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—Dame la situación. ¿Mala?

Mason Quantrell estaba sentado en un cómodo sillón de cuero de su lujoso jet privado que en realidad era un Boeing 787 Dreamliner personalizado para su afortunado propietario. Tenía una pintura de Mercurio alígero en la cola que representaba el símbolo de la empresa de Quantrell. El jet era mucho mayor y caro que el Gulfstream G550 de Peter Bunting. No obstante, como multimillonario que era, Mason Quantrell podía sufragarse los juguetes más caros del mercado. Y en realidad el Tío Sam había apoquinado buena parte del coste.

—Bastante mala —repuso la única persona aparte de él que estaba en la cabina de pasajeros.

James Harkes se recostó en el asiento y dio un sorbo a un vaso de agua mientras Quantrell ya iba por su segundo bourbon con agua. El director general estaba demacrado y tenía unas buenas ojeras.

—Va a ir a por usted con fuerza, señor Quantrell.

Quantrell extendió las manos con gesto de impotencia.

—Pero después de nuestra última reunión todo parecía estar bien. Y entonces recibí la llamada de Bunting. Directamente a mi despacho, ni más ni menos. Menudos huevos tiene el cabrón. Nos retó a que lo localizáramos.

—¿Y no pudo?

—No —repuso Quantrell con aire sombrío—. Al cabrón siempre se le ha dado bien lo de las intrigas. ¿Sabías que lo contraté a través de un programa de doctorado en Stanford?

—No, no lo sabía.

—Antes estuvo en Oxford, con una beca Rhodes. Hizo la carrera en menos de tres años. Ya estaba en el radar de varias personas por algunos libros blancos que había publicado sobre la amenaza creciente del terrorismo global y la mejor manera de combatirlo. El trabajo era muy concreto. Casi predijo el 11-S veinte años antes de que se produjese.

—¿Entonces se puso a trabajar para usted?

Quantrell asintió mientras el avión se escoraba hacia la izquierda e iniciaba el descenso.

—Durante tres años. Hizo un gran trabajo, realmente enderezó la situación para nosotros. Joder, por aquel entonces lo estaba preparando para que llevara la puta empresa. Pero tenía otros planes en mente.

—¿El Programa E? Parece que usted lo habría aprovechado.

—Pues sí, pero nunca me dio la oportunidad. Se marchó, fundó su propia empresa y rápidamente fue escalando posiciones entre los contratistas. Tengo que reconocer que lo suyo era bueno. No, era mejor que bueno. Y entonces lo llevó todo a un nivel totalmente distinto con el Programa E.

—Eclesiastés —dijo Harkes—. ¿El Programa E?

—¿Qué? Oh, sí. No sabía que el hombre tenía una faceta bíblica. —Quantrell apuró el resto de la bebida—. Y entonces vendió el concepto a los peces gordos de Washington D. C. Y el resto de nosotros llevamos años comiéndonos sus migajas.

—¿Alguna vez se ha planteado demandarle?

—No tengo motivos. Desarrolló esa idea después de dejarme y nunca infringió el acuerdo de no competencia que teníamos. Es demasiado listo para cometer un fallo como ese. No, le odio porque no me gusta perder. Y mientras él ha estado rondando por aquí he perdido muchas veces. Muchas. —Dejó el vaso vacío y se ciñó el cinturón de seguridad dado que el avión atravesaba turbulencias—. Pero Ellen Foster puede hacerme mucho más daño. Y no me refiero solo a dólares y centavos.

—Es cierto —convino Harkes.

—El presidente le dio carta blanca.

—Es verdad.

—¿Daños colaterales? ¿Refiriéndose a mí?

—Tiene sentido, ¿no?

—Pero tiene que relacionarlo con Bunting y los demás, ¿no? ¿Cómo piensa llegar a ellos?

—Tiene un as en la manga —apuntó Harkes.

—¿Quién?

—Megan Riley.

Quantrell se sentó hacia delante, sorprendido.

—¿La abogada? ¿Está en el bando de Ellen?

—No. La secuestraron en Maine. Foster la retiene en algún sitio.

Quantrell se frotó el mentón.

—Realmente es excepcional.

—Sí que lo es —convino Harkes.

—Ella no me informó de eso.

—A mí tampoco, hasta ahora.

—Y Foster tiene intención de utilizarla para pillar a Bunting y a los demás. ¿Cómo?

—Jugando con su culpabilidad. Y su conciencia. Riley es una víctima inocente en todo esto. Si lo hacemos bien, podemos utilizarla para llegar a ellos.

—¿Y Foster quiere sobrevivir a todo esto sin que su fama y su cargo dentro del gabinete se vean afectados?

—Eso mismo. Le dije que era difícil pero no imposible.

—¿Necesita despedirme como parte del plan?

—Le gustaría pero no es imprescindible —repuso Harkes con diplomacia.

—Entonces tenemos una oportunidad.

—Eso creo. Una oportunidad muy ventajosa si la aprovechamos bien.

—Ya sabes lo que están haciendo, supongo —dijo Quantrell.

—Están enfrentando a todos con todos. Bunting le llamó para ponerle en contra de Foster. Y Paul acorraló a Foster en ese baño de señoras e hizo lo mismo.

—Muy listo. Foster se tragó el anzuelo. Tengo que reconocer que Bunting me metió el miedo en el cuerpo cuando me llamó.

—Y Kelly Paul puede llegar a ser muy convincente.

—Ahora mismo ella es el peón más preocupante del tablero —declaró Quantrell.

—Yo no la llamaría peón, señor. No podemos infravalorar a esa mujer.

—¿Has tenido algún encontronazo con ella?

—Un par de veces. Y en cada ocasión el resultado no fue el deseado por mí.

—Si puede contigo, Harkes, entonces me cago en los pantalones.

—Seguro que sabe que estoy metido en esto porque Bunting se lo habrá dicho, pero no saben que trabajo para usted. Nadie lo sabe.

—Mi as en la manga. —Quantrell esbozó una sonrisa de satisfacción—. ¿Cuán rápido podrías hacer uso del recurso de Riley?

—En cuanto usted diga «adelante», señor Quantrell.

—Adelante —repuso el director general con la rapidez del Mercury.