El día estipulado para el intercambio de rehenes amaneció despejado y frío. La muchedumbre se formó en el Mall ya antes de las diez de la mañana. Había discursos, manifestaciones, canciones, más discursos, miles de lavabos portátiles y muchos carteles con el símbolo de la paz.
El Museo del Aire y el Espacio era una de las propuestas del Smithsonian que más gente atraía. Estaba un poco más abajo en la misma calle del Smithsonian Castle.
El museo era la zona cero.
Faltaban dos horas.
El frío ayudaba porque todo el mundo llevaba abrigo, sombrero y bufanda, por lo que disfrazarse resultaba mucho más fácil.
Sean y Michelle estaban en el Mall cerca del Capitolio. Edgar Roy, tocado con una capucha y con el rostro hacia el suelo, iba sentado en una silla de ruedas que empujaba Sean, que utilizó una mano para taparse mejor con el abrigo. Era entallado por un muy buen motivo.
Michelle barrió la zona con la mirada.
—Da la impresión de que hay más de cien mil personas —dijo Michelle.
—Por lo menos —convino Sean.
—Ciento sesenta y nueve mil —corrigió Roy.
Sean bajó la mirada.
—¿Cómo lo sabes? No me digas que has contado a todo el mundo.
—No, pero he visto suficientes cuadrículas del Mall en mi trabajo con el Programa E. Es un objetivo importante de los terroristas. Es posible determinar la cantidad de personas sabiendo el número de cuadrículas llenas que hay.
—De todos modos, sigue siendo muchísima gente —dijo Michelle.
—Lo cual eleva el número de posibles víctimas —añadió Sean con tono preocupado.
James Harkes estaba situado en el que probablemente fuera el mejor punto de observación del Mall: en lo alto del monumento a Washington con unos prismáticos Stellar. Contempló a la gente que había allá abajo e hizo una llamada.
Mason Quantrell regresaba en su Boeing Dreamliner de una reunión en California. Respondió antes de que acabara el primer ring.
—¿Situación? —preguntó con impaciencia.
—El Mall se está llenando. Estoy en un lugar privilegiado. Todos los implicados están en su sitio o pronto lo estarán. ¿Cuándo estará sobre el terreno?
—Dentro de tres horas y veinte minutos.
—Espero darle la bienvenida con buenas noticias, señor.
—No es que necesites que te lo recuerde, pero si lo consigues, recibirás cincuenta millones de dólares, libres de impuestos. Y de regalo, añadiré diez millones más. No tendrás que volver a trabajar en la vida.
—No sabe cuánto se lo agradezco, señor Quantrell, más de lo que se imagina.
—Buena suerte, Harkes.
Cuando Harkes colgó, pensó: «La suerte no tiene nada que ver con esto».
Hizo otra llamada.
También recibió respuesta antes del primer ring.
Ellen Foster estaba en su casa, sentada en la cama. Todavía llevaba el camisón, iba despeinada y notaba una profunda acidez en el vientre. Era sábado. Había planificado un evento fuera de la ciudad pero había pedido a su gente que lo cambiara de fecha alegando enfermedad. Lo cual no distaba demasiado de la realidad. Se sentía bastante enferma.
—Harkes, ¿cómo va? —Habló con voz aguda, atenazada por los nervios que apenas era capaz de controlar.
—Las cosas se van situando. Pero tiene que respirar hondo unas cuantas veces y serenarse.
—¿Tan obvio es?
—Por desgracia, sí.
Oyó que seguía su consejo. Una, dos, tres respiraciones profundas. Cuando volvió al teléfono, su voz sonó casi normal.
—¿Los has visto ya?
—No, pero tampoco lo espero. Todavía queda un rato. Además, conociéndolos, no aparecerán ni un segundo antes de lo necesario.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque si fuera yo, tampoco lo haría.
—¿De verdad crees que vendrán?
—A decir verdad, no puedo controlar lo que hacen, secretaria Foster. Lo único que puedo hacer es crear una situación en la que es probable que hagan lo que queremos que hagan. Y creo que lo hemos conseguido.
—¿Cómo crees que acabará?
—Ellos se llevan a Riley y nosotros a Roy y a Bunting.
—No estoy de acuerdo. Kelly Paul no lo soltará con tanta facilidad. Cuando me arrinconó en los baños del Lincoln Center lo dejó bien claro. Quería recuperar a su hermano. Si él está con ella, no lo dejará escapar sin oponer resistencia. Es básicamente imposible.
—Le mintió —dijo Harkes—. Ha tenido a su hermano en todo momento. Lo que intentaba era volverla contra Quantrell. Si no tenía a su hermano, ¿por qué habría aceptado venir al intercambio? Le hemos visto el farol y ha funcionado.
—Tienes razón. Es que todavía no pienso con claridad.
—Pero no discrepo con usted acerca de las intenciones de Kelly Paul. Intentará ofrecer solo a Bunting en el intercambio. Se imaginarán que no tomaremos represalias si conseguimos algo a cambio de Riley.
—Pero ¿qué pasa con Roy?
—Tengo un plan para eso.
—¿Te refieres a seguirles adonde lo tengan retenido?
—Algo incluso mejor. Mire, tengo que colgar. El ambiente empieza a caldearse.
—James, estaré muy agradecida cuando acabe todo esto. Lo digo en serio.
—Lo entiendo… Ellen.
En cuanto colgó el teléfono, Foster miró pensativa por la ventana de su dormitorio. No le había contado a James Harkes toda la verdad. Se había guardado algo.
Su salvaguarda.
Y lo había hecho por un motivo bien sencillo. Si bien confiaba en Harkes, solo había una persona en el mundo en la que confiaba plenamente.
En Ellen Foster.
Harkes bajó la mirada hacia el Mall, que estaba a rebosar de gente concentrada de forma pacífica para instaurar la paz en el mundo. No eran en absoluto conscientes del potencial de violencia que yacía entre ellos. Allí abajo había una docena de mercenarios pagados por Quantrell, apostados de forma estratégica. Iban armados y no les importaba usar sus armas. Acataban las órdenes de James Harkes. Su trabajo consistía en asegurarse de que estuvieran donde les tocaba estar. En algún lugar de allá abajo también estaba Kelly Paul.
Harkes bajó las escaleras a paso ligero.
Comprobó la hora mientras bajaba.
Faltaba una hora y doce minutos.