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—Es ahí —indicó Kelly Paul.

Ella y Sean estaban ante un bloque de casas de piedra rojiza de cuatro plantas en la Quinta Avenida entre la calle Sesenta y la Sesenta y Nueve Este.

—¿Cuál en concreto? —preguntó Sean desde la acera de enfrente, de pie bajo un árbol que los protegía de la lluvia.

Paul señaló la de mayor tamaño, que tenía molduras, frontones y columnas talladas a mano por artesanos habilidosos hacía más de un siglo.

—Ochocientos metros cuadrados. Con una hermosa vista de las copas de los árboles del parque desde las ventanas delanteras. Y el interior es tan espléndido como el exterior.

—¿Has estado dentro? —preguntó Sean.

—Una vez.

—¿Cómo?

—Nunca revelo mis fuentes.

—¿Ahora está en casa?

—Sí.

—Descríbemelo.

—Tengo algo mejor. —Paul sacó una foto y se la enseñó.

—Tiene pinta de arrogante —señaló Sean.

—Lo es —reconoció Paul—. Pero no más que otros que ocupan cargos como el suyo. También es un paranoico, lo cual le hace ser muy cuidadoso. A veces demasiado, lo cual puede aprovecharse.

—¿Por qué me has traído aquí realmente?

—Por esto.

Lo tomó del brazo y le hizo retroceder más en la sombra.

Al cabo de unos minutos salieron cinco personas de la casa, todas ellas con paraguas grandes y abiertos. Bunting, su esposa y sus tres hijos: dos niñas y un chico. Los chavales llevaban jerséis de doscientos dólares y zapatos igual de caros. Nunca habían estado en una barbería, solo en salones de belleza. La esposa era guapa, refinada, alta, esbelta y vestía de forma exquisita, con el pelo y el maquillaje a la altura de una reunión de etiqueta. Bunting llevaba una americana de tweed, vaqueros planchados, botas Crocs de mil dólares y se pavoneaba al caminar.

Eran la viva imagen del sueño americano, mostrado en el ilustre cemento de una de las zonas más caras de Nueva York.

—¿La familia?

Paul asintió.

—Y sus guardaespaldas.

Sean giró la cabeza y vio a dos hombres que aparecían de entre las sombras y seguían a los Bunting.

—Uno es un ex SEAL. El otro trabajó en la DEA. Los dos son contratistas que trabajan para una subdivisión de BIC. Tiene a otros dos hombres como cuerpo de seguridad. A veces van los cuatro, sobre todo cuando viajan al extranjero, otras veces se rotan de dos en dos. Como ahora.

—¿Cómo sabías que saldrían esta noche?

—Lo hacen cuatro veces por semana más o menos a la misma hora. Creo que la mujer insiste. A Bunting no le gusta. Por norma general no le gustan las rutinas pero quiere que reine la paz en su hogar. La verdad es que quiere mucho a su mujer y a su familia.

—¿Cómo lo sabes?

—Otra vez las fuentes, Sean.

Mientras observaban, Bunting se introdujo la mano en el bolsillo y sacó el teléfono para responder a una llamada. Dejó de caminar e indicó a su mujer que ya les alcanzaría. Sean se fijó en que uno de los guardias se quedaba con Bunting.

—Da la impresión de que justo ahora acaba de recibir una llamada interesante —dijo Paul.

Se quedaron mirando mientras Bunting caminaba en un círculo cerrado mientras su guardia esperaba pacientemente. Gesticulaba y quedaba claro que no estaba muy contento. Colgó e inmediatamente hizo otra llamada. Duró menos de cinco minutos. Guardó el teléfono y corrió hacia delante para alcanzar a su familia.

—¿Y adónde van en estas salidas? —preguntó Sean.

—Caminan diez manzanas, entran en el parque, van hacia abajo, salen a la altura de la calle Sesenta, van en dirección norte y regresan aquí. Hablan, los niños pueden ser niños, normales.

—¿Es que no son normales?

—La verdad es que Bunting no. Existe en este mundo pero no vive en él realmente. Si pudiera elegir, viviría solo en su mundo. Pero por supuesto no puede, así que hace ciertas concesiones. Pero te aseguro que aunque ahora esté fuera con su familia y hable sobre el colegio y las notas y el siguiente acto de beneficencia que ha organizado la señora Bunting, él está pensado qué hacer con mi hermano.

—¿Cuán informada está su mujer de las actividades de su marido?

—Digamos que no tiene un interés intelectual al respecto. Representa el papel de la buena esposa. Es lista, ambiciosa hasta cierto punto, buena con los niños. Pero le da igual qué hace su marido exactamente para generar el dinero necesario para mantener la casa en la ciudad y la segunda residencia, pagar la escuela privada de los niños y todo lo demás.

—Has hecho un estudio realmente riguroso de los Bunting.

—En cuanto me enteré de que mi hermano iba a trabajar para él, me pareció que era mi obligación.

—¿Querías que trabajara ahí?

—Me pareció que sí. Por supuesto me equivoqué. Eddie ya estaba bien donde estaba. Pero yo no quise darme cuenta. Lealtad mal entendida. Poner el país por delante de la familia. No volveré a cometer ese error.

—Entonces, ¿te sientes culpable de esto?

—Sí.

Sean la miró de hito en hito, obviamente algo más que un poco sorprendido. Era un reconocimiento sincero de alguien que claramente desvelaba poco. Él había supuesto que haría lo que solía hacer, responder a una pregunta con otra pregunta. Intuyendo que estaba más dispuesta a abrirse, Sean dijo:

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Por supuesto.

—¿Vamos a seguirles?

—Ya les siguen, pero no nosotros.

—¿Tienes ayuda?

—Tengo conocidos que me ayudan de vez en cuando —respondió.

—¿Otra pregunta?

Ella empezó a caminar en la dirección contraria a los Bunting y él la siguió, arrastrando la bolsa de viaje detrás de él.

Él interpretó su silencio como consentimiento.

—Me has hablado del Programa E, pero ¿cómo reclutan a la gente?

—Nunca te piden que acudas a no ser que seas el mejor de entre los mejores basado en tu historial. Hay muchas pruebas preliminares que todas las personas normales suspenderían, pero que todos los aspirantes al Programa E aprueban con buena nota. Luego las pruebas son cada vez más duras. La gente empieza a fallar en esos intervalos. Al final todo se reduce al Muro. Apenas el tres por ciento llega tan lejos.

Se había introducido por una de las entradas de Central Park. Poco a poco fueron siguiendo uno de los senderos. Sean guardó silencio hasta que se hubieron internado plenamente en el parque.

—¿El Muro?

Ella asintió.

—Así es como lo llaman. Es el monstruo a través del cual fluye toda la inteligencia. El Muro es como pasar de un equipo de fútbol americano del instituto a ser el mejor jugador de la liga profesional. Muy pocos lo consiguen.

Se paró y se sentó en un banco.

—¿Cómo sabes todo esto? ¿Por tu hermano?

Paul negó con la cabeza.

—Eddie me lo habría contado, pero no le dejé que me hablara de ello. Se podría haber metido en un buen lío.

—Entonces otra vez las fuentes.

Paul dejó la mirada perdida en la oscuridad, la penumbra disipada tan solo por las luces del sendero. Volvía a llover y Sean notaba que la frialdad le calaba los huesos.

—No —dijo ella al final.

—¿Cómo fue entonces?

—Peter Bunting me reclutó para el programa hace siete años.