El lugar elegido por Murdock para su encuentro resultó ser un edificio de correos a unos tres kilómetros de la carretera general de Eastport a Machias. Era una construcción de ladrillo y cristal con un aparcamiento al aire libre y una bandera americana que ondeaba mecida por la brisa en lo alto de un mástil de diez metros.
Había un coche estacionado junto al buzón del aparcamiento.
Michelle distinguió una figura masculina en el asiento delantero e iluminó la matrícula con los faros: era un vehículo gubernamental. El hombre se movió en el asiento y ella aparcó a su lado. Apagó las luces y el motor y salió.
Michelle estudió el terreno que tenía a su alrededor. El edificio de correos se hallaba en una manzana aislada con parterres de césped, aceras de hormigón y un amplio aparcamiento con un asfalto que agarraba bien las ruedas. En derredor, solo campo.
Se preguntó dónde se habría apostado Dobkin. Había donde elegir. Ella se hubiera colocado a la izquierda del edificio, cerca de la arboleda, que ofrecía resguardo y una buena línea de visión.
—Gracias por venir —dijo Murdock a modo de saludo al salir del coche.
—Parecía importante.
—Lo es.
Michelle se apoyó en su vehículo y se cruzó de brazos.
—Antes quiero preguntarte algo.
—Dime —instó Murdock con el ceño fruncido.
—Sean y yo hemos estado en tu lista negra desde que nos pusiste la vista encima, ¿por qué quieres que trabajemos juntos ahora?
Murdock sacó un chicle y se lo introdujo en la boca.
—Perdí los estribos. Me pasa más a menudo de lo que debiera.
—Es algo que nos pasa a todos.
—Este caso me está dando una úlcera.
—No eres el único.
—Cada vez que estoy a punto de descubrir algo, sucede alguna cosa.
—Pues yo diría que ni tú ni nosotros estamos a punto de resolver el caso.
—Quizá tengas razón —admitió Murdock.
—¿Por eso has decidido cambiar de táctica? Me has dicho antes que ya no confiabas en los tuyos.
—Digamos que me están volviendo paranoico con tanta cháchara. Quiero conseguir resultados. Mi jefe me llama para pegarme un grito cada cinco minutos. Si pierdo el tiempo peleándome con vosotros y sin resolver el caso, acabaré metido en un cubículo en alguna oficina perdida del FBI preguntándome qué demonios ha pasado con mi carrera profesional.
—Sean acertó cuando dijo que trabajabas para Seguridad Nacional, ¿verdad?
—No es algo que proclame a los cuatro vientos, pero sí, estoy en la unidad antiterrorista.
—Seguridad Nacional y Edgar Roy. ¿Cuál es la conexión?
—Lo único que puedo decirte es que cuando lo arrestaron y enviaron aquí, el FBI recibió la orden de muy arriba de no quitarle la vista de encima. Es una persona de interés especial y debemos vigilarle de cerca. Bueno, ya te lo he dicho. ¿Qué me cuentas tú?
—Estamos siguiendo varias pistas, pero nada definitivo.
—¿Vas a explicármelo?
—No. Has sido tú quien me ha llamado porque tenías algo que contarme. Te escucho. Si hubiera sabido que buscabas un intercambio de información, no hubiera venido.
—Vale, vale. Es justo —respondió Murdock, y escupió el chicle—. Hoy he ido a ver a Edgar Roy.
—¿Por qué?
—Para hablar con él.
—¿Y él ha hablado contigo?
—No mucho.
—¿No mucho?
—Bueno, nada. No emitió sonido.
—¿Entonces?
—Tampoco esperaba que lo hiciera. Ese tío es un genio. De hecho, es tan listo que es un activo muy valioso para el gobierno federal.
—¿Ah sí?
—¿Por qué tengo la impresión de que no me estás prestando atención? —preguntó con la cabeza ladeada.
—Te equivocas. Me tienes en ascuas.
Murdock se acercó a ella.
—Iré al grano. He estado indagando un poco, he pedido algunos favores que me debían y por fin he descubierto algo. Ahora ya sé lo que hacía Roy para el Tío Sam. Y también sé que hay personas en Washington que tienen motivos para perjudicarle.
—¿Quién?
Murdock se acercó un poco más hasta encontrarse a tan solo unos centímetros de Michelle.
—¿Has oído hablar del Progra…?
Michelle notó una especie de bofetón y el sabor en la boca de un líquido que le cubría la cara. Lo escupió. También sentía una molestia en el brazo. De pronto Murdock se desplomó sobre ella y entendió lo que había sucedido. Lo agarró por los hombros y lo arrastró consigo detrás del coche. El siguiente disparo fue a parar a unos cinco metros de donde habían estado hablando. La bala golpeó el suelo. Varios retazos de césped salieron volando en espiral mientras un fragmento de asfalto descantillaba el metal azulado del buzón. Si Michelle no se hubiera movido, el buzón habría acabado salpicado de su materia gris.
Oyó unos disparos distintos de los del rifle.
Dobkin.
Michelle tenía el cuerpo de Murdock encima.
—¿Murdock? ¡Agente Murdock!
Lo apartó a un lado y le comprobó el pulso. Nada. Estudió su rostro. Tenía los ojos vidriosos y le salía un hilillo de sangre de la boca ligeramente abierta. Tenía cara de sorpresa. Vio el agujero de la camisa teñida de rojo y le dio la vuelta. La bala había penetrado a media columna. Un disparo mortal. Michelle se revisó a sí misma. Tenía sangre en la cara. La sangre de Murdock.
Se miró el brazo.
«Mi sangre».
La bala había atravesado el pecho del agente del FBI y rozado el brazo de Michelle, que se quitó la cazadora y se remangó. No era más que un rasguño. Algo crujió a sus pies. Lo recogió. Era el casquillo maltrecho del rifle. Se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.
Sacó la pistola y el móvil. Marcó el 911 y explicó lo sucedido a la operadora.
Todavía se oían disparos. Una pistola. Estaba casi segura de que era la H&K 45 de Eric Dobkin. El sonido de las balas cesó de repente.
Marcó el teléfono de Dobkin, que sonó cuatro veces. Cuando empezaba a temer que le había pasado algo o que estaría muerto, respondió a la llamada.
—¿Estás bien? —preguntó Dobkin.
—Yo sí. Murdock está muerto.
—Me lo imaginé al ver que se desplomaba.
—¿Has visto al que ha disparado?
—No, pero calculé la trayectoria inversa de los disparos y apunté en esa dirección. Disparé ocho veces. He pedido refuerzos.
—Yo también.
—No he visto a nadie.
—Se habrá vuelto a escapar por el bosque. Malditos árboles.
—¿De verdad está muerto? ¿Estás segura?
Michelle contempló el cuerpo inerte.
—Sí, está muerto. Es imposible que sobreviviera al impacto. El que ha disparado sabía lo que se hacía.
—¿Y tú seguro que estás bien?
—No tengo nada que no se cure con una tirita. No bajes la guardia mientras llegan los refuerzos. En el aparcamiento estábamos muy expuestos, pero es un buen tirador. Aunque esté lejos, puede darte. Mantén la cabeza baja.
—De acuerdo. ¿Te contó algo Murdock?
—Por desgracia, nada nuevo, pero él no podía saber que yo ya tenía esa información. —Michelle dudó antes de continuar. Le costaba formular sus pensamientos en palabras—. Solo pretendía hacer lo correcto.
Permaneció junto al hombre muerto. Curiosamente, cuanto más lejos dispara un rifle de largo alcance, más daño hace. Sacó el casquillo del bolsillo y lo observó con detenimiento. Acto seguido revisó el agujero en la espalda de Murdock y calculó la trayectoria inversa de la bala.
«El disparo se ha realizado desde más de medio kilómetro de distancia».
A pesar de que Murdock nunca había sido santo de su devoción, era un agente federal, lo mismo que había sido ella. Y eso creaba un vínculo tácito. Cuando un agente moría, se llevaba consigo un trocito del alma de todos los agentes. Su muerte era intolerable. No debía quedar impune. El culpable sufriría las consecuencias, graves consecuencias.
Michelle se arrancó un trozó de manga, se vendó la herida y detuvo el pequeño flujo de sangre. Era una lesión insignificante comparada con la herida mortal de Murdock.
Abrió la puerta del coche, cogió una botella de agua y se limpió la sangre de la cara.
La sangre de Murdock.
Hizo gárgaras y escupió. Intentó no pensar en la cantidad de sangre que había tragado ni en su sabor salado.
En cuanto hubo acabado, se volvió de nuevo hacia Murdock. Sabía que no debía interferir con la escena de un crimen, pero se acercó y le cogió la cartera. La abrió.
Tres niños. Tres muchachitos de altura escalonada y una mujer con el aspecto cansado de una madre con tres críos rebosantes de energía y un marido en el FBI que trabajaba demasiado y casi siempre estaba ausente.
Michelle devolvió la cartera a su sitio y se apoyó contra el estribo de la puerta del coche. Trató de contener las lágrimas, pero no pudo.
Se tapó los ojos pero las lágrimas brotaron igualmente.