Cuando por fin llegaron a Portsmouth, Sean y Michelle se detuvieron en una cafetería de la carretera para tomar un desayuno rápido que pagaron en efectivo. Después, exhaustos, decidieron dormir un rato en el coche, que estaba estacionado en el aparcamiento. Cuando una hora después les despertó la alarma del móvil de Michelle, se miraron aturdidos.
Sean consultó el reloj.
—Nos quedan seis horas, llegaremos a la hora de comer.
—Cuando haya acabado todo esto, jamás volveré a conducir hasta Maine.
—Y yo no volveré a meterme en un coche.
—No podemos regresar al hostal.
—Lo sé, por eso estoy llamando a Kelly Paul.
—¿Y si localizan la llamada?
—Cambié la tarjeta SIM en Nueva York y le he mandado un mensaje con el nuevo número.
—¿Cómo has quedado con Bunting?
—Dijo que se lo pensaría. También le pasé mi nueva información de contacto.
—¿Crees que te llamará?
—Espero que sí.
—¿Y qué hay de los hombres del parque? Iban a matarnos. ¿Crees que Bunting está con ellos?
—Estaba asustado, Michelle, se lo vi en los ojos. Y no solo por él, está aterrorizado por su familia. Mi instinto me dice que no tuvo nada que ver.
—¿Crees que puede haber muerto?
—¿Qué quieres decir?
—Está claro que esos hombres sabían que os habíais visto. Quizás hayan ido también a por él.
—No lo sé. Si ha muerto, no tardaremos en enterarnos.
Llegaron a Machias a la una y media. Tras recibir la llamada de Sean, Kelly Paul les buscó otro alojamiento, les indicó la dirección y trasladó allí sus pertenencias.
Cuando el coche se detuvo delante de la casa, Kelly Paul salió a recibirlos. Su nuevo alojamiento era una casa de campo situada en un tramo aislado de la costa, a unos ocho kilómetros de Martha’s Inn.
—Muchas gracias por tu ayuda en Nueva York —dijo Michelle mientras estiraba las piernas para quitarse el entumecimiento de las rodillas después de tantas horas de coche.
—Jamás envío a nadie a una misión sin refuerzos. Es una variable imprescindible de la ecuación.
—Ojalá nos lo hubieras dicho. Casi disparo a uno de los tuyos —comentó Sean.
—Soy muy reservada para estas cosas, quizá demasiado —reconoció.
—Nos has salvado la vida.
—Después de que la arriesgarais para contactar con Bunting.
—El que algo quiere, algo le cuesta —dijo Michelle.
—¿Dónde está Megan? —inquirió Sean.
—Sigue en Martha’s Inn.
—¿Sola?
—No, con protección policial.
—¿Cómo es eso?
—Hice unas llamadas y la gente a la que llamé hizo a su vez otras llamadas. Es lo mejor que podemos hacer por el momento. Está claro que a vosotros os tienen marcados. ¿Qué tal fue con Bunting?
—Está atrapado en medio de todo esto y su desesperación va en aumento. Afirma que no tiene nada que ver con todas esas muertes y yo le creo. Tememos que lo hayan matado.
—¿Tú sabías que Bunting no estaba detrás de todo esto? —preguntó Michelle.
—No estaba segura, pero las cosas están cada vez más claras y la reunión con él ha cumplido un propósito importante.
—¿Cuál? —inquirió Sean.
—Ahora James Harkes tiene carta blanca para cortarle las alas.
—¿Así que crees que está muerto? —indagó Michelle.
—No, al menos todavía no. Cuando te siguieron, seguro que Bunting recibió un mensaje inequívoco: vuelve a hablar de esto con alguien y sufrirás. Es probable que también amenazaran a su familia.
—¿Y por qué es eso bueno para nosotros? —preguntó Michelle.
—Porque ahora podemos convencer a Bunting de que trabaje con nosotros.
—Pero acabas de decir que morirá si lo hace —protestó Sean.
—Peter Bunting es una persona muy inteligente y con muchos recursos. Seguro que ahora se siente acorralado, pero pronto empezará a darle vueltas al asunto. Odia perder, por eso es tan buen perro guardián de este país. Además, es un patriota convencido. Su padre era militar. Tiene la sangre roja, blanca y azul y defenderá al país hasta las últimas consecuencias.
—Pareces conocerle muy bien —comentó Michelle.
—Estuve a punto de trabajar para él y en estos casos siempre me gusta informarme antes.
—¿Cómo podemos contactarle? —preguntó Sean.
—Yo diría que será él quien nos contactará —respondió Paul.