El tren partió de Union Station en Washington D. C. y aceleró camino de Nueva York. Sean se recostó en su cómodo asiento de primera clase. Al ritmo que llevaban con los gastos de viaje para aquel caso, acabaría declarándose en bancarrota a final de mes cuando le llegara la factura de la tarjeta de crédito.
Ciento sesenta minutos más tarde el tren entró en Penn Station, Nueva York. Antes de salir de Virginia, Sean había pasado por su apartamento y se había preparado una bolsa de viaje para llevar algunas cosas. Salió de la estación, tomó un taxi y se marchó. Llovía y hacía frío, por lo que se alegró de llevar una trinchera larga y paraguas. Por culpa del tráfico vespertino, el taxi paró en la acera de la calle Ochenta y cinco a las siete y un minuto. Pagó al taxista y entró con la bolsa en el restaurante, que resultó ser un local pequeño y pintoresco lleno de camareras y clientes de habla francesa.
Encontró a Kelly Paul en la esquina del fondo, detrás de una pared maestra que sobresalía dentro del espacio de la sala como una cuña, de espaldas al espejo de la pared. Se quitó el abrigo, dejó la bolsa en un pequeño hueco situado al lado de la mesa y se sentó. Ninguno de los dos dijo nada durante unos cuantos segundos. Al final Paul habló.
—Mal tiempo.
—Es la época del año.
—No me refería a la lluvia.
Sean se acomodó en el asiento y estiró un poco las largas piernas. No había demasiado espacio bajo la mesa para dos personas altas.
—Vale. Sí, el tiempo también da asco.
—¿Qué tal está Michelle?
—Con su dureza habitual.
—¿Y Megan?
—Frustrada. No me extraña.
Paul echó un vistazo a la carta y dijo:
—Las vieiras están muy buenas.
Sean dejó la carta.
—A mí ya me va bien.
—¿Llevas pistola?
Sean se mostró sorprendido por la pregunta.
—No. Regresé a Washington D. C. en avión. No quería problemas en el aeropuerto.
—Tendrás problemas mucho peores si necesitas un arma y no llevas una. —Dio una palmadita al bolso—. Aquí tengo una para ti. Glock. Prefiero el modelo Veintiuno.
—¿La de gran calibre 45. Típicamente americana o lo máximo a lo que un fabricante austriaco puede aspirar para conseguirlo.
—Siempre me ha gustado la del cargador de trece balas. Para mí el trece es un número de la suerte.
—¿Necesitabas trece disparos?
—Solo si el del otro bando tenía doce. ¿La quieres?
Se miraron largamente.
—Sí.
—Después de cenar, entonces.
—¿BIC?
—Peter Bunting es un hombre influyente y muy respetado en el mundo de los servicios de inteligencia. Fundó su propia empresa con veintiséis años. Ahora tiene cuarenta y siete y ha amasado una gran fortuna vendiéndole al Tío Sam. Tiene casa aquí en Nueva York y también en Nueva Jersey. Está casado y tiene tres hijos, el mayor de dieciséis años. Su mujer destaca en sus actividades sociales, participa generosamente en obras de beneficencia y es copropietaria de un restaurante de moda. Los hijos, como era de esperar, son igual de privilegiados y están igual de mimados que los de su condición. Por lo que he oído, parecen una familia bastante agradable.
—¿Y él es el dueño de la plataforma del Programa E del que hablaste?
—Se lo inventó él. Brillante y adelantado a su tiempo.
—Lo cual significa que es dueño de tu hermano.
—Peter Bunting también tiene mucho que perder. Lo cual le hace vulnerable.
—¿Crees que él fue quien le tendió una trampa a tu hermano?
—No. Su mejor baza está encerrada en una celda. Tengo entendido que la última reunión de Bunting en Washington D. C. fue un desastre. Tiene el máximo interés en recuperar a su Analista lo antes posible. Y hay algo más.
—¿Qué?
—Hay ciertas personas muy importantes a las que Bunting y su Programa E no caen nada bien.
—¿Quiénes son esos peces gordos?
—Probablemente hayas oído hablar de Ellen Foster.
Sean palideció.
—¿La secretaria de Seguridad Interior? ¿Por qué no iba a gustarle el Programa E? Dijiste que era una idea genial.
—A las agencias de inteligencia no les gusta compartir. El Programa E les obliga a hacerlo. Y Bunting lleva la batuta. De una orquesta que solía ser de ellas. Algunas se mosquean. Se rumorea que Foster se ha propuesto machacar a Bunting. Tiene todo el apoyo de la CIA, la DIA, la NSA, etc.
—¿Y qué hará entonces?
—Retroceder en el tiempo a cuando cada una se dedicaba a lo suyo.
—¿Crees entonces que podrían haberle tendido una trampa a tu hermano? ¿Para desacreditar y destruir el Programa E? Es muy poco probable, ¿no? Me refiero a que mientras tu hermano no hace su trabajo el país corre peligro.
—La seguridad nacional va por delante. Puede pisotear los derechos civiles. Puede despojar de las libertades personales. Pero nunca triunfa ni triunfará por encima de la estrategia política.
—¿De verdad lo crees?
Paul bebió un sorbo de vino.
—Lo he vivido personalmente, Sean.
Él la miró largamente antes de decir:
—De acuerdo, entonces ¿podemos competir con esta gente?
—David venció a Goliat en el valle de Elá.
—Pero ¿tenemos un tirachinas lo bastante grande?
—Supongo que ya lo averiguaremos.
Sean suspiró y tamborileó con los dedos sobre la mesa.
—Resulta reconfortante —dijo—. ¿Y qué pasa con Bunting?
—A estas alturas ya habrá descubierto cómo llegaste hasta él.
—¿Tú crees?
—Es un hombre muy listo. De lo contrario no habría llegado tan lejos. Sin embargo, ahora mismo debe de estar muy nervioso. Le he estado siguiendo por la ciudad. Se ha reunido con distintas personas, una de las cuales me resulta muy intrigante.
—¿Por qué?
—Cuando ves a un rey de los espías rico fuera de sus locales de postín en Manhattan para entrar en un edificio desvencijado de seis plantas sin ascensor con una pizzería barata en la planta baja, sabes que algo huele mal.
—¿Con quién quedó allí?
—Se llama James Harkes. Un hombre que incluso a mí me resulta intimidante. Y aunque no me conoces realmente, créeme si te digo que eso es mucho decir.
—¿Conoces a ese tal Harkes?
—Solo sé la fama que tiene. Pero es impresionante.
—¿Es como una salvaguarda para Bunting?
—Más bien su ángel de la guarda. Por ahora. Pero sirve a más de un amo. Por ese motivo te he dado la pistola. Supongo que se te habrá ocurrido que como Bunting sabe que vas a por él, Harkes podría tener vía libre contra ti y Michelle.
—Lo entiendo —reconoció Sean.
—Y eso no incluye otras bazas a las que Foster y sus aliados podrían recurrir.
—Unas bazas bastante aplastantes, imagino.
Paul se inclinó hacia delante y apartó la botella de aceite de oliva para tomar la mano de Sean.
—¿A qué viene esto? —preguntó Sean sorprendido.
—No soy una persona demasiado afectuosa. Quería ver si tenías la mano húmeda, fría y temblorosa.
—¿Y?
—Y estoy impresionada porque no se ha producido ninguna de esas reacciones fisiológicas. Sé que custodiaste al presidente, que tuviste una carrera excepcional hasta que cometiste un único error que acabó con todo. También estoy al corriente de la historia de Maxwell. Es una apisonadora capaz de quitarle los calzoncillos de un disparo a la mayoría de los mejores francotiradores del ejército.
—Y todavía no he conocido al hombre que ella no sea capaz de derribar.
Paul le soltó la mano y se recostó en el asiento.
—Bueno, eso podría cambiar. Pronto.
—¿Ahora jugamos en el mismo equipo? Porque todo lo que acabas de decir acerca de nosotros podría aplicarse a ti.
—Creo que todavía no saben que voy a por ellos, pero no estoy segura.
—Entonces ¿somos un equipo?
—Me lo pensaré.
—No nos sobra el tiempo.
—Nunca he dicho tal cosa.
—¿Por qué quisiste que viniera a Nueva York? Todo esto nos lo podríamos haber dicho por teléfono.
—Esto no. —Le acercó un paquete—. La Glock, tal como prometí.
—¿Eso es todo?
—No. Una cosa más. ¿Te gustaría ver dónde vive Peter Bunting?
Sean la miró sorprendido.
—¿Por qué?
—¿Por qué no?