A la noche siguiente, la familia Bunting salió de su mansión de piedra rojiza con dos guardias de seguridad pisándoles los talones a unos metros de distancia. Hacía frío y todos iban bien tapados con gorros, guantes y bufandas. La señora Bunting llevaba de la mano a su hijo más pequeño. El hombre que caminaba a su lado no consultó los mensajes del móvil ni una sola vez.
Veinte minutos antes había llegado a la casa un camión de reparto de muebles con tres cajas grandes. Este tipo de entregas era habitual. La señora Bunting siempre estaba comprando cosas.
Los hombres que vigilaban la casa desde la acera de enfrente vieron que entraban tres cajas grandes y después salían las mismas cajas vacías, pero una no iba vacía. El camión arrancó con Bunting en una de las cajas rezando por que el truco hubiera funcionado. Cuando el camión hubo circulado unos tres kilómetros sin que lo detuvieran, levantó la tapa, salió de la caja de madera y se sentó sobre uno de los protectores metálicos de las ruedas.
No pensaba en su delicada situación. Ni en Edgar Roy. Ni en el Programa E. Solo pensaba en su mujer y sus hijos. Pensaba en la siguiente etapa del plan y se fustigó mentalmente por obligarles a pasar por esto. Y rogó que funcionara.
«Tiene que funcionar».
Los Bunting estuvieron paseando casi una hora y luego regresaron a casa. Los niños subieron corriendo a su dormitorio. Julie Bunting se quitó el abrigo y lo colgó en el armario antes de volverse hacia el hombre que tenía detrás, que también se quitó el sombrero, el abrigo y la bufanda. Había entrado en la casa oculto en la misma caja en la que había salido Peter Bunting.
—Peter dice que usted sabe lo que tiene que hacer —dijo la señora Bunting al hombre, que tenía la misma altura y complexión que su marido. Vestido con su ropa, era el señuelo perfecto.
—Sí, señora Bunting. Estaré con usted en todo momento.
Al cabo de un momento, Julie Bunting estaba sentada en un sillón del vestíbulo masajeándose los muslos nerviosa. Cuando su marido le contó lo que debía hacer, su pequeño mundo perfecto se hundió de repente. Era una mujer lista y cultivada. Le encantaba ser madre y esposa, pero no era ninguna cabeza hueca. Pidió a su marido todo tipo de detalles y lo poco que le contó le heló la sangre.
Nunca había querido saber exactamente lo que hacía su marido. Sabía que trabajaba para el gobierno en algo que tenía que ver con la protección del país, pero eso era todo. Por ese motivo había contratado a unos guardaespaldas, por eso y porque eran ricos y la gente rica necesita protección. Julie Bunting había desarrollado una existencia que giraba en torno a la familia, las obras benéficas y la fantástica vida social que ofrece Nueva York cuando se tiene dinero a espuertas. Qué más podía pedir.
Pero la cruda realidad acababa de llamar a su puerta y se sintió culpable de haberse mantenido ajena a ese mundo durante tantos años, sobre todo cuando su vida era tan maravillosa.
—¿Estás en peligro? —había preguntado a su marido.
Quería a su marido. Se habían casado antes de que fuera rico. Se preocupaba por él. Deseaba que estuviera seguro.
No le respondió, lo que en sí ya era una respuesta.
—¿Cómo puedo ayudarte? —añadió.
Fue así como urdieron el plan.
Y había llegado el momento de poner en marcha la segunda parte del plan. Su marido había insistido mucho en esa parte y entendía por qué. Lo repasó con ella una y otra vez hasta que sintió que podía hacerlo a la perfección. Habían preparado a los niños y al servicio. Para el más pequeño de sus hijos era como un juego, pero los mayores sabían que algo no iba nada bien.
Su padre se había sentado con cada uno de ellos antes de marcharse en la caja. Les había dicho que sabía que serían valientes, que les quería mucho y que volvería a verlos pronto. Julie Bunting adivinó que eso era de lo único que no estaba seguro su marido.
La señora Bunting fue a su lujoso cuarto de baño que parecía un spa, lloró un rato, se lavó la cara y volvió a salir lista para hacer lo que tenía que hacer. Subió arriba. Los niños la esperaban sentados en la cama en el dormitorio del mayor. La miraron con ojos atentos y ella les sonrió para darles ánimos.
—¿Estáis listos? —preguntó.
Todos asintieron.
—¿Papá va a volver? —preguntó la pequeña.
—Sí, cariño —consiguió responder Julie Bunting.
Bajó las escaleras y abrió el pastillero que le había dado su marido. Se tomó tres pastillas. Se pondría muy enferma, pero eso era todo. Las pastillas le provocarían todos los síntomas que buscaba. A continuación cogió el teléfono e hizo la llamada. Explicó a la operadora que se había tomado unas pastillas y que necesitaba ayuda. Dio su dirección.
Acto seguido, se desplomó en el suelo.
Los hombres que vigilaban la casa oyeron las sirenas mucho antes de ver su procedencia. Los coches de policía, la ambulancia y el coche de bomberos pararon delante de la casa de los Bunting a los cinco minutos de que Julie Bunting colgara el teléfono. El equipo de urgencias entró corriendo en la casa junto con dos agentes de policía. Llegaron dos coches de policía más y establecieron un perímetro delante de la casa.
Uno de los hombres en la acera de enfrente llamó a sus superiores para explicar lo sucedido y pedir instrucciones. Le dijeron que no se movieran. Y no se movieron.
Quince minutos más tarde salía de la casa una camilla con Julie Bunting, muy pálida y con aspecto demacrado. Llevaba una vía intravenosa en el brazo. Al cabo de un momento salieron los hijos con cara asustada. La pequeña estaba llorando a lágrima viva en brazos del hombre que se hacía pasar por Bunting. Muy abrigado por el frío y rodeado por los sanitarios de urgencias, el falso Bunting quedaba oculto a la vista del equipo de vigilancia situado al otro lado de la calle. Todos subieron a la ambulancia en la que habían metido a Julie Bunting y se marcharon, con un coche de policía delante y otro atrás.
El hombre de la acera de enfrente volvió a llamar para informar de los hechos.
—Parece que la mujer está muy enferma. Toda la familia ha ido al hospital con ella, incluido Bunting.
Asintió al escuchar las instrucciones.
—De acuerdo. Entendido.
Casi todos los hombres permanecieron en sus puestos y dos siguieron a la ambulancia.