Bunting se pasó el breve vuelo en el G550 mirando por la ventana, contemplando el gran banco de apacibles nubes. No se dio cuenta de que habían aterrizado hasta que el auxiliar de vuelo le entregó el abrigo y le comunicó que su coche le estaba esperando. El trayecto por carretera hasta la ciudad duró más que el vuelo. Cuando llegó a su casa en la Quinta Avenida, la sirvienta le abrió la puerta.
—¿Está mi mujer en casa? —preguntó a la sirvienta, una latinoamericana delgada y menuda.
—Está en su despacho, señor.
Bunting encontró a su mujer repasando los pormenores del último acto benéfico. Ignoraba cuál era pues estaba implicada en muchas iniciativas de ese tipo. Todas eran buenas obras, pero sabía que esos eventos también le brindaban la ocasión, tanto a ella como a sus amigas, de ponerse guapas e ir a lugares elegantes con buena comida a la vez que se sentían muy bien consigo mismas por todo lo que hacían por las personas que no podían permitirse el lujo de vivir en una casa unifamiliar de veinte millones de dólares en la Quinta Avenida. «No estoy siendo justo», pensó. Sabía que su mujer también acudía a los hospitales sin estar rodeada de una nube de fotógrafos para acunar durante horas a bebés con sida o con mono de crack porque le daban pena, porque quería ayudar. También trabajaba de voluntaria en un comedor comunitario y enseñaba a leer a los sin techo en un albergue. Y muchas veces llevaba consigo a sus hijos para que fueran conscientes de que la vida no era tan maravillosa para todas las personas. Además, había creado una fundación que aportaba fondos a los más pobres y necesitados.
«Yo no hago cosas así, pero mantengo el país a salvo».
Esa era la excusa que solía ponerse Bunting a sí mismo por no compartir los esfuerzos filantrópicos de su esposa, pero en esos momentos no sonaba demasiado convincente.
Dio un beso a su mujer, que levantó la vista sorprendida. Hacía años que su marido no llegaba tan temprano a casa.
—¿Todo bien en el trabajo? —inquirió preocupada.
Bunting sonrió y se sentó enfrente de ella en su despacho, cuya exquisita decoración seguramente había costado un cuarto de millón de dólares.
Quería hablarle de sus problemas, pero para ello su mujer debía tener una autorización de seguridad de alto nivel. Bunting poseía el máximo nivel, pero ella carecía de toda autorización. Era como vivir con alguien de otro planeta. No podía hablar del trabajo con la mujer que amaba. Nunca. Así que se limitó a sonreír, pese a que deseaba gritar.
—Todo bien. Simplemente he pensado que podía venir a casa y pasar un rato contigo y los niños.
—Pues yo tengo un acto benéfico en el Lincoln Center; lo han dejado muy bonito tras la reforma. Algún día deberías acompañarme.
—Sí, algún día —dijo distraído—. ¿Y los niños?
—Están en casa de mi hermana. ¿No te acuerdas? Te lo dije. Vuelven mañana por la mañana. De verdad que te lo dije —añadió con dulzura.
Bunting dejó de sonreír.
«Soy un idiota. Gestiono toda la inteligencia del país para que los americanos estén más seguros y ni siquiera sé dónde están mis hijos».
Intentó reír para quitarle importancia al asunto.
—Sí, es verdad. Bueno, me voy al estudio, que tengo cosas que hacer.
Bunting fue al dormitorio y dejó caer en el suelo la americana de dos mil dólares, se deshizo el nudo de la corbata de trescientos dólares, se sirvió una copa del minibar en el salón adyacente y contempló por la ventana el cielo, cada vez más oscuro. El otoño había llegado y traído consigo el frío y el mal tiempo, lo cual no hacía más que agravar su decaimiento.
Recorrió con la vista el dormitorio, diseñado por alguien conocido que se hacía llamar solo por el nombre de pila, un nombre que siempre aparecía en todas esas revistas que Bunting jamás leía. La estancia era muy elegante; estaba todo muy ordenado y limpio como los chorros del oro. Era una casa de revista, pero debido a su trabajo, jamás podría salir en una revista. Los máximos responsables de la seguridad del país exigían que sus lacayos fueran por la vida de puntillas, no dando brincos por los pasillos con fajos de billetes en las manos.
El dormitorio incluía una biblioteca de hermosos libros encuadernados en piel, muchas primeras ediciones de fantásticas novelas escritas por autores de antaño, o al menos eso le habían dicho. El diseñador del nombre de pila y su mujer los habían comprado todos en un mismo lote. Bunting no había leído ninguno. No tenía tiempo para leer, ni le gustaban las novelas. Su existencia se regía por datos puros y duros.
Bajó al estudio, situado en la planta inferior, y estuvo trabajando durante casi una hora. Cuando empezó a fallarle la concentración, apagó el ordenador, se frotó los ojos y regresó arriba. Su mujer estaba acabando de arreglarse para salir.
—Si quieres puedes acompañarme. Como estoy en la junta, seguro que te consigo un sitio.
—Gracias, pero en otra ocasión. Hoy estoy hecho polvo.
Su mujer le dio la espalda, se recogió el cabello y señaló la cremallera.
—¿Me puedes ayudar, cariño?
Antes de subirle la cremallera, Bunting echó un vistazo dentro del vestido y reparó en el tanga negro. Metió la mano por dentro y pellizcó las tersas nalgas.
—Pensaba que estabas hecho polvo —bromeó su mujer.
—Eso era antes de verte desnuda.
—Realmente tienes el don de la oportunidad.
—Lo sé —reconoció Bunting.
Le subió la cremallera y le acarició la espalda. Ella se estremeció de placer.
—No creo que regrese muy tarde, si te apetece podemos jugar un rato después. Tengo un conjunto de lencería nuevo.
—Me encantaría —respondió Bunting.
Por un instante dejó de pensar en toda la gente que le estaba boicoteando, en su posible debacle profesional e incluso en su muerte temprana y violenta, pero todos esos pensamientos combinados con su aparente felicidad doméstica le causaron una repentina sensación de vértigo.
Su mujer le dio un beso.
—Había pedido a Leon que me llevara y esperara, pero puedo decirle que regrese si necesitas el coche.
—No lo necesito, no voy a salir. Nos vemos después, cariño.
Bunting observó a su mujer mientras se marchaba. A sus cuarenta y seis años, seguía siendo muy atractiva. Llevaban más de diecisiete años casados, pero para él siempre era como el primer año.
«Soy un hombre afortunado en muchos aspectos, pero no en todos».
Bunting empezó a deambular por la casa con una segunda copa de ginebra que se tambaleaba peligrosamente en la mano. Apuró el contenido y masticó el hielo, sorbiendo hasta la última gota de alcohol.
Foster y Quantrell estaban juntos en esto y era evidente que llevaban tiempo en ello. Bunting tenía topos en todas partes, pero esa alianza se les había escapado por completo. Pese a su valía probada, el Programa E estaba a punto de estallar y esos dos iban a escapar indemnes con sus feudos intactos, incluso mayores, pero ¿y él?
«Yo acabaré muerto o en prisión. Me han tendido una buena trampa».
Bunting había llamado a James Harkes, pero no había respondido. Estaba claro lo que eso significaba. Se suponía que era su perro guardián, pero ahora había regresado a su verdadero amo, como Cerbero a Hades.
Se pasó la mano por la frente. Harkes era un topo de Foster o Quantrell, o ambos. ¿Había sido él quien había matado a toda esa gente? Si el FBI pensaba que había sido Bunting, seguro que encontrarían pruebas suficientes para encarcelarlo para siempre. Era un buen montaje. Foster era muy meticulosa en todo lo que hacía.
Se sentó en el borde de la cama. El edredón, bordado a mano en Italia, había costado más que su primer año de universidad. Bunting jamás había pensado en esos términos antes, ni tampoco en ese momento. Compraría gustoso cien edredones más como ese con tal de salir del embrollo en el que estaba metido.
Exhaló un profundo suspiro y percibió el alcohol que le emanaba de la boca, que le acarició la nariz con calidez. Se sirvió otra ginebra. El líquido le descendió por la garganta y salpicó el estómago produciéndole una fría quemazón, como la sensación de bañarse desnudo en aguas heladas.
Sonó el móvil. Se lo sacó del bolsillo y miró la pantalla con aire preocupado. Al ver quién era, pensó en no responder, pero al final se impuso la costumbre y contestó.
—Avery, dime.
—Acabo de recibir una llamada de Sean King. Quiere hablar.
Bunting no dijo nada, pero notó un pinchazo en el pecho.
—¿Señor Bunting?
—¿Sí? —dijo Bunting tratando de sonar sereno, pero le tembló la voz.
—Quiere hablar.
—Ya te he oído. ¿Contigo?
—No, con usted.
Bunting se aclaró la garganta e intentó tragar saliva.
—¿Cuándo?
Avery no respondió.
—¡Cuándo! —insistió Bunting.
—Según me ha dicho, en estos momentos se encuentra delante de su casa.