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El piloto supo lidiar bien con el viento arremolinado que soplaba encima del East River y el avión aterrizó en el aeropuerto de LaGuardia a la hora exacta. Sean fue uno de los últimos pasajeros en salir pero enseguida aceleró el paso en cuanto salió de la pasarela y entró en el aeropuerto. El hombre al que seguía iba por delante, caminando a paso tranquilo. Sean aminoró el paso pero no lo perdió de vista. La azafata del vuelo Bangor-Nueva York había anunciado el número de su siguiente puerta de embarque y los pasajeros en tránsito se dirigían a ella. Al llegar, el vuelo todavía no aparecía en la marquesina porque hacían una escala de tres horas antes del corto vuelo hasta Virginia.

Sean se compró un café y un sándwich de huevo. Recordó algo, se introdujo la mano en el bolsillo y encendió el teléfono. Vio inmediatamente que Michelle le había llamado varias veces. La telefoneó enseguida.

—Gracias a Dios —dijo ella al oír su voz—. Te he llamado un montón de veces pero no había manera. Tengo muchas cosas que contarte.

—No me digas que… hay más muertes —dijo con tono jocoso.

—¿Cómo demonios te has enterado?

A Sean se le cayó el alma a los pies.

—¿Cómo? Lo decía en broma. ¿De quién se trata?

—Carla Dukes. Dobkin vino al hostal poco después de que yo llegara y me lo dijo.

—¿A las tantas de la noche? ¿Por qué ha hecho una cosa así? —preguntó Sean con suspicacia.

—No lo sé. Quizá crea que todavía nos debe una por encubrir a sus hombres delante de Murdock. Sea como sea, ella está muerta y no tienen pistas. El FBI se ha hecho cargo del caso.

Sean tomó un sorbo de café y le dio un mordisco al sándwich. En ninguno de los dos vuelos habían servido comida. No recordaba con exactitud cuándo había comido por última vez pero hacía bastante tiempo. La grasa y las calorías le sentaron de maravilla.

—¿Le contaste a Dobkin lo que vimos anoche?

—¿Qué? ¿Estás borracho? Por supuesto que no. Antes quería hablar contigo.

Sean frunció el ceño.

—No quiero que me acusen de obstrucción a la justicia pero tampoco estoy dispuesto a ponernos en un compromiso.

—¿O sea que por ahora no decimos nada?

—Eso mismo. Nada.

—Si Dukes fue asesinada por hablar con el tío que estás siguiendo, es muy probable que la situación se ponga peliaguda rápidamente.

—Pero si averiguo para quién trabaja, daremos un paso de gigante en el caso.

—También podrías acabar asesinado.

—Iré con cuidado. Tú cuida de ti y de Megan.

—¿Cómo vas a seguirle cuando lleguéis a Washington D. C.?

Sean lanzó una mirada hacia una tienda de artículos de regalo situada un poco más abajo del vestíbulo que conducía a su puerta.

—Creo que estoy viendo una respuesta. Te llamaré cuando averigüe algo sobre este tipo.

Colgó, comprobó que el hombre seguía sentado trabajando en el portátil y se dirigió rápidamente a la tienda de regalos. Tardó un par de minutos en ver lo que necesitaba.

Un casco de bombero de juguete. Y un bote pequeño de cola. Entró en el baño, se encerró en un compartimento vacío, abrió la caja y arrancó el plástico dorado de la parte delantera del casco. Abrió la cola, sacó sus credenciales de investigador privado y, con la cola, pegó la pieza de plástico en una de las hojas del documento de identidad. Se lo volvió a guardar en el bolsillo, tiró la caja, el casco y la cola en el cubo de la basura, se lavó las manos y la cara y volvió a salir.

El vuelo hasta el aeropuerto de Dulles fue en un avión bimotor de Canadian Regional operado por United Express. Sean se colocó por delante del hombre que seguía. Se acomodó en la parte trasera en un asiento de pasillo y abrió un periódico que alguien había dejado en el bolsillo del asiento que tenía delante. Fue alternando la lectura del periódico y la observación de su objetivo mientras se quitaba la americana, la doblaba pausadamente, la colocaba en el compartimento superior y se sentaba. Había sacado el teléfono y hablaba con alguien pero Sean no tenía forma de oír ningún fragmento de la conversación. Cuando la puerta del avión se cerró y las azafatas hicieron el anuncio sobre los dispositivos electrónicos, el hombre apagó el teléfono. Al cabo de un minuto, el avión reculó y el hombre se agarró al reposabrazos mientras empezaban a rodar por la pista de despegue.

«Se pone nervioso cuando viaja en avión», pensó Sean.

Sobrevolaron el espacio aéreo de la ciudad de Nueva York. Giraron hacia el sur, aceleraron al ascender y en cuanto alcanzaron la altitud de crucero, el ordenador de a bordo se puso a todo gas y enseguida estuvieron volando a casi 900 km por hora.

Al cabo de media hora iniciaron el descenso a Dulles a través de unas cuantas nubes. Rodaron con rapidez luchando contra un fuerte viento de cara y el cambio de altitud. Sean se fijó en que el hombre apretaba el reposabrazos con la mano a cada pequeña interrupción de la relativamente fluida trayectoria del vuelo.

«Este tipo nunca habría dado la talla para el Servicio Secreto», pensó Sean.

Aterrizaron y rodaron hasta la puerta. Los pasajeros abandonaron el avión y se dirigieron a la terminal principal. Habían llegado a la Terminal B, así que no necesitaron utilizar el servicio de traslado de pasajeros entre las terminales más alejadas.

Sean siguió al tipo por los pasillos con cinta transportadora, subió y bajó escaleras mecánicas hasta que aparecieron en el interior de la terminal principal. Cuando el tipo se dirigió a la zona de recogida de equipajes, Sean supo a qué atenerse. El tío no había facturado equipaje. Debía de ir a reunirse con su chófer.

«Y ahora llega la parte arriesgada».

Cuando se acercaron a la zona de equipajes, los conductores de limusinas estaban en fila alzando carteles blancos con nombres en ellos. Sean se puso tenso cuando el hombre que seguía señaló a uno de los chóferes. Sean observó el cartel que sostenía el fornido chófer.

«¿Señor Avery?»

Sean los siguió por el aeropuerto hasta la salida. Se fijó en la cola para coger los taxis de Dulles Flyer. Estaba a tope. No dejó de mirar mientras Avery y el chófer se dirigían a la zona situada frente a la terminal donde solían estacionar los vehículos de servicio.

Sean se puso en movimiento.

Se abrió paso entre la gente que hacía fila para los taxis. Cuando se quejaron y un trabajador del aeropuerto cuya función era coordinar la subida y bajada de los taxis se le acercó, Sean sacó su identificación y enseñó rápidamente la placa de plástico y tarjeta de identidad. Con tanta rapidez y seguridad que nadie tuvo tiempo de fijarse en lo que enseñaba.

—FBI. Tengo que requisar este taxi. Estoy vigilando a un sospechoso.

La gente de la cola retrocedió al ver la placa y el empleado del aeropuerto incluso le abrió la puerta.

—A por él —le dijo a Sean.

Sean se sintió un poco culpable pero esbozó una sonrisa.

—A eso voy.

El taxi se puso en marcha y Sean dio instrucciones al conductor. Salieron del aeropuerto y se colocaron detrás del Lincoln Town Car. Anotó la matrícula por si la necesitaba más adelante. Circularon a lo largo de la autopista de peaje de Dulles, también llamada Silicon Valley Este debido a la gran cantidad de empresas de tecnología que tenían una sede a lo largo de la misma. Sean sabía que ahí también había muchos contratistas de Defensa y empresas que trabajaban en el campo de la inteligencia. Varios exagentes del Servicio Secreto con los que había trabajado ganaban ahora más dinero en la empresa privada trabajando arduamente en alguna de esas compañías con ánimo de lucro.

El coche que tenían delante tomó una salida y continuó hacia el oeste. El taxi lo siguió. Cuando el Town Car entró en un complejo de oficinas, Sean indicó al taxista que parara. Salió y le tendió veinte dólares al hombre, que se negó a aceptarlos.

—Vele por nuestra seguridad —dijo el hombre antes de marcharse.

Sean se guardó el dinero un tanto avergonzado y contempló el edificio de oficinas. Enseguida se dio cuenta de que no pertenecía a una sola empresa sino que albergaba a varias. Aquello resultaba un problema pero tenía que seguir adelante. Durante la investigación de un caso lo normal era encontrarse con una única oportunidad verdadera, y quizá fuera aquella.

Observó que el chófer de Town Car se marchaba y vio que Avery entraba en el edificio. Llegó al vestíbulo en el preciso instante en que llegaba el ascensor para subir a Avery. A Sean le bastó una mirada rápida para cerciorarse de que no había nadie en el interior. El guardia de seguridad que había en el vestíbulo detrás de una consola de mármol lanzó una mirada a Sean.

—Las visitas tienen que firmar aquí, señor.

Sean se le acercó y sacó la cartera. La dejó caer y se tomó su tiempo para recogerlo todo y colocar las tarjetas en los huecos correspondientes. Cuando se levantó y se volvió vio que el ascensor que transportaba a Avery se había detenido en la sexta planta.

Entonces el ascensor empezó a descender. Avery debía de haber bajado.

Se volvió hacia el guardia.

—Cuesta de creer, pero soy de fuera y estoy un poco perdido.

—Suele pasar —reconoció el guardia, aunque no pareció agradarle demasiado la confesión de Sean.

—Busco la Kryton Corporation. Se supone que están por aquí pero creo que mi secretaria no anotó bien la dichosa dirección.

—¿Kryton? —dijo el guardia, frunciendo el entrecejo—. No me suenan de nada. Sé que no está en este edificio.

—Están en la sexta planta. Eso sí lo sé.

El guardia negó con la cabeza y dijo:

—La única empresa que hay en la sexta planta es BIC Corp.

—BIC. No se parece en nada a Kryton.

—No, eso está claro —convino el guardia.

—Kryton se dedica al sector de la inteligencia. Es contratista del gobierno.

—Como casi todas las empresas de esta zona. Todas van detrás de los dólares del Tío Sam. Es decir, los dólares que aporto como contribuyente.

Sean sonrió.

—Le entiendo perfectamente. Bueno, gracias. —Se volvió para marcharse, pero antes dijo—: BIC. ¿Como los bolígrafos?

—No. Bunting International Corp.

—¿Bunting? ¿El mismo que fue jugador de béisbol y luego senador?

—Se está confundiendo con Jim Bunning. De Kentucky. Ahora ya está jubilado.

Como notó que al guardia se le estaba acabando la paciencia y cada vez se mostraba más suspicaz, dijo:

—Bueno, mejor que me marche o voy a llegar tarde a la reunión. —Sacó el teléfono—. Pero ahora mismo le voy a pegar una buena bronca a mi secretaria.

—Que pase un buen día, caballero.

Sean salió por la puerta y llamó a Michelle.

—Por fin tenemos una oportunidad —anunció con aire triunfante.