Cuando llegó a casa a las tres de la madrugada su mujer llevaba puesto el nuevo conjunto de lencería sexy, pero dormía plácidamente y prefirió no despertarla. Harkes le había dado permiso antes para enviarle un mensaje de texto a fin de evitar que se preocupara y llamara a la policía. Bunting cruzó el dormitorio en dirección al cuarto de baño y se lavó la cara. Al mirarse en el espejo vio el reflejo de un hombre que había caído muy hondo en poco tiempo.
Tomó hielo del minibar, se lo puso sobre la herida de la cabeza y se sentó en el vestidor sin quitarse la ropa. El móvil sonó varias veces. Miró la pantalla. Tres de las llamadas eran de Avery. No contestó.
¿Qué iba a decirle?
«Lo siento, Avery, pero me asusté y te sacrifiqué. Estás vivo de milagro y porque en eso consisten las tácticas horripilantes que usan los capullos para los que trabajo».
Bunting había pasado por las habitaciones de sus hijos y las había contemplado desde el umbral de la puerta. Eran habitaciones espléndidas, más espléndidas de lo que podía necesitar o apreciar cualquier chaval, por rico que fuera. Le alegraba que sus hijos estuvieran en Nueva Jersey, pero siendo realista, tampoco estaban mucho más seguros allí. Harkes podía dar con ellos en cualquier parte.
Regresó al vestidor y se sentó de nuevo para pensar. ¿Cuál era la situación? Edgar Roy seguía en prisión y el Programa E continuaba en marcha, si bien con mayor lentitud. Si se demostraba la inocencia de Edgar, el mundo de Bunting no sufriría variación alguna, pero no era eso lo que pretendía Foster, y mucho menos Quantrell. Querían destruir el Programa E y Bunting sabía que solo tenían una manera de hacerlo.
Se quitó la corbata y la chaqueta. Se quitó los zapatos de una patada y se sacó los calcetines. Caminó con paso fatigoso hasta el dormitorio y se quedó de pie junto a la cama, una pieza importada de Francia fabricada con una piel exclusiva y una madera antigua de cuyo nombre no se acordaba. Era tan enorme que su mujer y él casi necesitaban un GPS para encontrarse dentro de sus confines. Observó el movimiento ascendente y descendente de su pecho mientras dormía. Su esposa no era una de esas mujeres que los hombres solo quieren para lucir como trofeos. Tenían unos hijos en común. Tenían mucho juntos. La vida les iba bien. No, muy bien.
«Pero en realidad no tengo nada porque me lo pueden quitar todo. Me pueden quitar a mí de en medio y ella no tendría nada. Mis hijos no tendrían nada».
No podía dejar de pensar en James Harkes entrando por la puerta con una navaja y una pistola en las manos y a su mujer y sus hijos indefensos ante él.
Bunting se pasó una hora deambulando por su mansión de Nueva York. Pasó por delante de las estancias de la sirvienta y la cocinera. El chófer no vivía con ellos, pero había una segunda criada que sí. También tenían una niñera que a esas horas dormía, como la gente normal.
Bunting estaba despierto porque no era normal. Harkes estaba despierto porque era anormal. Y seguramente Ellen Foster estaba sentada a su mesa de ejecutiva tramando con Mason Quantrell la destrucción total de Bunting.
Volvió a sonar el teléfono. Era Avery de nuevo. Esta vez respondió.
—Me alegro de que estés bien —dijo Bunting antes de que el joven pudiera hablar.
—¿Qué? ¿Cómo lo sabe? —dijo Avery.
—¿No te han dicho nada?
—¿Decirme el qué?
—Es complicado, Avery, muy complicado.
—Creo que iban a matarme, señor Bunting.
—Sí, yo también lo creo.
—¿Por qué?
—Edgar Roy. Carla Dukes. Errores, Avery, errores.
—Entonces, ¿por qué no lo han hecho? ¿Por qué no me han matado?
Bunting se apoyó contra la pared y dijo:
—Era un aviso.
—¿Un aviso? ¿Para mí?
—Tú no significas nada para ellos, Avery. Era un aviso para mí.
—¿Para usted? Pero ¿dónde estaba?
—En la habitación contigua —respondió Bunting.
—Dios mío. ¿Y ha visto lo que me han hecho? Bunting se debatió entre contarle la verdad o no.
—No, no podía verte —respondió—. Me lo han dicho después.
—«Soy tan débil que ni siquiera me atrevo a explicarle lo que he hecho», pensó.
—La situación se nos escapa de las manos —dijo Avery.
—Lleva escapándosenos mucho tiempo —repuso Bunting.
—¿Qué podemos hacer? ¿No puede llamar a nadie?
—Lo he intentado, pero al parecer no quieren escucharme.
—Pero si usted es Peter Bunting, por el amor de Dios.
—Me temo que eso no significa ni una mierda para esta gente.
—Si vienen a por mí otra vez, no creo que vuelva a tener tanta suerte —dijo Avery.
—Yo tampoco.
—A usted no le harían nada, señor.
A Bunting le entraron ganas de reír y de bajar deslizándose por el pasamanos dorado del vestíbulo de dos pisos de su casa supercara gritando a pleno pulmón, pero en lugar de ello preguntó con tono quedo:
—¿Tú crees?
—¿Tan grave es la cosa?
—Me temo que sí.
Oyó a Avery exhalar un profundo suspiro.
—No me puedo creer que no haya nadie a quien acudir.
Sus palabras encendieron una bombilla en la agotada mente de Bunting.
—¿Está ahí, señor? —dijo Avery.
—Te llamo después. Descansa un poco y no hagas nada fuera de lo normal —dijo Bunting. Colgó y miró el teléfono.
¿Tenía alguien a quien acudir?
¿Se atrevería a ello?
¿Acaso existía otra opción?
Fue a su habitación, se tumbó junto a su esposa y le puso un brazo protector alrededor de los hombros. Había tomado una decisión.
«No caeré sin luchar».