59

El todoterreno se detuvo de un frenazo en la Quinta Avenida. Se abrió la puerta y saltaron de su interior dos hombres fornidos que agarraron a Peter Bunting de los brazos y lo metieron en volandas dentro del vehículo antes de que supiera lo que estaba pasando. El coche se puso en marcha a toda velocidad y Bunting se encontró atrapado en el asiento entre sus dos captores, que no respondieron a sus preguntas. Ni siquiera lo miraron.

Le condujeron a unas instalaciones subterráneas con unas fuertes medidas de seguridad. Era un lugar por el que un neoyorquino podía pasar millones de veces al día y no darse cuenta de su existencia. Estaban en una habitación oscura. Bunting miró asustado al hombre que tenía delante.

El aspecto de James Harkes era distinto al habitual. Aunque llevaba el mismo traje negro de siempre que apenas contenía su musculoso físico, su actitud era diferente. Saltaba a la vista que Bunting ya no estaba al mando.

«Si es que alguna vez lo estuve».

En ese momento era Harkes quien llevaba la batuta, o quienquiera que fuera que le diera las órdenes. Bunting tenía bastante claro quién debía de ser esa persona.

—Vamos a repasarlo todo una vez más, Bunting.

«Lo de “señor Bunting” ha pasado a la historia».

—Ya lo hemos repasado tres veces. Te lo he explicado todo.

—Lo repasaremos tantas veces como yo diga —masculló Harkes, y en cuanto hubo acabado su relato, volvió al ataque—: ¿Por qué se ha reunido con Sean King?

—¿Ahora te encargas tú de mi agenda? —dijo Bunting en tono irónico.

Harkes no respondió. Estaba escribiendo un mensaje en la Blackberry. Cuando terminó, levantó la mirada.

—Hay ciertas personas que usted conoce que no están nada contentas con su manera de actuar últimamente.

—Ya me había dado cuenta —replicó Bunting—. Si eso es todo lo que tenías que decirme, quisiera irme ya.

Harkes se levantó, se acercó a la pared y accionó un interruptor. La pared se volvió transparente y Bunting observó que era un espejo unidireccional. Entonces vio a Avery, que estaba en la otra habitación atado a una camilla con una cánula intravenosa en cada brazo. Estaba aterrado. Tenía el rostro vuelto hacia Bunting y parecía que lo estuviera mirando, pero era imposible. Con ese cristal y las luces tan brillantes, lo único que podía ver el joven era su propio reflejo asustado. Junto a la camilla había un monitor de la frecuencia cardiaca que tenía un cable conectado al cuello de Avery.

—¿Qué demonios significa esto? —gritó Bunting.

—Avery la ha jodido. King te contactó a través de él y no me dijiste nada.

—A ti no tengo que rendirte cuentas de nada.

Harkes se movió a una velocidad sorprendente y propinó un puñetazo a Bunting encima del ojo izquierdo. La mano de Harkes era como un bloque de cemento. La sangre brotó de la herida y Bunting cayó hacia delante en la silla. La violencia de la agresión le provocó náuseas.

Recuperó el aliento con dificultad.

—¡Cabrón! Que sepas que Foster y Quantrell no son los únicos que juegan fuerte en la ciudad…

Por toda respuesta, Harkes hundió el puño en el riñón derecho de Bunting, que se dobló de dolor y cayó al suelo. Esta vez sucumbió a las náuseas. En cuanto dejó de vomitar, Harkes lo agarró sin miramientos y lo sentó en la silla con tal fuerza que casi cayó de espaldas.

—¿Qué demonios quieres de mí? —preguntó Bunting al recuperar el aliento.

Harkes le entregó un mando a distancia.

—Dale al botón rojo.

Bunting miró el dispositivo que tenía en la mano.

—¿Por qué?

—Porque yo lo digo.

—¿Qué pasará si aprieto el botón?

Harkes miró por el espejo a Avery.

—Eres un hombre muy listo. ¿Qué crees que pasará?

—¿Qué tiene conectado Avery al cuerpo?

—Dos vías intravenosas y un monitor de la frecuencia cardiaca.

—¿Por qué?

—Cuando aprietes el botón rojo, pondrás en marcha una secuencia de pasos. Para empezar, un suero empezará a fluir por ambas vías.

—¿Un suero?

—Para evitar que se bloqueen las vías y que las sustancias químicas que fluyan por ellas se mezclen y obstruyan las agujas. Si eso sucede, los fármacos no pueden llegar al cuerpo.

—¿Qué fármacos? ¿Es un suero de la verdad?

Una mueca divertida cruzó el rostro normalmente serio de Harkes.

—El primer fármaco es tiopental sódico, que en tres segundos dejará inconsciente a un peso pluma como Avery. El otro es pancuronio, que paraliza el esqueleto y las vías respiratorias. El último es cloruro potásico.

Bunting se puso lívido.

—¿Cloruro potásico? Pero eso le parará el corazón, lo matará.

—Ese es el objetivo. ¿Cómo pensabas que funcionaba esto, Bunting? ¿Creías que te daríamos un palmetazo en la mano y tan amigos?

—No pienso apretar el botón.

—Yo en tu lugar me lo pensaría dos veces.

—No voy a matar a Avery.

Harkes sacó una Magnum 44 de la pistolera del hombro y le puso el cañón en la frente.

—No me hagas explicarte lo que puede hacer una bala de este calibre en el cerebro —dijo.

Bunting sintió que se le aceleraba la respiración, y cerró los ojos.

—No quiero matar a Avery.

—Vamos progresando. Hemos pasado de «no voy a matar a Avery» a «no quiero matar a Avery». —Harkes accionó el percutor—. Con un solo disparo, tu espléndida materia gris acabará esparcida por la pared. ¿Es eso lo que quieres? —preguntó mientras deslizaba el cañón por la mejilla de Bunting—. Piénsalo. Eres rico. Tienes varias casas preciosas y avión privado, además de una mujercita sexy que piensa que eres la bomba y tres hijos de los que sentirse orgulloso cuando se hagan mayores. Tienes mucho por lo que vivir. Por el contrario, Avery es un obseso de la informática fácilmente reemplazable. Un perdedor. Un don nadie.

—Si aprieto el botón, después me matarás a mí.

—De acuerdo —dijo Harkes mientras enfundaba la pistola y sacaba un sobre del bolsillo con cuatro fotos, que colocó sobre la mesa—. Cambiemos de táctica. Dime por dónde prefieres que empiece —dijo señalando las fotos.

Bunting miró las fotos y se le encogió el corazón.

Su mujer y sus hijos estaban colocados en línea recta sobre la mesa.

Al no responder, Harkes volvió a tomar la palabra.

—Te dejaré elegir. Si la matamos a ella, los niños viven.

Bunting agarró las fotos y las apoyó contra su pecho, como si de esa manera intentara protegerlos.

—¡Ni se te ocurra tocar a mi familia!

—Podemos matar a tu mujer o a los tres niños, tú decides. Si me permites una sugerencia, yo me cargaría a los niños, ya que tú y tu señora siempre podéis adoptar otros.

—¡Hijo de puta! ¡Estás enfermo!

—Si no respondes en cinco segundos, estarán muertos dentro de cinco minutos. Todos ellos. Sabemos que los niños están en casa de tu cuñada en Jersey. Tenemos gente allí que puede liquidarlos en el acto. Y no te creas que no lo vamos a hacer.

Bunting cogió el mando y pulsó el botón rojo sin mirar a Avery. No podía. Mantuvo el botón pulsado y cerró los ojos.

Pasaron tres minutos.

—Ya puedes mirar.

—No.

—Te he dicho que mires —ordenó Harkes y le arreó un bofetón tan fuerte que Bunting abrió los ojos de golpe.

A continuación, la mano de hierro de Harkes le agarró por la nuca y le obligó a mirar hacia la pared de cristal. Bunting no daba crédito a sus ojos.

Avery seguía allí, vivo. Mientras Bunting lo observaba incrédulo, entraron varios hombres en la habitación, le quitaron las cánulas y le desataron de la camilla. Avery se incorporó, se frotó las muñecas y miró a su alrededor con expresión desconcertada y de alivio.

Bunting levantó la vista hacia Harkes y este lo soltó.

—¿Por qué me haces esto?

—Lárgate —masculló Harkes por toda respuesta.

Mientras Bunting se levantaba despacio, Harkes le arrancó las fotos de la mano y añadió:

—Pero recuerda que ellos pueden morir cuando yo quiera. Así que yo me lo pensaría dos veces antes de hablar de nuevo con King o el FBI.

—¿Así que todo esto ha sido un aviso? —inquirió Bunting con voz temblorosa.

—Es más que un aviso. Es algo ineludible.

Diez minutos más tarde Bunting iba en un coche de camino a casa. Le dolía la cara y el corazón y tenía el cuello de la camisa empapado de lágrimas. Hizo seis llamadas a seis altos cargos del gobierno. Eran números de su uso exclusivo para que no existiera ninguna duda sobre el autor de la llamada. Esos números siempre estaban disponibles, los siete días de la semana, las veinticuatro horas del día. Había llamado en contadas ocasiones, pero siempre le habían respondido.

Seis llamadas. Y nadie respondió.