El asistente de Quantrell abrió la puerta del almacén para que su jefe entrara. Las luces automáticas se encendieron y Quantrell tuvo que parpadear para ajustar las pupilas. La nave era propiedad de Mercury Group, pero su titularidad quedaba muy oculta en una red de propiedades tan enmarañada que ni siquiera un ejército de abogados y contables habría sido capaz de desentrañarla. Las empresas de inteligencia del sector privado que prestaban servicios al gobierno tenían estructuras muy complejas. De ese modo se protegían de los fisgones, puesto que todos los contratistas guardaban secretos que no deseaban que el gobierno o sus competidores descubrieran.
Echó un vistazo a la hilera de todoterrenos de color negro aparcados en medio de la nave. Pasó por su lado y verificó cada detalle con satisfacción. En un rincón del almacén se estaba celebrando la última reunión de planificación. Todos los hombres sentados a la mesa se levantaron al acercarse Quantrell.
La expresión de sus ojos resultaba inequívoca: todos temían y respetaban a Quantrell, en especial lo primero. Quantrell jamás había llevado uniforme ni disparado un arma por su país, pero sabía cómo ganar dinero proporcionándoselos a gente que sí hacía esas cosas. Su principal línea de negocio siempre había sido vender equipos al Pentágono. No construía aviones, tanques ni barcos, pero suministraba muchos de sus accesorios disparatadamente caros, como munición, combustible, misiles, armamento y sistemas de vigilancia y seguridad. Después descubrió que lo que realmente daba dinero era el lado blando de la guerra: la inteligencia. Los márgenes de beneficio eran enormes, mucho mayores que con el suministro de equipos de defensa. Además, el planeta no siempre estaba en guerra, ya no. Pero siempre se espiaban los unos a los otros, eso siempre.
Llegó a ganar miles de millones de dólares aplicando el modelo de inteligencia de la vieja escuela, basado en tener muchos analistas y producir muchos informes que nadie tenía tiempo de leer, y en alimentar la competencia entre las agencias, que buscaban desesperadas marcarse un tanto a expensas de sus homólogas, aunque ello significara olvidarse del objetivo de mantener el país a salvo. Había ganado una fortuna con ese modelo, pero quería más. Entonces apareció en escena Peter Bunting con un modelo completamente nuevo que revolucionó el mundo de la inteligencia, a resultas del cual el negocio de Quantrell comenzó a menguar y su rabia y frustración, a crecer.
Pero todo eso estaba a punto de cambiar.
—¿Listos? —preguntó al líder del equipo.
—Sí, señor Quantrell.
El equipo estaba formado por mercenarios de élite extranjeros que hacían cualquier cosa por dinero y que jamás explicaban sus proezas porque ello significaría el fin de sus ingresos.
Quantrell les hizo varias preguntas para comprobar que realmente estaban preparados. Conocía el plan mejor que nadie, pero le satisfizo el nivel de preparación del grupo.
El director general de Mercury Group abandonó la nave, subió a su todoterreno con chófer y se alejó del lugar. Una hora más tarde, su vuelo aterrizaba en Washington.
A pesar de que era tarde, tenía otra reunión. En su mundo, los que se tomaban un momento de relax eran pisoteados.
Ellen Foster todavía estaba en su despacho del DHS. A menudo trabajaba hasta tarde, pero ya había acabado por ese día. Regresó a casa rodeada por su escolta. La jerarquía de una persona en Washington a menudo se adivinaba por el tamaño de su escolta. El presidente se hallaba en primer lugar, seguido del vicepresidente. De allí para abajo, la cosa caía en picado hasta el siguiente escalafón, pero allí es donde se hallaba Ellen Foster.
Un hombre la esperaba en su elegante casa situada en la lujosa zona del noroeste de Washington, donde tenía como vecinos a figuras prominentes de la capital, tanto del sector privado como del público. El hombre la ayudó a quitarse el abrigo cuando cruzó el umbral de la puerta.
—Espera un momento —dijo ella.
Fue al piso de arriba y regresó al cabo de unos minutos vestida igual, pero sin medias ni zapatos. Y se había soltado la melena.
Se dirigieron juntos hacia el clásico salón decimonónico. Foster se retrepó en el sofá y le indicó a él que se sentara a su lado.
Harkes —traje negro, camisa blanca y corbata negra, ni una arruga— la miró con cara impasible.
—¿Quieres tomar algo, Harkes?
—No, gracias —respondió él negando con la cabeza.
—¿Te importaría prepararme un vodka con tónica? Está todo allí —dijo Foster señalando el aparador.
Obediente, Harkes le preparó la copa y se la entregó.
—Gracias, está muy bueno —dijo ella con un gesto de aprobación tras tomar un sorbo.
—De nada —respondió Harkes, volviendo la vista hacia la ventana—. Tiene usted un cuerpo de seguridad de primera calidad. Han trazado el perímetro minuciosamente. El sistema de alarma es muy bueno y las cerraduras de las puertas, las mejores.
Ella sonrió.
—¿Sabes cuál es el mejor sistema de seguridad?
Él la miró inquisitivo.
Acto seguido, Foster se levantó, se dirigió a un secreter antiguo y presionó uno de los paneles frontales de madera. Se abrió una pequeña puerta y sacó una Glock nueve milímetros.
La levantó para que la viera.
—La mejor protección es uno mismo —dijo—. No siempre he trabajado en un despacho y una de estas me ha resultado útil muchas veces.
Harkes no pronunció palabra. Ella devolvió el arma a su sitio y se sentó otra vez.
—Las cosas van bien —comentó.
—Las cosas van bien hasta que dejan de ir bien —replicó Harkes.
Foster bajó la copa.
—¿Tienes alguna duda? ¿Algún problema? ¿Sabes algo que yo no sé?
Harkes negó con la cabeza y respondió:
—Nada, simplemente soy un hombre prudente.
—No hay nada de malo en ello, pero también es importante saber desconectar y liberar nuestro lado más salvaje de vez en cuando.
—Cuatro personas muertas, cinco si contamos a Sohan Sharma. Esto ya es bastante salvaje para mí.
—No estarás perdiendo la calma, ¿no? —dijo Foster con frialdad.
—Teniendo en cuenta que yo no he matado a ninguna de esas personas, no. Pero una de ellas era un agente del FBI, y eso me inquieta bastante.
—En esta clase de situaciones siempre se producen daños colaterales, Harkes. Es inevitable, ya sabes cómo funciona. Tú has luchado en Irak y Afganistán.
—Eso era la guerra.
—Esto también lo es, una guerra mayor, si cabe. Estamos hablando del alma de la inteligencia de Estados Unidos.
—¿Y usted quiere controlarla?
—¡Me toca controlarla a mí! —exclamó Foster—. Al fin y al cabo, soy yo quien dirige el Departamento de Seguridad Interior.
—La CIA…
—Langley es un cachondeo —lo interrumpió ella—, el Pentágono no escucha a nadie y el zar de la inteligencia carece de todo poder. Y no me hagas hablar de la NSA. Es patético.
—Pero el Programa E tiene su mérito.
—No seas tan inocente, Harkes. El Programa E es un mundo creado y dominado por Bunting.
—Y no por usted.
—Ya que hablamos del programa, debes entender que Bunting es un idealista estúpido. ¿Cómo se le ocurre dejar la seguridad de todo el país en manos de un único analista?
—Tampoco es del todo cierto, ¿no? Sigue habiendo muchos analistas que continúan haciendo su trabajo y las agencias de inteligencia del país siguen activas. Además, la empresa de Bunting se dedica a muchas más cosas aparte del Programa E, toca muchas teclas. A Bunting se le asignó la tarea específica de proporcionar una visión global, de conectar los puntos que forman el dibujo, algo que siempre ha faltado en el ámbito de la inteligencia.
—Es una filosofía muy peligrosa —manifestó Foster negando con la cabeza.
—¿Cuál? ¿Primar la calidad sobre la cantidad?
—Nosotros hacemos el trabajo duro y él se lleva los laureles. No es justo.
—No pensaba que los laureles fueran importantes cuando estamos hablando de la seguridad nacional.
—No quiero hablar más de este tema contigo —dijo ella.
—Estaba haciendo de abogado del diablo. Forma parte de mi trabajo.
—Puedes llegar a ser muy diabólico, ¿verdad, Harkes? Tu reputación te precede.
—Hago lo que tengo que hacer.
—La mujer de Bunting ha intentado suicidarse, ¿lo sabías?
—Eso he oído.
—Bunting debe de estar muy trastornado. Aunque profesionalmente no lo soporto, hay que decir que se preocupa mucho por su familia —dijo Foster con malicia.
—Y a usted eso le conviene —señaló Harkes.
—Sí. Ahora Bunting está fuera de juego y no piensa en Edgar Roy ni en nada. Sabe que le hemos tendido una trampa que le hace parecer culpable, pero no puede hacer nada al respecto porque ya nos hemos ocupado de las personas que importaban.
—Es un buen plan.
Ella lo miró pensativa y dijo:
—Puedes relajarte un poco, ¿sabes? Parece que estés a punto de atacar a alguien.
Harkes pareció relajarse un poco.
—Has hecho un trabajo excelente, Harkes. Estoy impresionada. Me has impresionado desde el primer día y tengo previsto usarte mucho en el futuro.
Foster cruzó las piernas y dejó que la falda subiera por sus muslos desnudos mientras se recostaba en los cojines.
—Se lo agradezco, señora secretaria.
—Ya no estamos en horario de trabajo, Harkes, puedes llamarme Ellen.
Harkes permaneció en silencio.
Has tenido una vida interesante, James —continuó ella—. Ese es uno de los motivos por los que te seleccioné.
—He seguido un camino menos convencional que otros.
—Héroe de guerra, agente de campo con una larga lista de éxitos, buen tirador y muy capacitado para mantener una conversación inteligente con un miembro del gabinete, como yo bien puedo atestiguar.
Harkes no hizo comentario alguno.
—¿Te hago sentir incómodo? —Foster esbozó una sonrisa.
—¿Debería sentirme incómodo?
—Todo depende de cómo quieras que acabe esta noche.
—¿Cree usted que es conveniente, señora?
—No soy tan vieja como para que me llames señora.
—Perdón.
—El servicio tiene la noche libre y los guardias de seguridad se quedarán fuera hasta que yo lo diga. Tanto tú como yo ya somos mayorcitos. —Foster le rozó la pierna con un pie—. Al menos espero que lo seas.
Harkes guardó silencio.
—¿Alguna vez te lo has montado con un miembro del gabinete? —añadió ella.
—No. Y dado que casi todos los miembros del gabinete son hombres, mis opciones son limitadas.
—Pues esta es tu noche de suerte. —Foster se incorporó, se acercó a él y se inclinó para darle un beso en los labios—. Espero que lo aprecies. No hago esto con cualquiera —agregó antes de dar otro sorbo a la copa y dejarla sobre la mesa—. ¿Sabes que ando buscando un nuevo jefe de seguridad para mi escolta personal? Quizá te interesen las retribuciones en especie vinculadas al puesto.
—No lo creo.
—¿Cómo has dicho? —exclamó ella, perpleja.
—Nunca mezclo el trabajo con otras cosas. Por lo tanto, si no necesita nada más, me voy.
—¡Harkes!
—Que pase una buena noche, señora secretaria.
Harkes salió por la puerta principal.