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Kelly Paul estaba sentada al escritorio de una habitación de hotel en Nueva York y observó el espacio pequeño y cómodo. ¿En cuántas habitaciones como aquella había habitado en los últimos veinte años? Sería un tópico decir que «demasiadas» pero en realidad la cantidad había sido considerable.

Evitó hacer garabatos con el bolígrafo en el papel del hotel para no dejar ninguna pista que pudiera conducir hasta ella. Había hecho la maleta y tenía los documentos de viaje preparados. No llevaba arma pero disponía de acceso directo a cualquiera que pudiera necesitar a cinco minutos de ahí.

Se había enterado de la muerte de Carla Dukes a las seis y media de la mañana. No dedicó demasiado tiempo a pensar quién la había matado. La respuesta a esa pregunta era importante pero no tan importante como los asuntos que la ocupaban en esos momentos.

A esas alturas Peter Bunting también habría sido ya informado de la muerte de la mujer. Su contacto en Cutter’s Rock le había permitido tomarse ciertas libertades para ver a su hermano. Bueno, Paul disponía de contactos propios y le habían dicho que la situación del preso no había cambiado.

«Continúa así, Eddie, continúa así. Por ahora. No permitas que te afecten».

Bajó la vista hacia el móvil, vaciló y lo cogió. Marcó el número. Sonó dos veces.

—¿Diga?

—Señor King, soy Kelly Paul.

—Esperaba tener noticias suyas. ¿Se ha enterado de lo de Carla Dukes?

—Sí.

—¿Alguna teoría?

—Varias. Pero eso ahora no viene a cuento. ¿Dónde está?

—¿Dónde está usted?

—En la Costa Este.

—Yo también. Esta tarde he hecho una búsqueda interesante por Internet.

—¿Sobre qué tema? —preguntó ella.

—BIC, que significa Bunting International Corporation. Peter Bunting es el presidente. ¿Le suena?

—¿Debería sonarme?

—Por eso se lo pregunto.

—¿Qué ha averiguado? —Paul quería saberlo.

—BIC tiene sede en Nueva York, pero las instalaciones están en la zona de Washington D. C. porque es un contratista del gobierno. Vende servicios de inteligencia. He hablado con algunos compañeros que tengo dentro. Dicen que el contrato que el gobierno tiene con BIC es de muchos millones de dólares pero que desconocen qué hace la empresa exactamente. Al parecer nadie me lo quiere contar. Alto secreto.

—Algunos saben a qué se dedica. De lo contrario el Tío Sam no pagaría esas facturas desorbitadas.

—¿Entonces sabe quién es?

—Yo diría que ya va siendo hora de que nos veamos.

—¿Dónde?

—Estoy en Nueva York.

—Puedo subir hasta allí.

—¿Subir? —preguntó Paul—. ¿O sea que está en Washington D. C.?

—¿Cuándo?

—Lo antes posible.

—¿Tiene algo que contarme? —preguntó Sean.

—De lo contrario no le haría perder el tiempo. ¿Cómo encontró lo de BIC?

—Haciendo de detective de la vieja escuela —repuso él.

—Creo que amilanó a Dukes, se asustó y ella le condujo hasta ellos. Y pagó con su vida el precio de ser débil y estúpida.

—¿De verdad cree que por eso la mataron? —preguntó.

—No, la verdad es que no. Pero ahora mismo no quiero hacer especulaciones. ¿Puede llegar a Nueva York a última hora de la tarde?

—Puedo coger el siguiente tren rápido de Acela. Llegaré a las seis.

—Hay un pequeño restaurante francés en la calle Ochenta y cinco. —Le dio la dirección—. ¿Quedamos ahí a las siete?

—Nos vemos allí.

Paul colgó y dejó el teléfono sobre el escritorio. Se levantó y se acercó a la ventana, descorrió la gruesa cortina y contempló Central Park al otro lado de la calle. Las hojas revoloteaban, las multitudes iban desapareciendo y los abrigos eran cada vez más gruesos. Había empezado a lloviznar pero el cielo que iba oscureciéndose presagiaba mal tiempo. Con aquellas condiciones climatológicas, la ciudad se veía de lo más mugrienta. La suciedad y la porquería se mostraban en toda su abundancia.

«Pero este también es mi mundo. Negro, mugriento y lleno de porquería».

Paul se enfundó una gabardina, se puso la capucha y salió a pasear. Cruzó la calle Cincuenta y nueve y dejó atrás la hilera de carruajes. Dio una palmada a un caballo en el hocico y observó al cochero. Eran todos irlandeses. Respondía a una ley antigua o a una vieja tradición, Paul no recordaba exactamente a qué.

—Hola, Shaunnie. —El nombre completo era Tom O’Shaunnessy, pero siempre lo había llamado Shaunnie.

—Hacía tiempo que no te veía —dijo Shaunnie sin apartar la vista del coche.

—He estado fuera bastante tiempo.

—He oído decir que te jubilaste.

—Me he «desjubilado».

—¿Eso se puede hacer? —La miró con interés.

—¿Kenny sigue en el mismo sitio?

—¿Dónde iba a estar si no? —dijo Shaunnie rellenando el cubo de copos de avena.

—Es lo único que quería saber.

—¿O sea que has vuelto al trabajo? —preguntó Shaunnie.

—Por ahora.

—Tenías que haber seguido jubilada, Kelly.

—¿Por qué?

—Se vive más.

—Todos morimos tarde o temprano, Shaunnie. Los afortunados eligen el momento.

—No creo que pertenezca a ese grupo.

—Eres irlandés, seguro que sí.

—¿Y tú?

—Yo no soy tan irlandesa —repuso Paul.

La lluvia fue en aumento mientras cruzaba el parque. Siguió los senderos marcados hasta que se acercó a su destino. Llevaba unas botas impermeables que aumentaban su altura, ya de por sí considerable, en cinco centímetros. El anciano estaba encorvado en un banco detrás de un gran afloramiento rocoso. Cuando hacía sol, la gente se encaramaba a la roca para broncearse. En aquel día lluvioso estaba desierta.

Kenny estaba sentado de espaldas a ella. Al oír que se acercaba, se volvió. Iba vestido ligeramente mejor que un vagabundo. Era intencionado, así llamaba menos la atención. Sin embargo, llevaba la cara y las manos limpias y tenía la mirada clara. Se hundió el sombrero arrugado en la cabeza y la observó.

—Me han dicho que estabas en la ciudad.

Ella se sentó a su lado. Era bajito y parecía incluso más pequeño en comparación con ella.

—Hoy en día las noticias vuelan demasiado rápido.

—No tanto. Shaunnie me acaba de llamar al móvil. ¿Qué necesitas?

—Dos.

—¿Lo de siempre?

—Siempre me funcionó.

—¿Qué tal tienes el dedo de apretar gatillos?

—Pues la verdad es que un poco rígido. Tal vez tenga un comienzo de artritis.

—Lo tendré en cuenta. ¿Cuándo?

—Dos horas. Aquí.

El hombre se levantó.

—Hasta dentro de dos horas.

Ella le ofreció dinero.

—Luego —dijo él—. Me fío.

—Pues no te fíes de nadie, Kenny. No en este negocio.

Paul regresó lentamente al hotel. Llovía con más fuerza pero estaba absorta en sus pensamientos y no parecía darse cuenta. Había caminado bajo muchas lluvias como aquella en muchos países del mundo. Daba la impresión de que la ayudaba a pensar, la mente se le aclaraba mientras las nubes se tornaban cada vez más densas. La luz que surgía de entre la oscuridad o algo así.

Bunting. King. Su hermano. El siguiente movimiento. Todo iba complicándose. Y cuando la presión llegara al máximo, explotaría como un cohete lanzado al espacio. Y ese preciso instante decidiría quién ganaba y quién perdía. Siempre funcionaba así.

Esperó estar a la altura de las circunstancias, una vez más.