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Edgar Roy se había percatado de que algo iba mal porque la rutina de Cutter’s Rock había cambiado. Cada mañana desde su llegada, Carla Dukes había hecho la ronda. Cutter’s Rock tenía capacidad para doscientos catorce presos pero en la actualidad solo contaba con cincuenta. Roy lo sabía gracias a sus dotes de observación y deducción. Lo sabía porque escuchaba el sonido de las bandejas metálicas que se entregaban en las celdas. Lo sabía porque escuchaba y distinguía cuarenta y nueve voces distintas que emanaban de esas celdas. Lo sabía porque oía las llamadas de comprobación de los guardias a la hora de acostarse.

Y Carla Dukes se había propuesto pasar por delante de cada una de esas celdas exactamente a las ocho y cuatro minutos cada mañana y a las cuatro y cuatro cada tarde. Eran las seis de la tarde y Roy no había visto a la mujer en todo el día.

Sin embargo, había oído muchas cosas. Susurros entre los guardias. Carla Dukes estaba muerta. La habían disparado en su casa. Nadie sabía quién había sido.

Roy estaba tumbado en la cama contemplando el techo. El asesinato de Dukes había interrumpido la cronología de todos los recuerdos que había tenido en su vida. No le deseaba ningún mal a nadie, la verdad, y en cierto modo le sabía mal que la hubieran matado. La habían llevado allí para que le echara el ojo. Ella no quería estar allí. Y por consiguiente le culpaba de su disyuntiva.

Notó una presencia cerca de la puerta de la celda. No miró. Olió el aire. Edgar Roy no solo tenía una capacidad intelectual asombrosa, tenía los sentidos aguzados hasta un límite insospechado. Todo se debía a la excepcionalidad de los circuitos de su cerebro.

No era un guardia. Había procesado y clasificado los olores y sonidos de todos los guardias. Había poco personal de apoyo con acceso a la zona de celdas, pero tampoco era ninguno de ellos. Había olido a esa persona con anterioridad. También había registrado el ritmo de su respiración y la forma especial de caminar que tenía.

Era el agente Murdock del FBI.

—Hola, Edgar —dijo.

Roy permaneció en la cama, incluso a pesar de oír que se acercaba otro hombre. Esta vez era un guardia. Era el bajito: caderas anchas, pecho fornido, cuello grueso. En el distintivo con el nombre ponía Tarkington. Bebía y fumaba. A Roy no le hacía falta aguzar los sentidos para saberlo. Demasiadas pastillas de menta para el aliento, demasiados elixires bucales.

La puerta controlada electrónicamente se deslizó hacia atrás. Pasos.

—Mírame, Edgar. Sé que puedes si quieres —dijo Murdock.

Roy permaneció donde estaba. Cerró los ojos y dejó que la oscuridad de su mente se acomodara en un lugar que no quedara al alcance de aquel hombre. Otro sonido. El roce de las suelas de unos zapatos en el cemento. Murdock se acomodó en una silla atornillada al suelo y agregó:

Bueno, Edgar. No hace falta que me mires. Yo hablo y tú escuchas.

Murdock hizo una pausa y entonces, cuando oyó el siguiente sonido, Roy se percató del motivo. El guardia se marchó. Murdock quería privacidad. Entonces se produjo el cese casi imperceptible de una máquina. Roy sabía qué era. La cámara de vídeo empotrada en la pared había sido desconectada. Se imaginó que la grabación de audio también.

—Por fin podemos mantener una conversación en privado —dijo Murdock—. Creo que ya era hora.

Roy no se movió. Mantenía los ojos cerrados, obligándose a sumergirse en sus recuerdos. Sus padres se peleaban. Solía pasar. A pesar de ser profesores universitarios que habitaban en un mundo de discursos teóricos finos, eran extraordinariamente beligerantes. Y su padre bebía. Y cuando estaba bebido, dejaba de ser fino.

Su siguiente imagen fue la de su hermana entrando en la habitación. Ya era alta y fuerte y se había metido entre los dos para separarlos, obligándolos a llegar a una tregua temporal. Entonces había cogido a Roy y lo había llevado al dormitorio. Le leía cuentos. Lo tranquilizaba porque el hecho de que sus padres se pelearan de ese modo siempre le había aterrorizado. Su hermana había comprendido su apuro. Sabía lo que él soportaba, tanto en el mundo exterior como dentro de los confines más sutiles y complejos de su mente.

—Edgar, de verdad que tenemos que acabar con esto —insistió Murdock con un tono bajo y reconfortante—. Se nos acaba el tiempo. Yo lo sé tan bien como tú.

Roy pasó a los cinco años en su cronología. Su cumpleaños. Ningún invitado, sus padres no hacían esas cosas. Su hermana, que entonces ya tenía dieciséis años, ya había alcanzado su altura definitiva. Era más alta que su padrastro.

Roy ya medía un metro cincuenta y pesaba más de cincuenta kilos. Algunas mañanas se tumbaba en la cama y notaba realmente cómo se le alargaban los huesos, los tendones y los ligamentos.

Tenía un pastel pequeño, cinco velas y otra discusión. Se había vuelto violenta, con cuchillo de cocina incluido. Su madre se había cortado. Y entonces Roy había contemplado con asombro cómo su hermana desarmaba a su padrastro, le hacía una llave de palanca y lo echaba de casa. Había querido llamar a la policía pero su madre le había rogado que no lo hiciera.

Roy se tensó un poco al oír el crujido de los pies contra el cemento. Murdock se estaba moviendo. Se cernía sobre él. Le pinchó sutilmente en la espalda.

—Edgar, necesito que me prestes toda tu atención.

Roy no se movió.

—Sé que sabes que Carla Dukes está muerta —dijo.

Otro toque en la espalda más fuerte.

—Sacamos la bala. Corresponde a la misma arma que mató a Tom Bergin. El mismo asesino.

Seis años. Su querida hermana se preparaba para ir a la universidad. Era una atleta consumada, baloncesto, voleibol y remo. Un portento académico, había pronunciado el discurso de despedida en la ceremonia de graduación, hazaña que repetiría en la universidad. A Roy le asombraba su capacidad, su férrea voluntad para ganar, independientemente de los obstáculos que tuviera que vencer.

La había despedido con la mano desde la puerta de la vieja granja mientras cargaba sus cosas en el coche que se había comprado con su propio dinero, obtenido haciendo trabajillos. Había regresado y le había dado un abrazo. Había captado su aroma, un olor que era capaz de evocar a la perfección en ese preciso instante en la celda de la prisión.

—Kel —le había dicho—. Te echaré de menos.

—Volveré, Eddie. Con frecuencia —le había dicho ella. Entonces le había dado una cosa. Él se la había guardado en la mano. Era una pieza de metal en una cadena.

—Es la medalla del arcángel san Miguel —le había dicho ella.

Roy le había repetido la frase, algo que hacía de forma inconsciente siempre que alguien le daba información nueva. A su hermana siempre le hacía reír pero mantuvo una expresión seria.

—Es el protector de los niños —había añadido ella—. El líder del bien contra el mal, Eddie. En hebreo Miguel significa: «¿Quién es como Dios?» Y la respuesta a la pregunta es que no hay nadie como Dios. San Miguel representa la humildad frente a Dios. ¿Vale?

Él se lo había repetido palabra por palabra a ella, inflexiones de voz incluidas.

—Vale.

—Es un arcángel. Es el enemigo supremo de Satán y de todos los ángeles caídos.

Había dicho esta última parte mirando directamente a su padrastro, que había mirado hacia otro lado con el rostro enrojecido.

Entonces se había marchado.

Al cabo de media hora se había producido otra discusión y Roy había estado en medio. Había empezado con un bofetón. Su padre estaba borracho. El siguiente golpe fue más duro y lo tiró de la silla. Su madre había intentado intervenir pero esta vez su padre no pensaba claudicar. Ella acabó cayendo inconsciente al suelo por culpa de una paliza.

Su padre se había vuelto hacia él, le había hecho bajarse los pantalones. El Eddie de seis años lloraba. No quería hacerlo pero lo hizo porque estaba aterrado. Los pantalones cayeron al suelo de la cocina. Su padre hablaba con voz baja y suave, con un tono cantarín producto de su aturdimiento etílico. Roy había notado las manos del hombre en sus partes. Le había olido el alcohol en las mejillas. El hombre —Roy era incapaz de seguir llamándolo «su padre»— se había arrimado a él.

Entonces lo habían arrancado con fuerza de su hijo. Se produjo un estrépito. Roy se había vuelto a subir los pantalones y se había vuelto. Había acabado empotrado contra la pared cuando los dos se le cayeron encima durante el forcejeo. Su hermana había regresado. Peleaba contra su padre con la fuerza de una leona. Fueron derribándolo todo. Ella era más alta, más joven, con el mismo peso que su contrincante pero él era un hombre. Luchó con saña. Ella le dio un puñetazo en la cara. El volvió a levantarse y ella le asestó un puntapié en el estómago. Él cayó hacia atrás pero el alcohol y la furia de haber sido descubierto cometiendo vilezas contra su hijo pareció darle energía. Cogió un cuchillo de la cocina y se abalanzó sobre ella. Ella se volvió.

A pesar de su prodigiosa capacidad mental, aquel era el único recuerdo que Roy nunca había sido capaz de evocar a voluntad.

Ella se volvió.

Y entonces surgió un vacío. La única laguna en su memoria que había tenido en la vida.

Cuando el vacío terminaba, recordaba a su padre tumbado en el suelo con el pecho ensangrentado. Tenía el cuchillo clavado en el cuerpo, su hermana estaba cernida sobre el hombre y respiraba con fuerza. Roy nunca había visto morir a nadie hasta ese momento. Su padre emitió un pequeño borboteo, el cuerpo se le puso tenso y luego se relajó, y los ojos se le quedaron totalmente inmóviles. Parecían estarle mirando únicamente a él.

Ella había corrido a cogerlo, a asegurarse de que estaba bien. Él había frotado la medalla, la medalla de san Miguel que le colgaba del cuello.

San Miguel, protector de los niños. La pesadilla de Satanás. El alma de la redención.

Y entonces el recuerdo se debilitaba y acababa desapareciendo.

—¿Edgar? —dijo Murdock con severidad.

Le habían quitado la medalla de san Miguel al llegar allí. Era la primera vez que no la llevaba desde aquel día después de tantos años. Roy notaba un vacío inmenso en su corazón sin ella. No sabía si la recuperaría algún día.

—¿Edgar? Lo sé. Me he enterado de lo del Programa E. Tenemos que hablar. Esto lo cambia todo. Tenemos que ir a por ciertas personas. La situación pinta muy mal.

Pero el agente del FBI no pudo ir más allá. Ni ahora ni nunca. Al final se oyó el crujido de las suelas en el cemento. La puerta se abrió y se cerró deslizándose. Los olores, los sonidos del hombre se desvanecieron.

«San Miguel, protégenos».