En el exterior de la granja el sol ya estaba bajo y arrojaba sombras por las ventanas. Pronto oscurecería por completo. Sean echó más leña al fuego y lo avivó. Cuando se sentó Roy habló.
—Es obvio que Kel os ha contado lo del Programa E.
—Sí —afirmó Sean.
—¿Y el Muro?
—No mucho.
—El Muro son todos los datos juntos de golpe. Yo me siento delante de una pantalla gigante doces horas al día y lo asimilo todo.
—Cuando dices todos los datos, ¿a qué te refieres exactamente? —preguntó Michelle.
—Significa literalmente todos los datos recogidos por las operaciones de inteligencia de Estados Unidos y de distintos aliados extranjeros que comparten esa información con nosotros.
—¿No es muchísima información? —preguntó Sean.
—Más de la que uno es capaz de imaginar, la verdad.
—¿Y tú la ves y qué haces? —preguntó Michelle.
—La analizo y luego encajo las piezas pertinentes y hago un informe. Ellos revisan mis conclusiones y luego forman parte del plan de acción de Estados Unidos en todos los frentes relevantes. De hecho, las acciones que se emprenden son bastante inmediatas.
—Tienes una memoria fotográfica —dijo Sean—. ¿Eidético?
—Algo más que eso —dijo Roy con modestia.
—¿Cómo puede ser más que fotográfica? —comentó Michelle.
—Las memorias realmente fotográficas escasean. Hay muchas personas capaces de recordar muchas cosas que han visto, pero no todo. E incluso para muchos eidéticos el recuerdo acaba desvaneciéndose y es sustituido por otros. Yo nunca olvido nada.
—¿Nunca? —preguntó Sean, mirándolo con escepticismo.
—Por desgracia, la gente no es consciente de que muchos recuerdos son cosas que queremos olvidar.
—Lo entiendo —reconoció Michelle, lanzándole una mirada compasiva a Sean.
—¿Te importa si te pongo a prueba? —dijo Sean.
—Estoy acostumbrado a que me pongan a prueba.
—¿Cómo se llamaba el agente de policía que te detuvo en el granero?
—¿Cuál? Había cinco —repuso Roy.
—El primero que habló contigo.
—En su placa ponía Gilbert —contestó Roy.
—¿Número de placa?
—Ocho-seis-nueve-tres-cuatro. Llevaba una Sig Sauer nueve milímetros con un cargador de doce balas. Tenía una uña encarnada en el meñique derecho. Puedo darte el nombre de los agentes y su número de placa, si quieres. Y dado que es un test de memoria, a lo largo de los últimos trescientos treinta y un kilómetros del viaje adelantamos a ciento sesenta y ocho vehículos. ¿Quieres las matrículas desde el primero hasta el último? Había diecinueve de Nueva York, once de Tennessee, seis de Kentucky, tres de Ohio, diecisiete de Virginia Occidental y uno de Georgia, Carolina del Sur, Washington D. C., Maryland, Illinois, Alabama, Arkansas, Oklahoma, dos de Florida y el resto de Virginia. También puedo darte el número y la descripción de los ocupantes de cada vehículo. Lo puedo distribuir por estados, si quieres.
Michelle se quedó boquiabierta.
—Yo no me acuerdo de lo que hice la semana pasada. ¿Cómo almacenas todo eso en la cabeza?
—Lo veo en mi cabeza. No tengo más que evocarlo.
—¿Como si tuvieras fichas en la cabeza?
—No, más bien como un DVD. Veo que todo fluye. Entonces puedo darle a parar, pausa, avance rápido o retroceso.
Sean seguía mostrándose escéptico.
—Vale, descríbeme el exterior de esta casa, el granero y el terreno circundante.
Roy lo hizo rápidamente y acabó diciendo:
—Hay mil seiscientas catorce tejas de madera en el lado este del tejado del granero. La cuarta teja de la segunda fila empezando desde arriba falta y la decimosexta de la novena fila contando desde delante. Y la bisagra de la puerta delantera izquierda del granero es nueva. Hay cuarenta y un árboles en el campo en el lado este de la casa. Seis están muertos y cuatro más se están muriendo: el mayor de los cuales es una magnolia sureña. Está claro que mi hermana no se dedica a mantener la vegetación.
—¿Los cuatro últimos presidentes de Uzbekistán?
—Obviamente es una pregunta con truco. Solo ha habido uno desde que se inaugurara el cargo en 1991 tras la caída de la Unión Soviética. Islam Karimov es el presidente actual. —Miró a Sean con expresión cómplice—. ¿Has elegido Uzbekistán porque es el país más raro que se te ha ocurrido en estos momentos?
—Más o menos, sí.
—Pero no se trata solo de memorizar datos. Hay que hacer algo con ellos —dijo Roy.
—Danos un ejemplo —dijo Michelle.
—Tras analizar los datos del Muro, dije a nuestro gobierno que ayudara a los afganos a aumentar la producción de amapolas.
—¿Por qué hacer tal cosa? Se emplean para hacer opio, que es el principal ingrediente de la heroína —dijo Sean.
—Afganistán sufrió una plaga cuando yo empecé en el Programa E. Redujo la producción de amapola en un treinta por ciento.
—Pero ¿eso no es bueno? —preguntó Michelle.
—La verdad es que no. Cuando hay escasez de algo, ¿qué pasa?
—El precio sube —respondió Sean.
—Cierto. Los talibanes obtienen el noventa y dos por ciento de sus ingresos de la venta de amapolas para el opio. Debido a la plaga, sus ingresos aumentaron en casi un sesenta por ciento. Les proporcionó muchos más recursos para hacernos daño. En los medios de comunicación se especulaba que la OTAN había introducido la plaga a propósito para destruir la producción de amapolas. Yo conjeturé que fueron los talibanes quienes lo hicieron para que los precios aumentaran sobremanera.
—¿Por qué lo pensaste? —preguntó Sean.
—En el Muro había un artículo publicado en una revista agrícola poco conocida. Mencionaba a un científico al que reconocí por ser simpatizante de los talibanes. Según el artículo, el científico había viajado a la India, donde se cree que se había originado la plaga unos seis meses antes de que apareciera en Helmand y Kandahar. Trajo el origen de la plaga y los talibanes consiguieron subir los precios. Por eso recomendé a Estados Unidos que evitara que la plaga volviera a producirse y que permitiera que hubiera más tierras para el cultivo de amapolas. Ahora está previsto que los ingresos de los talibanes desciendan a la mitad el año próximo. Pero también les tengo una sorpresita preparada.
—¿De qué se trata?
—Hemos introducido una semilla híbrida en la planta de la amapola en Afganistán. Las amapolas salen bien. Sin embargo, cuando se intenta usarlas para fabricar heroína se acaba con algo más parecido a la aspirina. Así pues, la amapola se convierte en lo que se supone que debía ser: una planta bonita.
—¿Y lo has propuesto? —preguntó Michelle—. ¿Cómo?
—El Muro me lo ofrece todo pero yo lo complemento con cosas que aprendo por mi cuenta. A primera vista, el híbrido no parecía ser nada especial cuando leí sobre el tema. Ni siquiera se debatía en el contexto del cultivo de amapolas y sin duda no como una acción en contra de los talibanes. Pero cuando me enteré y vi que podía aplicarse a tal acción, lo propuse como maniobra táctica con implicaciones potencialmente estratégicas.
—¿A qué te refieres? —preguntó Sean.
Roy se reajustó las gafas. Tenía la pinta de profesor despistado dirigiéndose a sus alumnos.
—Porque ahora va más allá de la mera oferta y demanda y escalas de precios. Si los traficantes saben que no pueden confiar en la integridad del cultivo de amapolas afgano, no les comprarán bajo ningún concepto. Además, tiene la ventaja añadida de que los cárteles de la droga se enfadarán mucho con los talibanes por fastidiarles un año de producción de heroína. Eso son miles de millones de dólares. El cártel se vengará, lo cual supone que muchos de los peces gordos talibanes acabarán muertos. Si la producción de amapolas queda fuera de juego, aparecen otros cultivos viables, ninguno de los cuales proporcionará la misma cantidad de dinero a los terroristas que luchan contra nosotros. Los agricultores podrán sacarse un sueldo decente y el cártel tendrá que buscar otra fuente de ingredientes para la heroína. Nosotros salimos ganando por todos lados.
—Impresionante —dijo Michelle.
—Veo el bosque y todos los árboles que contiene. Es una especie de ecosistema en el que todo afecta a todo lo demás. Yo veo cómo las cosas se relacionan entre sí, por desconectadas que parezcan estar.
Michelle se recostó en el asiento.
—En Jeopardy no tendrías rivales.
Roy se asustó solo de pensarlo.
—No, estaría demasiado nervioso. Se me trabaría la lengua.
—¿Nervioso? —exclamó Sean—. Si no es más que un concurso. Ahora decides la política de los Estados Unidos de América.
—Pero no compito con nadie. Soy solo yo. No es lo mismo.
—Si tú lo dices —repuso Sean, que no parecía nada convencido.
—Tenemos satélites posicionados por todo el globo. Buena parte de lo que veo en el Muro son vídeos en tiempo real de acontecimientos en todos los países. —Hizo una pausa—. Es un poco como ser Dios espiando a sus creaciones, viendo qué traman, y luego lanzándoles el fuego del infierno a quienes lo merecen. La verdad es que eso me da igual.
Michelle se quedó mirando el fuego.
—Ya me lo imagino. Y me entran escalofríos solo de pensar que hay gente observando todos nuestros movimientos desde cientos de kilómetros de distancia.
—No observan a todo el mundo ni a todo, Michelle —puntualizó Sean—. Teniendo en cuenta que el planeta tiene seis mil millones de habitantes, eso sería imposible.
Ella miró a Sean.
—¿Ah sí? Bueno, pueden echarle el ojo a quien quieran. ¿Te acuerdas de cuando fuimos a casa de Edgar? Nadie nos siguió. Nadie pudo vernos desde el suelo. Pero de todos modos aparecieron esos matones. De algún modo sabían que estábamos allí. Apuesto a que tienen ojos en el cielo encima de la casa de Edgar.
Roy la miró.
—¿Ojos en el cielo encima de mi casa?
—Sí —dijo Michelle—. Que yo sepa es la única forma que tenían de averiguarlo.
Bajo la luz de la lumbre los ojos de Roy se veían ampliados detrás de las gafas.
—¿Crees que el satélite observaba mi casa a todas horas y todos los días?
Sean lanzó una mirada a Michelle.
—¿Veinticuatro horas al día, siete días a la semana? No lo sé. ¿Por qué?
Roy siguió mirando el fuego y no dijo nada.
Al final, Sean entendió por dónde iban los tiros.
—Un momento. Si es el caso, ¿cómo es que el satélite no vio a la gente que dejó los cadáveres en el granero?
Roy se movió y se volvió hacia él.
—Eso solo puede tener una respuesta, por supuesto. Alguien ordenó que el satélite mirara hacia otro sitio en el preciso momento en que lo hacían.
—Eso dejaría rastro a nivel burocrático. Y se necesitaría una autorización de alguien de muy arriba —dijo Sean.
—Como la secretaria de Seguridad Interior —apuntó Roy.