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Varios escoltas armados guiaron a Bunting por los pasillos de la nueva sede del Departamento de Seguridad Interior en Washington, un complejo gigantesco cuyo precio jamás había sido hecho público porque era información clasificada, lo cual significaba —como Bunting bien sabía— que tenían un cheque en blanco.

Le condujeron a una sala y, en cuanto entró, cerraron la puerta con llave tras él. Bunting echó un vistazo a la habitación vacía y se preguntó si no le habrían llevado al lugar incorrecto, pero sus dudas se disiparon cuando Mason Quantrell y Ellen Foster entraron por la puerta de una habitación contigua.

—Siéntate, Peter, no estaremos demasiado tiempo —ordenó Foster.

Abrió un portátil mientras Quantrell se sentaba a su lado y sonreía a Bunting.

—¿Cómo va todo, Pete?

Bunting le ignoró y se dirigió a Foster.

—Secretaria Foster, una vez más, quisiera dejar constancia de mi incomodidad ante la presencia de mi principal competidor durante una reunión confidencial.

—Pero si tú y yo no tenemos secretos, Peter —replicó Foster con coqueta timidez.

—Sí los tenemos. Tengo a muchas personas trabajando para mí con procedimientos, protocolos, software, hardware y algoritmos patentados en cuyo desarrollo he invertido muchos años de trabajo y mucho dinero —protestó Bunting y miró a Quantrell, que le contemplaba con expresión divertida.

Sintió un deseo repentino de alargar la mano y estrangularlo.

—Pues el Programa E exige que tus competidores te envíen toda la información que recopilan. Yo también he invertido mucho dinero en mi negocio, pero sé compartir.

Nada más lejos de la verdad. Bunting sabía que solo fingía compartirla, pero aun así nunca dejaba de cobrar su cheque del gobierno. Quantrell llevaba años esperando la ocasión de acabar con Bunting y estaba claro que pensaba que había llegado el momento.

—Si tú hubieras creado el Programa E, Mason, verías que es mucho mejor que los métodos que usábamos en la Edad de Piedra, cuando tú eras el cancerbero del sector privado y cada agencia iba en una dirección distinta. Ya sabes, cuando lo del 11 de Septiembre…

La sonrisa condescendiente de Quantrell se desvaneció por completo.

—No sabes con quién estás lidiando, capullo.

—Ya vale, chicos, no hay tiempo para chulerías de patio de colegio —amonestó Foster.

Bunting se sentó delante de ambos y esperó a que hablaran.

Foster introdujo una contraseña en el portátil, tecleó algo, leyó la información en pantalla y se la mostró a Quantrell, que miró a Bunting y asintió.

Si pretendían intimidarle, lo estaban haciendo muy bien, pero el rostro de Bunting permaneció inmutable. Él también sabía jugar a ese juego.

—¿Hay algún orden del día para esta reunión? —preguntó.

Foster le pidió con un gesto de la mano que aguardara unos segundos. Daba la impresión de estar enviando un correo electrónico. Después cerró el portátil y levantó la mirada hacia él.

—Te agradezco que hayas venido tan rápido, Peter.

—Claro, ningún problema —respondió Bunting a regañadientes.

Foster apoyó los codos en la mesa.

—Tengo que hacerte una pregunta y te pido que me respondas con total franqueza.

Bunting la miró sorprendido.

—Siempre he sido sincero con usted y espero que no piense lo contrario.

—La pregunta no es muy difícil, pero la respuesta puede serlo —continuó Foster e hizo una pausa—. ¿Ordenaste tú el asesinato de Ted Bergin, el abogado de Edgar Roy; de Hilary Cunningham, su secretaria; de la directora de Cutter’s Rock, Carla Dukes y de Brandon Murdock, agente especial del FBI?

A Bunting se le bloqueó la mente un instante antes de responder a gritos, literalmente.

—¡Por supuesto que no! No puedo creer que me pregunte eso.

—Tranquilízate, por favor. Dime, ¿sabes quién los ha matado? Si lo sabes, necesitamos que nos lo digas.

—Yo no voy por ahí ordenando que maten a gente. No tengo ni idea de quién ha sido.

—Las bravuconadas no te van a servir de nada, Pete. ¿Sabes quién ha sido? —preguntó de nuevo.

Bunting miró a Quantrell.

—¿Por qué está aquí él?

—Porque yo se lo he pedido. Nos ha sido de gran ayuda para atar ciertos cabos.

—¿Qué cabos?

—Digamos que el señor Quantrell y su gente han estado indagando y han descubierto algunas cosas interesantes.

—¿Qué cosas? —inquirió Bunting.

—No voy a discutirlo contigo ahora.

—Si se me acusa de algo, tengo todo el derecho del mundo a saberlo —replicó no sin antes lanzar una mirada furiosa a Quantrell—. Sobre todo si él está implicado; sería capaz de matar a su propia madre para recuperar el negocio que le arrebaté por ser más inteligente que él.

Quantrell se incorporó de golpe. Parecía dispuesto a saltar por encima de la mesa para abalanzarse sobre Bunting.

Foster posó la mano sobre su brazo para contenerlo y miró a Bunting con desprecio.

—Otro comentario así, Peter, y me veré obligada a tomar medidas que prefiero no tomar.

—Que conste en acta que cualquier cosa que haya dicho este hombre sobre mí tiene como fin destruir el Programa E.

—¿Estás dispuesto a someterte al detector de mentiras? —preguntó Foster.

—No soy sospechoso de nada en esta investigación.

—¿Es eso un no? —inquirió Quantrell.

—Sí, es un no —espetó Bunting.

Quantrell sonrió, miró a Foster y sacudió la cabeza.

—Peter, espero que seas consciente de la gravedad del lío en que te has metido —advirtió Foster.

—No tengo ni idea de lo que está hablando, señora secretaria. Realmente no lo sé.

Si alguien hubiera medido la frecuencia cardiaca de Bunting en ese instante, lo más probable es que lo hubieran mandado corriendo a urgencias.

«Pero estos dos gilipollas quizá me dejarían morir en el suelo», pensó.

—Última oportunidad, Bunting —avisó Quantrell.

—¿Última oportunidad para qué? ¿Para quedarme sentado y confesar unos delitos que no he cometido? —saltó—. Y, tú, Mason, no tienes derecho a exigirme nada. Deja de actuar como si fueras del FBI. Es patético.

—En realidad, sí tiene derecho —declaró Foster.

—¿Cómo dice? —inquirió Bunting nervioso.

—Ya sabes que la frontera entre el sector privado y el público es muy difusa. Como el cometido de la empresa del señor Quantrell es desvelar casos de corrupción e ilegalidad en el ámbito de la inteligencia, él y su gente tienen cierta autoridad gubernamental.

Bunting miró incrédulo a Quantrell.

—¿Como lo de los estúpidos mercenarios de Oriente Medio que disparaban primero y preguntaban después? Un gran triunfo para la reputación global de Estados Unidos.

—Es lo que hay —replicó Foster—. ¿Quién más tenía motivos para matar a esa gente? ¿Lo hiciste porque descubrieron la existencia del Programa E?

—Tu programa —agregó Quantrell—, ese que nos estás pasando siempre por delante de las narices.

—¿A qué viene todo esto? —preguntó Bunting.

—Viene a que el director del FBI me estuvo haciendo preguntas que me vi obligada a contestar por el cargo que ocupo, Peter. Y, como resultado, me temo que ahora eres sospechoso.

—Ya veo —dijo Bunting con tono gélido—. ¿Y qué es exactamente lo que le contó al director?

—Me temo que no puedo decírtelo, lo siento.

—¿Soy sospechoso y no puede decirme por qué?

—Es algo que yo no puedo controlar, pero intenté protegerte.

«Y yo que me lo creo».

—No tienen pruebas de que haya hecho nada mal —comentó Bunting.

—Seguro que el FBI está trabajando en ello —replicó Foster.

Bunting trató de asimilar la información que le acababan de proporcionar.

—¿Eso es todo?

—Creo que sí —contestó Foster.

—Pues será mejor que regrese al trabajo.

—Mientras puedas —agregó Quantrell.

—Seis cadáveres en el granero. Un número interesante —comentó Bunting.

Quantrell y Foster lo miraron con expresión inescrutable.

—Seis cadáveres. ¿El programa E-Seis? Si no supiera que es imposible, pensaría que alguien me está gastando una broma pesada.

Bunting dio media vuelta para marcharse.

—Peter, si por algún milagro eres inocente, espero que consigas salir de esta de una pieza —dijo Foster.

Bunting se volvió hacia ella.

—Lo mismo digo, señora secretaria.