Como no tenía más opciones, Bunting emprendió de nuevo la excursión desde la rica y bulliciosa Manhattan hasta la Manhattan más pobre, pero igual de ajetreada. Levantó la mirada y vio el letrero: PIZZA, PORCIONES A UN DÓLAR.
Ojalá se encontrara allí para comprar una pizza de queso con pepperoni. Estaba tan furioso que sentía unas ganas tremendas de propinar un puñetazo a algo o alguien.
Subió los seis pisos a pie. A pesar de estar en forma y acudir regularmente a su exclusivo gimnasio, llegó arriba exhausto y sudoroso.
Llamó a la puerta.
Se abrió.
James Harkes iba vestido como siempre. Cuando le invitó a entrar, Bunting se preguntó si su armario constaba únicamente de trajes negros, camisas blancas y corbatas negras.
Se sentaron a la misma mesa pequeña de la vez anterior. Un pequeño ventilador zumbaba y oscilaba sobre una mesita. Era la única fuente de aire, aparte de la respiración de los hombres. Bunting notó el calor que ascendía de los hornos de la pizzería, seis pisos más abajo.
—¡Murdock! —comenzó Bunting.
—¿Qué pasa con él?
—Ha muerto, pero ya lo sabes.
Harkes no dijo nada. Permaneció sentado con las manos posadas sobre el vientre liso.
—Está muerto, Harkes —repitió Bunting.
—Ya le he oído la primera vez, señor Bunting.
—Cuando anoche me llamaste para decirme que Murdock había descubierto la existencia del Programa E, no te ordené que lo mataras.
Harkes se inclinó ligeramente hacia delante.
—Está asumiendo que yo he llevado a cabo determinadas acciones.
—¿Fuiste tú?
—Yo estoy aquí para protegerle, señor Bunting.
—Era un agente del FBI y ordenaste que lo mataran.
—Son palabras suyas, no mías.
—¡Por todos los santos! ¿Ahora nos vamos a liar con cuestiones semánticas?
—Estoy muy ocupado, señor Bunting. ¿Puedo hacer algo más por usted?
—Sí, deja de matar a gente. Has hecho que una situación complicada se vuelva imposible.
—Yo no lo diría así.
—Yo sí.
—Maxwell lo sabe y King también.
—¿Saben que Edgar Roy era el Analista?
—Sí —respondió Harkes.
—¿Cómo es que lo saben?
—Por una fuente externa.
—¿Quién?
—Kelly Paul.
Bunting lo miró de hito en hito.
—Kelly Paul —repitió Harkes—. Sé que la conoce.
—¿Cuál es su implicación en todo esto?
—Es la hermanastra de Edgar Roy —respondió Harkes estudiando su reacción—, pero usted ya lo sabía.
—¿Es ahí adonde fueron King y Maxwell cuando les perdimos la pista?
—Posiblemente.
Bunting amenazó a Harkes con el dedo.
—Escúchame bien. Ni se te ocurra acercarte a Kelly Paul. Ni a Sean King. Ni a Michelle Maxwell. ¿Lo has entendido?
—Me temo que no capta usted la gravedad de la situación.
—¿Cuál es el plan, entonces? ¿Matarlos a todos?
—Los planes evolucionan de forma constante —declaró Harkes con una calma enervante.
—¿Por qué querría Paul hacer daño a su hermano? Es ridículo.
—Usted está dando por sentado que Paul todavía está con nosotros, pero hace tiempo que no está en plantilla. Ahora trabaja por su cuenta y podría estar del lado del enemigo.
—No me lo creo. Kelly Paul es tan patriótica como el que más.
—Esa es una perspectiva peligrosa para alguien en su situación.
—¿Qué perspectiva? —espetó Bunting.
—Pensar que alguien es incorruptible.
—Yo soy incorruptible. Jamás haría nada que pudiera perjudicar a mi país.
—Es un bonito discurso, pero con el aliciente adecuado, también usted caería.
—Jamás.
—Es igual. No es esta la cuestión.
—Si muere alguien más, será tu fin, Harkes. Te lo prometo.
—Que pase un buen día, señor Bunting.
Harkes abrió la puerta y Bunting salió airadamente.