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Sean pensó que tendrían problemas para entrar en Cutter’s Rock, sobre todo tras la muerte de Carla Dukes, pero su ausencia parecía haber flexibilizado los obstáculos para acceder al recluso, a pesar de la presencia de Kelly Paul.

Se abrieron las grandes verjas de la prisión, los guardias les cachearon y al poco rato estaban en la sala de visitas esperando a Edgar Roy.

Megan estaba de pie junto a la pared de cristal con Michelle a su lado. Sean tenía la mirada clavada en la puerta mientras Kelly Paul caminaba de un lado a otro sin levantar la vista del suelo. Sean se imaginaba lo que estaba pensando y quizá tuviera razón: al verla, Roy podía reaccionar y dar al traste con su tapadera.

Se abrió la puerta y entró Edgar Roy, que iba vestido igual que la última vez. El mismo aspecto y el mismo olor. Le sacaba varias cabezas a los guardias y a Sean y Michelle, pero sobre todo a la menuda Megan.

Sean fue el primero en oír el silbido largo y suave, una melodía conocida que no logró identificar. Dio media vuelta en busca del origen: Kelly Paul estaba apoyada contra la pared con la cara vuelta hacia el otro lado, oculta para su hermano. Sean se volvió rápido hacia Roy. El silbido había comenzado cuando el preso todavía estaba mirando al suelo, sus ojos invisibles. Sean creyó percibir un ligero estremecimiento del hombro. Los guardias lo sentaron detrás del cristal y lo sujetaron a la anilla del suelo antes de salir de la habitación y cerrar la puerta tras de sí. Roy se quedó sentado, las piernas estiradas y el rostro hacia el techo. Tenía la vista clavada en el mismo maldito punto. Como siempre.

«Excepto por el estremecimiento del hombro», pensó Sean.

La melodía silbada sonó de nuevo. Sean volvió a girarse y esta vez Michelle también.

Kelly Paul se había vuelto hacia su hermano.

—Hola Eddie, qué alegría verte —saludó tranquila con una sonrisa genuina.

Se aproximó rodeando la pared de cristal y se plantó delante de él muy erguida y con las manos en el pecho.

Sean recorrió la habitación con la mirada y entonces lo vio. Se preguntó cómo era posible que no se hubiera percatado antes de esa pequeña imperfección allá arriba, en la pared: la cámara apuntaba al habitáculo de cristal, a la silla del preso, pero Paul estaba bloqueando con su cuerpo la imagen de su hermano.

Sean avanzó unos pasos y rodeó la pared de cristal hasta tener a Paul enfrente. Ahora entendía por qué estaba tan erguida: sujetaba un mensaje justo delante de la línea de visión de su hermano en el que había escrito unas palabras en lápiz en mayúsculas:

LO SÉ. E. BUNTING. TRAMPA. ¿SOSPECHAS?

Roy no pareció reaccionar, pero Sean observó que sus ojos habían cobrado vida y que incluso se había permitido el lujo de esbozar una minúscula sonrisa, consciente de que su hermana le protegía de la cámara.

El zombi había despertado.

Paul empezó a dar unos golpecitos en el papel con el dedo. Era un movimiento casi imperceptible, lento y metódico. Sean no comprendió lo que hacía hasta que de pronto cayó en la cuenta.

«Se está comunicando en Morse».

A continuación oyó otro sonido. Sean bajó la mirada. Roy se estaba dando unos golpecitos en la pierna. Le estaba respondiendo. Ella contestó.

Edgar Roy volvió a fijar la vista en el punto del techo.

Paul arrugó el papel, se lo metió en la boca y lo engulló.

—¿Qué ha sido eso? —susurró Sean al salir.

—Le he dado unos datos y le he pedido que los analizara.

—¿Y él qué te ha dicho?

—Quería saber si le había explicado a Bergin lo del Programa E. Le he dicho que no.

—¿Qué hacemos ahora?

—Ahora, atacamos —respondió Paul.

—¿Cómo?

—Ya te lo explicaré. Michelle y tú seréis la punta de lanza.

—¿Crees que Bunting está detrás de todo esto?

—Pronto lo averiguaremos.

Roy fue conducido de vuelta a su celda. En cuanto entró, se volvió de espaldas a la cámara para cerrar los ojos un rato. Estaba cansado, pero la visita le había animado.

Su hermana había venido. Había albergado la esperanza de que viniera. Su mensaje le había dejado claro que comprendía la situación y le había contado varias cosas más en Morse, un lenguaje que Kelly le había enseñado de pequeño.

Edgar abrió los ojos y clavó la mirada en la pared que tenía delante que, por algún motivo, habían pintado de amarillo, quizá para calmar a los internos. Como si un color pudiera borrar lo que significaba estar allí.

«Ted Bergin, Hilary Cunningham, Carla Dukes, Brandon Murdock, todos muertos. Piensa en un patrón».

Eso es lo que su hermana le había pedido que hiciera.

Y eso hizo. Con diligencia.

Bergin y Dukes con una pistola a quemarropa. Cunningham asesinada y su cuerpo arrastrado hasta la casa de Bergin. Murdock con un rifle de largo alcance. ¿Quién tenía un motivo? ¿Quién había tenido la oportunidad?

Roy estudió mentalmente todas las posibilidades a un ritmo endiablado. Analizaba y rechazaba a una velocidad vertiginosa posibilidades que una persona normal hubiera necesitado meses para comprender.

De pronto lentificó el ritmo: había agotado su base fáctica. No contaba con demasiados datos, pero era suficiente. No había identificado un único patrón, sino cuatro. Pero no tenía manera de comunicárselo a su hermana. Quizá no volviera a verla jamás.