58

Sean oyó los disparos desde la parada de taxis de Columbus Circle y dio media vuelta para regresar al parque.

—¿Michelle? Michelle, ¿estás bien? —preguntó asustado por el micro.

No hubo respuesta.

—¡Michelle!

Silencio.

Echó a correr otra vez hacia Central Park, pero alguien le agarró por el brazo.

—¿Qué demonios…? —empezó a decir palpando el arma en el bolsillo.

Eran dos hombres.

—Muévete, muévete —le dijo uno al oído.

—¿Quién demonios sois…?

—Kelly Paul —susurró el segundo hombre—. Ahora, muévete.

—Pero mi compañera…

—No hay tiempo. Muévete.

Lo condujeron a empellones hacia el interior del parque por otra puerta.

Al cabo de un minuto lo metían bajo una manta en el suelo de un carruaje que circulaba por el parque. Los dos hombres desaparecieron y el cochero, que llevaba un raído y anticuado sombrero de copa y un largo impermeable negro, dio un golpe de fusta al caballo, que aceleró el paso.

Sean empezó a destaparse, pero el conductor se lo desaconsejó.

—No se la quite, amigo. No hemos salido del bosque todavía.

Entonces Sean notó un cuerpo junto al suyo. Tocó un brazo, una mano y lo que parecía un pecho.

—¡Vaya! Realmente ahora no es el momento.

—¿Michelle?

Sean desplazó la manta hasta que logró vislumbrar su perfil en la oscuridad.

—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó.

—He tenido un problemilla y a punto he estado de no contarlo, pero al parecer nosotros también contábamos con refuerzos en Central Park.

—Kelly Paul.

—Me lo imaginaba.

El caballo cruzó el parque a paso lento y salió de nuevo a la calle.

—Y yo que quería una escapatoria rápida —comentó Michelle.

El conductor la oyó.

—A veces es preferible tomarse las cosas con calma. Los otros han salido corriendo tras un señuelo que hemos organizado. Ya podéis salir y tomar el aire.

Sean y Michelle se sentaron y bajaron la manta al mismo tiempo.

El conductor giró la cabeza para mirarlos.

—Ha ido de poco.

—Sí —asintió Sean—. ¿De qué conoce a Kelly Paul?

—No pienso contárselo.

—Nos ha hecho un gran favor.

—Tienen suerte de que Kelly esté de su lado.

—¿Y los hombres del parque? ¿Los disparos?

—Su amiga le ha partido los huesos a tres de ellos como si nada. Los disparos los realizaron otros dos justo cuando atacamos nosotros. Al parecer, tenían órdenes de acabar con la dama. Erraron el tiro, como es obvio, pero por poco. Los nuestros no erraron, pero sobrevivirán. Ahora limpiarán la zona y no se presentará ninguna denuncia. Oficialmente, no habrá pasado nada.

—Esta gente recibe órdenes de muy arriba —comentó Michelle.

—Es evidente —dijo el hombre volviendo a mirar al frente.

—¿Kelly había previsto que esto sucedería?

—Siempre lo prevé todo. Dice que vosotros dos sois la punta de lanza, pero toda lanza necesita un asta y eso es lo que somos nosotros —declaró tocándose el ala del sombrero.

—Gracias, le debemos una —dijo Michelle.

—¿Habéis recorrido alguna vez la ciudad en coche de caballos? —preguntó por encima del hombro.

—No, pero me temo que ahora no tenemos tiempo —respondió Sean.

—En otra ocasión —agregó Michelle mirando a Sean de soslayo.

El conductor ralentizó el paso cerca de un cruce.

—Al final de esta calle encontraréis un coche esperándoos. Es un Toyota rojo de cuatro puertas. El tipo al volante se llama Charlie.

Michelle le dio la mano.

—Muchas gracias otra vez. Si no fuera por su ayuda, estaría muerta.

—Todos habríamos muerto alguna vez si no fuera por la ayuda de alguien —sentenció el cochero—. Ahora sigan con vida para que el esfuerzo no haya sido en vano.

Sean y Michelle bajaron del carruaje y caminaron bajo la lluvia hasta el coche. Al cabo de un rato ya estaban de camino a Penn Station.

Recuperaron el Land Cruiser de Michelle de un aparcamiento cercano, llenaron el depósito y tomaron rumbo al norte antes de la medianoche. Michelle había cambiado las matrículas por si acaso.

En cuanto dejaron Manhattan atrás, Sean posó la mano en el brazo de Michelle.

—Como bien ha dicho nuestro amigo, ha ido de poco. Demasiado poco.

—Pero estamos vivos. Eso es lo que importa.

—¿Sí?

Ella lo miró antes de cambiar de carril y acelerar.

—¿Qué quieres decir?

—¿Crees que podemos seguir haciendo esto hasta que demasiado poco se convierta en «si hubiera entrado por la otra puerta»?

—Los dos corremos riesgos. Podrías haber sido tú.

—Tú corres muchos más riesgos que yo.

—De acuerdo, ¿y qué? —dijo Michelle.

Sean retiró la mano y volvió la cara para contemplar por el retrovisor lateral las luces titilantes de la gran ciudad hasta que desaparecieron de su vista.

—¿Y qué? —insistió Michelle.

—No recuerdo lo que quería decirte.

—Creo que lo recuerdas perfectamente.

—Muy bien. Si hubiéramos estado solos tú y yo, estarías muerta.

—Has hecho lo que has podido. ¿Cuál es la alternativa? ¿No hacer nada?

—Quizá sería lo más inteligente.

—Inteligente para nuestra seguridad, quizá, pero no para resolver el caso, que además es nuestro trabajo —dijo Michelle, y ante el silencio de Sean, añadió—: Tenemos un trabajo peligroso, pero pensaba que eso lo teníamos los dos claro. Es como jugar en la liga nacional de fútbol americano: sabes que cada domingo te van a machacar, pero lo haces de todos modos.

—Los jugadores de fútbol se retiran antes de que sea demasiado tarde.

—Muchos no, al menos de forma voluntaria.

—Pues quizá debamos planteárnoslo en serio.

—¿Y qué haríamos entonces?

—Hay muchas otras cosas en la vida, Michelle.

—¿Estás diciendo esto porque nos acostamos juntos?

—Quizá —admitió Sean.

—¿Porque ahora tenemos algo que perder?

—Nosotros, podemos perdernos nosotros. Quizá tú… pudieras hacer otra cosa.

—Ah, ya lo entiendo —repuso Michelle—. Como soy la chica, vamos a dejar que el tío se ocupe de las cosas de hombres y juegue a ser un héroe mientras yo me quedo en casa con mis perlas, haciendo galletas y cuidando de los niños.

—Yo no he dicho eso.

—Por si no te habías dado cuenta, sé cuidar perfectamente de mí misma.

—No lo pongo en duda.

—Si tanto te atrae la vida doméstica, ¿por qué no te quedas tú en casa a jugar a mamás y papás mientras yo me dedico a tirar puertas abajo y a disparar?

—No podría vivir así, siempre preocupado por si no vuelves a casa.

Michelle salió de la autopista y aparcó en el arcén antes de volverse hacia él.

—¿Cómo crees que me sentiría yo si tuviera que esperarte en casa?

—Como yo —respondió Sean con voz queda.

—Así es. —Michelle asintió—. Igual que tú. Sin embargo, si los dos estamos fuera, nos tendremos el uno al otro para ayudarnos a llegar a casa cada noche.

—¿Y si caemos los dos? Casi nos pasa hoy.

—No se me ocurre una mejor forma de irme de este mundo. ¿Y a ti?

Tras una larga pausa, Sean dio unos golpecitos al volante.

—Arranca, tenemos trabajo que hacer.

—¿Volvemos a estar en la misma onda?

—Siempre lo hemos estado.