

Los hombres que habían flanqueado a Riley cayeron de repente, antes de tener tiempo de sacar las pistolas sus cuerpos se retorcían de dolor. Varios hombres se arremolinaron a su alrededor, los sujetaron mientras el destello del bronce brillaba bajo la luz del sol.

—¿Dónde está el tirador? —gritó uno de ellos.

Ante el disparo, la muchedumbre del Mall reaccionó como una ola que fue cogiendo fuerza. La estampida ganó en velocidad y cantidad y enseguida se descontroló.

James Harkes se puso en marcha. Abatió a dos hombres con su arma. Cayeron al suelo y quedaron fuera de combate. Harkes siguió adelante mientras miraba en todas direcciones. No sabía quién había disparado pero le había fastidiado los planes de mala manera. Las posiciones estratégicas que con tanto cuidado había establecido habían quedado inutilizadas.

Pero lo único que podía hacer era seguir adelante, seguir al ataque.

Michelle se arrodilló al lado de Sean.

—¡Sean!

Sean se puso de rodillas como pudo.

—Ve, ve. Acaba el plan. Estoy bien.

Michelle miró el desgarro del chaleco antibalas donde le había alcanzado el disparo.

—¿Estás seguro?

Sean hizo una mueca con una mano presionada contra el pecho.

—Michelle, ¡sácalos de aquí! ¡Ahora mismo!

Ella le apretó el brazo, dio un salto, sujetó a Megan y a Roy por la muñeca y gritó:

—¡Seguidme!

Cruzaron el Mall a toda prisa, abriéndose paso entre los gritos de la multitud que corría desesperada en todas direcciones.

Al final Harkes la vio y se abrió paso a la fuerza con tenacidad para alcanzar a la mujer.

Tenía a Kelly Paul de espaldas a él, en toda su anchura. Estaba a escasos centímetros.

—¡Paul!

Ella se volvió, lo vio, alzó el arma y disparó.

El hombre que había detrás de Harkes soltó un gruñido cuando la bala de goma le dio de pleno en el pecho. Cayó hacia delante y la pistola con la que estaba a punto de disparar a Harkes se le cayó de la mano.

Paul se situó junto a Harkes. Bajó la mirada hacia el hombre abatido mientras unos agentes del FBI corrían a esposar al hombre herido.

—Gracias —dijo Harkes.

—Creo que te ha visto liquidar a los chicos de Quantrell y se ha dado cuenta de lo que tramabas realmente.

Paul señaló a su izquierda.

—He disparado a dos más. Los tiene el FBI.

Harkes asintió y alzó su Taser.

—Yo disparé a dos. Más los dos que iban con Riley. Nos faltan cinco más —dijo—. Hemos acordonado el Mall. No podrán escapar.

—¿De dónde procedía el primer disparo? —preguntó ella.

—Ni idea. Pero no nos ha ayudado ni pizca. ¿Tu hermano? ¿Riley?

—Han seguido el plan. ¿Dónde está Bunting?

Señaló al otro lado de la calle donde dos agentes del FBI escoltaban al hombre para protegerle.

—Buen trabajo —dijo ella.

—Hace tiempo que voy detrás de esos tipos. La situación podía haberse descontrolado en cualquier momento.

—Pero no ha pasado.

—Me alegro de haber vuelto a trabajar contigo —dijo Harkes.

—No podría haberlo hecho sin ti, Jim.

Michelle, seguida de Megan y Roy, empujaba y se abría camino a la fuerza entre la muchedumbre presa del pánico. Al final vio un atisbo de luz y los empujó hacia él.

—¡Cuidado! —gritó Roy.

Era una advertencia innecesaria. Michelle ya lo había visto venir. Le soltó el brazo, elevó su cuerpo en el aire con un movimiento retorcido y dejó al agresor tumbado boca arriba con una patada atronadora con la que le partió la mandíbula.

—Dios mío —dijo Roy, observando al hombre caído que pesaba unos ciento veinte kilos—. ¿Cómo has hecho eso?

—Tengo cerebro en los pies —bramó Michelle—. Venga, moveos. ¡Moveos!

Cruzaron el Mall a todo correr. Al cabo de unos segundos llegaron a la furgoneta. Michelle la puso en marcha y puso la directa.

Edgar Roy volvió la vista hacia el caos que reinaba en el Mall.

—No ha salido exactamente como habíamos planeado —dijo.

—Casi nunca pasa —repuso Michelle mientras la furgoneta salía a toda velocidad—. Pero hay que reconocer que estamos vivos. —Miró por el retrovisor—. Megan, ¿estás bien?

Megan se incorporó en el asiento y se apartó el pelo estropajoso de los ojos.

—Ahora sí. No pensaba que saldría viva de esta. —Se frotó las muñecas hinchadas—. Me dieron una buena paliza.

—Lo sé. Encontramos tu jersey ensangrentado.

Megan se tocó el hombro.

—Cuchillo —se limitó a decir.

—Pero ¿estás bien?

—Solo necesitaban dejar un poco de sangre para asegurarse de que os quedaba claro que iban en serio. Y la verdad es que me he endurecido a lo largo de los últimos días —reconoció con voz queda—. Lo siento por el agente Dobkin. —Exhaló un largo suspiro—. Fue horrible. Le dieron una patada a la puerta y le dispararon, así sin más. Ni siquiera tuvo la oportunidad de sacar el arma.

—Lo sé. Pero por lo menos tú estás a salvo —dijo Michelle.

Megan miró a Roy.

—Me alegro de que te sacaran. —Le tendió la mano—. Me alegro de conocerte por fin.

Roy le estrechó la mano.

—Yo también. Siento lo de antes. No haberme comunicado contigo ni nada.

—No pasa nada —dijo Megan—. Lo único que quiero ahora mismo es una ducha caliente y ropa limpia.

—Acaban de indicarme el sitio y está cerca —dijo Michelle—. Llegaremos en cinco minutos.

Megan miró detrás de ellos y dijo presa del pánico:

—Michelle, creo que nos siguen.

—Sí, el FBI. Nos ofrecerán un perímetro de seguridad en el piso franco. Más tarde, cuando ya haya pasado todo, iremos a la oficina de campo. Necesitarán que prestes declaración, con todos los detalles, Megan.

—Será un placer dárselos. —Sonrió—. Pero ¿antes puedo ducharme?

—Por supuesto.

Siguieron conduciendo. El todoterreno que les seguía aceleró y se les acercó.